Sacerdote y teólogo católico
Una provocación. Casi un desafío. Y sin embargo, sólo quiere ser un servicio. Se encuentra en México Olegario González de Cardedal. Cálido, amigable, de trato fácil. Teólogo español, de Ávila, testigo en su juventud de las grandes vivencias eclesiales posteriores al Concilio Vaticano II, miembro en su fundación de la Comisión Teológica Internacional.
Como lo expresó el doctor Jorge Traslosheros al presentarlo: “El hecho de que en un auditorio del Fondo de Cultura Económica se dicte una conferencia en donde aparece de manera reiterada la palabra ‘humano’ vinculada a la palabra ‘Dios’ en este país es un gran acontecimiento cultural. Impensable hace algunos años. Aún, por desgracia, en México, en el medio intelectual dominante, hay una especie de condena a todo pensamiento teológico… Parece una gran oportunidad, un momento de felicitar la labor cultural del Fondo de Cultura Económica que empieza a abrir espacios a una forma del conocimiento humano”.
Conversando con el teólogo, le comentaba mi admiración por su capacidad de integrar planteamientos que con frecuencia se clasifican como antagónicos. Nombres que en nuestro entorno pueden resultar crípticos, como Hars Urs von Balthasar y Karl Rahner, conviven y dialogan en sus obras junto con Tomás de Aquino y Agustín de Hipona, sin desatender la más pura veta de la literatura española, de la que se siente sanamente orgulloso, las más radicales inquietudes del hombre moderno y posmoderno y los más antiguos reclamos del mundo clásico.
Sin ocultar las tensiones, se presenta la armonía fundamental de la búsqueda humana de la verdad y el bien. Si hoy puedo leer las obras de Platón, si puedo seguir con emoción la muerte de Sócrates, si puedo acompañar al viejo en el mar de Hemingway es porque, finalmente, la cuestión humana late en todo hombre, aunque sean unos pocos —los poetas, los filósofos, los teólogos— quienes logren elevar al nivel de la conciencia dicha aventura.
El hombre, que es naturaleza, es también historia por su libertad, y en su condición de peregrino no puede evadir llevar en su equipaje la carga de su pregunta, la pregunta metafísica sobre el ser, la pregunta antropológica sobre el origen y el destino, la pregunta dramática sobre la atrocidad y el mal.
Detrás de la pregunta puede —sólo puede— balbucearse la palabra Dios. Con el respeto que merece la toma de postura ante la misma, no hay respuestas apodícticas que conduzcan a la afirmación o a la negación. En las razones y en las decisiones del “sí” y del “no” queda un salto de fe en el que hasta el más valiente vacila. Pero la invitación está abierta.
El teólogo me explicó que la armonía que expresan los autores que conviven en su obra se debe a que los conoció, y que parte con ellos de una actitud de confianza. La sospecha no puede tener la última palabra, comentó. Ni la primera, creo yo. La búsqueda de la verdadera sabiduría reclama un ambiente de confianza —de amistad, dijo Juan Pablo II—. Sólo desde ella es posible el verdadero diálogo. Y descubrir que, quizá, nuestras diferencias no son tan radicales como aparentan.
Apelando en su conferencia a la insólita maldad de la que el hombre es capaz, reflejada en la Gran Guerra —cualitativamente más cruel que la Segunda—, meditando con realismo las decenas de millones de muertes que produjo el proyecto moderno en el siglo XX, que dejan en un tímido bosquejo los prototipos culturales de la inquisición, no pude evitar pensar en dos escenas que han ocupado la opinión pública en los últimos días: el asesinato de una mujer embarazada y un caso de presunta antropofagia.
¿No hemos llegado demasiado lejos en nuestra suspicacia? ¿No será oportuno aceptar la invitación a pensar en Dios?
http://www.eluniversal.com.mx/editoriales/38866.html