Mijail Malishev, en su libro Vivencias afectivas y actitud ante el existir,
encuentra en la concienciación de las situaciones vitales el móvil de su
reflexión.
Para Paul David Sánchez,
por su amistad.
Vivir no es una facultad propia de los seres humanos pero sólo en nosotros
la vida se tornó consciente. La conciencia de la vida subraya la diferencia
del hombre con respecto a los animales y las plantas. Dicha conciencia es, a
decir verdad, la cualidad inherente a nuestra naturaleza que nos da la
oportunidad de pensar todo cuanto pasa alrededor nuestro, inclusive nuestras
experiencias estrictamente personales.
Mijail Malishev, en su libro Vivencias afectivas y actitud ante el existir,
encuentra en la concienciación de las situaciones vitales el móvil de su
reflexión. Con ello no intenta reducir las vivencias a simples
racionalizaciones –algo que por sí mismo aniquilaría su esencia–, sino
que pretende hallar en el ser humano algo que se sitúa más allá de la
razón y que, sin embargo, constituye también parte fundamental de su ser;
porque las vivencias, afirma, “no son algo que tenemos sino algo que
somos”.
El texto se compone de cinco ensayos, todos publicados ya en algún momento,
y hoy reunidos para condensar el empeño personal del autor, quien se aboca
al estudio de esta temática –poco explorada por cierto y verdaderamente
interesante– desde un punto de vista fenomenológico. Cada ensayo es una
combinación armónica de reflexiones filosóficas y análisis literarios a
los cuales nos tiene ya acostumbrados Malishev. De esta forma, la estructura
de la obra permite la lectura aislada de cada uno de los temas que ahí se
presentan al mostrar que cada uno de ellos evidencia, como advierte el
autor, que “todo drama vivencial es al mismo tiempo un drama moral”.
En elprimer ensayo, intitulado “Amor y enamoramiento”, se hace una
distinción entre uno y otro, y se establece que el primero es fruto del
ejercicio del segundo. “Se enamora sólo aquel quien está predispuesto al
amor”. Es decir, el enamoramiento, como “fase inicial del amor”
constituye un cambio fácilmente perceptible en lo que respecta a las
actitudes, costumbres y gustos de quien se enamora. Todo ello en razón de
concretar la conquista de ese ser que comienza a conformarse como parte
vital de la persona: el ser amado.
No podemos reducir el amor al simple acoplamiento de los cuerpos. Es más
bien el anhelo de la complementariedad, es decir, el esfuerzo por
procurarnos la parte que creemos nos falta. En este sentido es un misterio y
más aún, un doble misterio: primero, porque a pesar de sentir la necesidad
de tener a nuestro ser amado junto a nosotros, no sabemos precisar qué es
propiamente lo que amamos en él y, segundo porque en el amor no interviene
la voluntad del sujeto en la determinación del objeto de su amor. Por otro
lado, afirma el autor, “el amor está siempre dirigido al futuro”, en
tanto se espera la consolidación de la felicidad deseada.
Cabe destacar la importancia del “encantamiento” en estas vivencias. A
través de él, el enamorado no sólo no puede vivir sin su ser amado sino
que su felicidad depende de la felicidad de aquél. De igual forma, todas
las cualidades y virtudes reales o potenciales afloran ante experiencias
vitales como éstas. El enamorado, en su afán de amar, se preocupa en
demasía por el otro porque lo considera parte fundamental de sí mismo y
llega incluso a idealizarle, rayando, en algunos momentos, en la
desesperación y el chantaje para mantenerlo a su lado.
Malishev señala que el amor es un “don divino” que se da por gracia y
que no corresponde a ninguna clase de méritos. Encierra, entonces,
vitalidad y sensibilidad. Y, entendido adecuadamente, construye y reafirma
la personalidad de los amantes; pero, mal entendido, destruye y rompe con
ese llamado a la armonía y plenitud del ser humano.
En el segundo apartado se analiza la “Envidia”. En él, se sostiene que
ésta es producto de un deseo frustrado que conlleva a la insatisfacción
personal y al demérito de aquel que alcanzó el éxito. Se entremezcla
también con un sentimiento de impotencia y de egoísmo que no reconoce, ni
mucho menos comprende, el triunfo o la gloria de quien lo posee. En el
fondo, apunta Malishev, la envidia parece ser la expresión más nítida del
resentimiento. En ella se conjugan el rencor y la falsa consecución del
respeto; ambos aspectos buscan, mediante el descrédito, la reafirmación de
la autoestima de quien envidia. Éste sin embargo, lejos de buscar el
exterminio del envidiado –y aquí encontramos una paradoja–, “quiere
conservar[lo] porque representa una imagen de lo que él aspira ser”.
La envidia, como hija del fracaso, “corroe y envenena el alma” de quien
la vive. Por ello, ante un sentimiento de tal índole, sólo el
reconocimiento de nuestra propia mezquindad puede contribuir a lograr un
ayuno de maldad, cinismo y mala fe.
En el tercer ensayo, “Culpa: remordimiento y arrepentimiento”, Mijail
Malishev aborda temas como el de la conciencia moral, la vergüenza, la
libertad y la responsabilidad del sujeto. La primera constituye ese
“testigo terrible y acusador” del que hablara Polibio, pues expresa ese
repiqueteo de la conciencia –que mora en el interior de cada uno– sobre
el actuar, al considerarlo no del todo correcto. Por su parte, la vergüenza
“es la primera señal del resurgimiento de regulación moral de la
conducta humana”; es decir, mediante la vergüenza, el sujeto ético
empieza a constituirse como tal.
La culpa es el resultado de la conciencia que se tiene de una mala acción,
de una falla en el hacer. Mediante la culpa el sujeto no sólo puede
apropiarse de la ansiedad de resarcir el daño provocado, sino que también
busca, fallidamente, retroceder el tiempo. Lo que es importante resaltar es
que priva en la conciencia del culpable una pesadumbre difícilmente
soportable. Por otro lado, el autor afirma que la culpa no es sólo una
categoría moral sino también un “principio fundamental del derecho”,
pues el hombre no sólo es lo suficientemente capaz de ser su propio juez,
sino que la sociedad tiene la facultad de castigarle por su mal
comportamiento en pos de una justicia colectiva y de un orden social
estable.
El remordimiento evidencia la conciencia de una falta; el arrepentimiento es
la acción dirigida al porvenir como una posibilidad intrínseca de nueva
esperanza: la de obrar de manera distinta, con base en un fundamento ético
y moral. Ambas vivencias son fundamentales para el pleno ejercicio de la
responsabilidad. Finalmente, la culpa es algo más que una mera situación
existencial dolorosa: es el pretexto para corregir futuros actos. Por ello,
su función no se reduce a la autocrítica y al tormento interior, sino que
constituye la base que cimienta el verdadero ejercicio moral. Estas tres
situaciones existenciales –culpa, remordimiento y arrepentimiento–
mueven a la práctica del perdón. Éste, va más allá del simple olvido
del agravio; es en sí mismo la “supresión del remordimiento”. En
palabras del autor el perdón constituye “una gracia del corazón” que
nos orilla intencionalmente al olvido de la falta.
En “El hombre ante su muerte”, Malishev explora cómo afecta al ser
humano esta “situación-límite”, como la llamó Jaspers. La muerte no
sólo es estudiada como el fin natural de toda vida, sino como una
posibilidad inherente a la existencia que puede traspasarla. La muerte y la
conciencia de la misma obligan a fincar un “más allá” posible donde la
muerte no sea una muerte del todo.
El autor aborda el problema estudiando a cuatro de los principales
representantes de la conciencia cristiana: Agustín de Hipona, Blaise
Pascal, Sören Kierkegaard y Miguel de Unamuno, aunque también recurre a
Tolstoi y Heidegger para obtener otra visión. En los primeros encuentra un
punto común: “la muerte [como] una espantosa catástrofe [que] es
consecuencia del pecado original”. Desde esta perspectiva, Dios inventó
la muerte porque encontró en ella la oportunidad de subrayar su
omnipotencia ante los hombres. Por eso la dio al mundo, para hacer alusión,
silenciosamente, a su presencia. De Tolstoi, el autor recoge la idea de que
el hombre, ante la muerte, reafirma su personalidad y se halla ante la
posibilidad de encontrar su auténtico yo y de estar de acuerdo consigo
mismo. De Heidegger, hace suya la certidumbre de la muerte y la idea de que
ante ella hallamos una evidente verdad: “el ser es tiempo y el tiempo es
el sentido del ser”. Por otro lado, se deja entrever que no es la muerte
sino la conciencia de la misma la que no cesa de matarnos. Desde el punto de
vista del autor, el hombre parece esforzarse no tanto por entender el
fenómeno de la muerte como por evadirlo. En este sentido, todo intento por
aplazar la muerte es producto –inconsciente quizás– de ese miedo a
emparentarnos con la nada. El hecho mismo de pensar en la muerte nos aflige
y angustia, porque concebimos la vida como una “agonía incesante”.
Por último, dice, es la pretensión humana de la salvación y la
inmortalidad la que nos motiva a confiar en la existencia póstuma. En ella
el hombre busca eternizarse. Pero este deseo, que parece imposible ante el
fenómeno de la muerte, es lo que nos atormenta y acongoja. No se discute
que la muerte sea una certeza inevitable, lo que se analiza es la
repercusión interna que experimenta el sujeto cuando se topa frente a ella.
Porque si bien la muerte “separa a los desfallecidos de los vivos”,
también expresa un elemento de igualdad que nos hermana a una “suerte
común”.
En el último ensayo, “Immanuel Kant: fe y deber”, Malishev aborda temas
como el de la vida moral, la religión, la dignidad, el respeto y la
autonomía, todos estos aspectos enmarcados en los planteamientos kantianos
que él comparte. En este apartado se remarca la importancia que tiene el
cuestionamiento en relación con el destino humano y las esperanzas sobre la
vida futura.
Se afirma que la fe –que constituye una creencia en lo que “nunca hemos
visto”– es una “necesidad psicológica” que obliga a concebir un
“más allá” pero que estropea la conducta moral en este mundo. Bajo
esta óptica, se dice, el hombre moral sólo es tal a razón de “conservar
su fidelidad al deber”. Éste, es la base del comportamiento moral y
mediante él, el sujeto ético hace lo que debe hacer aun a pesar de querer
hacer otra cosa; es decir, la acción se eleva al rango de imperativo. Pero,
a diferencia de ciertos mandatos que nos llegan del exterior, este
imperativo es consecuencia de una ley que nos damos a nosotros mismos: la de
actuar no conforme al deber, sino por el deber mismo. El deber es el
fundamento del imperativo categórico kantiano y da cuenta del hombre moral
como ser digno y autónomo. La autonomía es la facultad del hombre de ser
su autolegislador, mientras que la dignidad subraya la importancia de éste
como fin en sí mismo y no como medio. El deber, entonces, es ese “amor
práctico” que se asienta en la voluntad consciente del sujeto para actuar
moralmente; es decir, para actuar teniendo por sentada la idea de que no
todo está permitido hacer, pues existen límites sin los cuales nuestra
existencia sería imposible.
Todas estas vivencias afectivas: amor, envidia, culpa, muerte, fe y deber,
forman parte de un análisis del autor que se amplía conforme crece el
deseo de desentrañar el misterio de nuestra propia naturaleza. Su lectura,
por ello, no sólo es útil por el legado que puede darnos, sino que
representa un esfuerzo serio que podemos compartir, individualmente, para
aproximarnos cada vez más a nosotros mismos.
Mijail Malishev
Vivencias afectivas y actitud ante el existir
(amor, envidia, culpa, muerte, fe y deber),
UANL-UAEM,
Toluca, 1999.
Fuente: Germán Iván Martínez
MEXICO. 7 de septiembre de 2010