Y ahora la ‘post-deconstrucción’

ES DOCTOR EN TEOLOGÍA Y LICENCIADO EN FILOSOFÍA
Michael Marder acaba de publicar un libro titulado ‘El acontecer de la cosa: el realismo post-deconstruccional de Derrida’ (Univerity of Toronto Press, 2009). No acertamos a nombrar lo reciente sino anteponiendo a lo antiguo el sufijo ‘post’. No lo describimos, lo datamos con respecto a otra fecha.
Lo nuevo es lo ‘post’ -post-moderno, post-concialiar, post-marxista, post-cristiano; Carlos Bousoño, en su excelente ‘Teoría de la expresión poética’ (1952), calificó de post-contemporáneos a algunos recursos retóricos post-modernistas. Ocurre lo mismo con el prefijo ‘neo’»-. No sé si esta pereza para la denominación (que supone no tener bien descrito lo nombrado) se debe a que no estamos claros sobre el cariz de nuestro hábitat inmediato y, por lo tanto, sobre nosotros mismos; no es bueno. Marder exculpa a Derrida del pecado de idealismo en el que lo hacía parecer incursa su teoría de la deconstrucción, que ahora resulta ya pre-post-deconstruccionista. A Derrida le han contrahecho mucha argumentación para servir al pensamiento débil, que es relativista, subjetivo, idealista, mero afán del cerebro o de las ganas: «’gran-relatista’ sin referencia extramental», nihilista. Estas gracias caracterizan mucha sustancia del hombre occidental; Derrida no es reo de ellas. Marder lo absuelve con buenas razones; no con la decisiva, que falta también en el autor absuelto.

El asunto me importa a doble título. Uno, por lo que tiene el libro de vindicación de Derrida: la considero insuficiente, y no por deficiencia de Marder, sino de Derrida mismo, que no acaba de instalarse en el realismo de sus deseos; y otra, porque el pensamiento derridiano del que se ha beneficiado indebidamente el nihilismo lingüistico, filosófico, ético y religioso, ha rendido daños; también beneficios. Los primeros tienen que ver con el vacío y provisionalidad de nuestra cultura y de sus habitantes (nosotros; nos dementa, porque nos arrebata el suelo del sentido sobre el que andar, hacia el que ir). Los segundos hubieran podido impedir la disminución de nuestra capacidad crítica. La han impedido poco porque ha mutado en obediencia a lo políticamente correcto. Derrida, incluso con sus lagunas, es un instrumento válido de desenmascaramiento de la catadura fantasmal del mundo que habitamos, de lo fantasmas que somos: seres irreales, hechuras lingüísticas. Es la misma ambivalencia de fructificación funesta y fausta que vale para los maestros reconocidos de la sospecha (Marx, Nietzsche, Freud) y de los desatendidos (profetas bíblicos, Cristo y otras figuras menores como Lutero o Ignacio de Loyola) muchas más.

El idealismo erróneamente achacado a Derrida puede simbolizarse en lo que se impuso como pivote de su deconstruccionismo: «fuera del texto no hay nada». «Texto». Vale. Yo lo llamaría «producto locutivo», relato (grande y pequeño). Se le ha entendido al modo como, según Rilke, nos ven «los sagaces animales: como exiliados de la naturaleza (o verdad), inmigrantes desazonados en el interior de un mundo interpretado», es decir, en un mundo meramente textual, ideológico, nulo. Pero Derrida se ha mantenido fiel al interés por «lo otro allende el lenguaje» y afirma que su dicho sobre la absolutización del texto no tolera una lectura idealista de la deconstrucción que lleve al relativismo, a la indeterminación del lenguaje, a la indecibilidad de las cosas.

Tiene la razón, pero no la razona bien, y esta flaqueza de su razonamiento coincide con la de nuestra situación actual en lo tocante a la declaración de la incapacidad de los grandes relatos para contener la objetividad de los valores, de las religiones y las éticas con la proliferación de sus ingredientes, como la obligación, lo bueno o malo de nuestros actos, la norma que lo determina; la pretensión de realidad de la persona; Dios.

Derrida reconoce que las cosas exceden en su ser y en sus modos de ser nuestra representación de ellas, y por lo tanto sobrepasa nuestra capacidad para textualizarlas. Esto justifica la opinión de Hilary Putnam que exige a los «deconstruccionistas deconstruir la idea de representación de la realidad».

Representación; aquí está el punto. La cognoscibilidad o la incognoscibildad de lo real (su «en sí», su alteridad respecto de su «para mí», es decir, respecto del acto cognitivo: su extramentalidad) se plantean en términos de representación.

Si estos términos se absolutizan, el idealismo es inevitable; queda la oquedad de los relatos, con sus valores, sus historias de salvación, sus agentes salvíficos.

Nada. Constructo mental. Una realidad representada es. una representación.

Vuelvo al libro de Marder. Derrida intenta superar este ‘impasse’ (no claramente formulado, pero sentido como operante en su sistema) recurriendo al texto poético, que tolera la referencia a «cosas existentes fuera del rígido jaulón construido con barrotes de lenguaje rígido». Marder encuentra que en este caso el lenguaje «ya no nombra las cosas en su identidad». Es lo que ocurre en las metáforas. Hasta aquí llega, pero queda por decir algo crucial: es fenoménico que la realidad no se representa, sino que se afirma; no se da en una imagen, ni siquiera, como lo intenta Derrida, entendiendo la representación como «Vor-stellung», posición o presencia de la cosa misma ante mí. Se da en una afirmación de ella. En la ‘Vostellung’, entendida como sitio de la alteridad, lo real está ante mí como lo otro que mi saber de ello, en tanto que juzgado. Ya no es ‘Vor-stellung’ (re-presentación) sino Urtail (juicio). Antes de desmontar los grandes relatos, los textos éticos y religiosos, hay que saber que no re-presentan, para la mera contemplación, lo que relatan, sino que objetúan una afirmación, ofrecida únicamente al asentimiento que a veces es praxis, a veces, fe. De lo contrario se desmonta otra cosa. Es lo que se hace; porque esta otra cosa es lo que frecuentemente subyace a lo que se predica y se enseña.
Fuente: http://www.elcomerciodigital.com/prensa/20100317/opinionarticulos/ahora-post-deconstruccion-20100317.html

SPAIN. 17 de marzo de 2010

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