Hay tantas carencias que lo habitual es quedarse en lo podrido, aunque a veces se tape lo luminoso. Va una columna (razonablemente) optimista.
En la Tierra viven más de 7 mil millones de personas organizados en 244 entidades profundamente diversas (la mayoría son Estados), sus similitudes radican en que todas tienen una relación entre gobernantes y gobernados. En torno a esta relación crece por doquier el convencimiento de que para atacar los problemas de raíz la ciudadanía debe participar en los asuntos públicos.
Tengo medio siglo pensando el cambio y todavía me abruma lo gelatinoso del concepto y la dificultad de encapsularlo en uno de esos recetarios de plática motivacional. Aun así, y con la cautela del caso, puedo asegurar que nuestro país reúne las condiciones para un aumento en la participación ciudadana en beneficio de las mayorías. ¿Cómo lograr ese incremento?
En Brighton, Inglaterra, tiene su sede el Development Research Centre que coordinó una investigación hecha por 60 expertos que estudiaron, en 30 países, 150 casos de involucramiento social a favor del cambio en alguna política pública de beneficio general (Blurring the boundaries, www.drc-citizenship.org). Es un texto que presenta de manera sintética las complejas relaciones que se establecen entre Estado y sociedad y detecta patrones de fracasos y éxitos. Entre los factores que menciona está la presión internacional para que los Estados abran los espacios al involucramiento ciudadano o el papel estratégico de medios e intelectuales.
Me detengo, para profundizar, en una frase de ese texto. Las transformaciones se dan cuando “hay una conexión entre los campeones del cambio en el Estado y la sociedad”. La renovación positiva (también la hay negativa y se expresa en la corrupción) se alimenta de una empatía creadora entre activistas y funcionarios. Esta fórmula tan sencilla se enfrenta a gigantescos y diversos obstáculos. Uno es el peso de los estereotipos. Es frecuente que el ciudadano indignado categorice a todos los funcionarios como ineptos, corruptos o ilegítimos. Son correspondidos porque un buen número de políticos ven a los ciudadanos autónomos con las tonalidades que desprende la bilis. En condiciones de tanto encono se hace imposible un diálogo de calidad.
Suponiendo que la relación se dé, los organismos civiles generalmente enfrentan dos tipos extremos de funcionarios: los que valoran su trabajo y los que quieren domarlos, controlarlos o destruirlos. Los funcionarios ilustrados generalmente tienen antecedentes o nexos con la academia y el activismo, y, por lo general, se sienten incómodos con la corrupción sistémica de la política mexicana. Entienden a quienes protestan, los respetan, tienen conciencia histórica de modo que escuchan y atienden, hasta donde pueden, los deseos de la sociedad.
Los autoritarios creen que los cargos y presupuestos les pertenecen, y por ello desconfían de la sociedad, la desdeñan y la tratan como simple objeto. En consecuencia, se sienten muy incómodos cuando se les solicita una explicación o se les exige atender un problema. Ignoran, recelan y descalifican a los peticionarios, atribuyéndoles intenciones ocultas. Frente a ellos, hay que estar preparado para las evasivas, las negativas, las desgastantes esperas y los intentos de comprar la conciencia de los solicitantes. Es difícil llegar a algún acuerdo con personajes de este perfil.
Pese a estos problemas, siguen multiplicándose en México los ejemplos de interacción exitosa: las autodefensas en Michoacán, los vecinos que enfrentan al urbanismo salvaje, la madre que defiende a sus hijos haciendo antesala con el juez para usar la “audiencia de oídas”, es decir, la entrevista.
La democracia no es una pradera llena de flores. Es un espacio de forcejeos y confrontaciones que a veces desembocan en alianzas para atacar un problema de raíz. Para cambiar se requiere que la ciudadanía dialogue y establezca acuerdos con quienes, desde el interior del Estado, se inclinan a favor del cambio. Por supuesto que no es fácil, pero tampoco imposible.
LA MISCELÁNEA
Se acerca la pausa de la Semana Santa y el espíritu también clama por su dosis de sol y oxígeno. Recomiendo un libro apropiado para esos días: El evangelio social del obispo Raúl Vera, de Bernardo Barranco Villafán (Grijalbo). Es un texto de esclarecedoras conversaciones entre un experto mexicano en religión y un obispo que tomó la opción preferencial de los pobres.
Colaboró Maura Roldán Álvarez.
Es Profesor de El Colegio de México. Nivel III del SNI. Posgrados de la Universidad Johns Hopkins. Autor de docenas de libros y artículos académicos. Presidente de Fundar, Centro Pionero en Investigación Aplicada. Panelista de Primer Plano (Canal 11). Premio de Periodismo “José Pagés Llergo”. Presidió la Academia Mexicana de Derechos Humanos. Fue parte de la Coordinación Nacional de Alianza Cívica.
Fuente: http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=23572
2 de abril de 2014. México.