Tres son las épocas de la historia occidental que condensan, a mi juicio, la “vivencia” de la sabiduría, la plasmación de lo sapiencial en el tiempo y en el espacio: la Atenas clásica, el Renacimiento italiano y el romanticismo alemán.
En el apogeo de la cultura ateniense, cuando los rayos del Sol brillaron cegadoramente sobre las doctas almas de Sócrates, de Platón, de Pericles y de Aristóteles, la sabiduría se concebía como un fin en sí mismo. La meta de la filosofía residía en propiciar el autoconocimiento (el gnothi seautón inscrito en Delfos) para así crecer como polis, como comunidad, como miembros de un mismo espacio compartido en el que desplegar las energías vitales. Ser sabio se orientaba hacia la concepción de una vida en común, de una existencia política, hacia la forja de un proyecto que vinculara a los seres humanos (bien sabemos que de manera sumamente limitada y excluyente) en el cultivo de los mismos bienes: el espíritu, la verdad, la rectitud. Para Platón, no es posible filosofar sin amar el saber: la más alta sabiduría entiba en las fuentes de la entrega sincera al saber como forma de vida, como participación de lo eterno, inmutable, permanente, de lo “realmente real”. En Aristóteles, la superioridad de la vida contemplativa sobre la activa no puede interpretarse como una evasión de la tarea ético-política, sino como fruto de la firme convicción de que la meta de la vida en común yace en la entrega a un fin puro (pues contemplar equivale a “darse” a lo que nos subyuga: es una forma de ofrecimiento), a un fin en sí mismo, a un bien que no requiera de ulterior justificación: a una sabiduría auténtica, a la felicidad libre. Como escribe Aristóteles, “los seres más capaces de reflexionar y de contemplar son igualmente los más dichosos, no indirectamente, sino por efecto de la contemplación misma, que tiene en sí un precio infinito; y en fin, en conclusión, la felicidad puede ser considerada como una especie de contemplación” (Ética a Nicómaco libro X, cap. VIII, 289).
En el Renacimiento, la sabiduría se palpó como belleza. Encarnar la hermosura más sublime, como pretendieran Miguel Ángel o Leonardo da Vinci (aun conscientes de la imposibilidad de emular la omnipotencia de Dios, de lograr la perfección a través de la imitación de la capacidad divina de crear “ex nihilo”), significaba, en realidad, descubrir en el arte más eximio la verdad de la vida, la vida más intensa y, por ende, la sabiduría. Si la sabiduría genuina exhorta a encauzar todos los medios disponibles, y en especial el conocimiento, para crecer, para vivir más y con mayor profundidad, en el Renacimiento este anhelo de vida se reflejó en la contemplación de la belleza y en la creación artística. El fin de la vida convergía con la forja de la belleza, con la creación, con el dulce ejercicio de una libertad volcada hacia el arte. Ornamentar las ciudades renacentistas con las obras más sobresalientes, “dignificarlas” con el esplendor de la más egregia hermosura estética, permitía compartir la belleza, traducirla en vida en común, en una sabiduría de la que todos pudieran convertirse en gratos partícipes. Saborear el mismo cáliz de la belleza, del arte, de la entrega a la creación, impulsaba a vivir humanamente, a esmerarse en la noble tarea de que las alturas divinas descendieran a la Tierra en forma de arte.
En el romanticismo, el amor se comprende como la meta de la humanidad. La religión, para el joven Hegel, no es sino el amor (Cf. “Tübinger Fragment”, en H. Nohl (ed.), Hegels theologische Jugendschriften, J.C.B. Mohr, Tubinga 1907), y los grandes pensadores del idealismo atribuyen al amor esa unidad primigenia que todo lo funda y todo lo unifica. El amor es la verdad de la vida para el romanticismo, y por ello la sabiduría se degusta como amor. Bien es cierto que Hegel concluirá su Fenomenología del Espíritu con el saber absoluto, con el saber que se sabe a sí mismo, con claras resonancias del “pensamiento que se piensa a sí mismo” de Aristóteles, pero el saber absoluto hegeliano sólo se entiende cabalmente como “amor sui”: el espíritu se ha autoenajenado porque se busca libremente, porque ansía conocerse y, más aún, “poseerse”, “amarse”. Se trata, indudablemente, de un amor egoísta del espíritu por sí mismo, como pone de relieve la agria severidad de la tesis central de la filosofía hegeliana de la historia, según la cual el sufrimiento, el dolor experimentado por la humanidad en el decurso de los siglos, ha sido necesario para que el espíritu se conozca plenamente. Y, con todo, el espíritu ha padecido también la amargura, “el dolor infinito”, su “viernes santo especulativo”, y lo ha hecho, en definitiva, por amor. También en Schelling Dios crea el mundo por amor, por abnegación, por desasimiento, y condesciende a que la alteridad que él mismo forja (en virtud de su omnipotencia, Dios permite que emerja un alter deus) se rebele contra él y “caiga” al mundo. Dios se “contrae”, como en la mística judía del tzim-tzum (expuesta, entre otros, por Isaac Luria, de gran influencia en el pensamiento de Jacob Böhme, un notable precursor del idealismo alemán ya en el siglo XVII): Dios “cede su espacio vital” por puro amor, por puro desprendimiento, y propicia que despunte la “edad del mundo” (cf. F.W.J. Schelling, Werke IV, Frommann-Holzboog, Stuttgart, 1976, 331).
El idealismo es la filosofía del amor, de una pureza insondable e incondicionada, de palpar lo infinito y libre ya en lo finito. Su versión estética es el romanticismo, es el Goethe que, en la eterna ciudad de Roma, lo que implora no es la ciencia de los antiguos o la reviviscencia de sus glorias ya fugadas, sino el “templo del amor”:
Sigo contemplando la iglesia y el palacio, las ruinas
y las columnas, como un hombre sensato aprovecha el viaje
de la manera más fina. Pero todo acabará pronto;
entonces habrá un solo templo, el templo del amor,
que reciba a los iniciados. Aunque eres un mundo, oh Roma,
sin amor ni el mundo sería mundo, ni Roma sería Roma.
(Elegías Romanas, primera elegía, Breve Fondo Editorial, México D.F. 1994)
El propio romanticismo, sin embargo, fue consciente de que con su ocaso se cernía una especie de crepúsculo definitivo sobre toda posibilidad de que amaneciera una flamante edad dorada. El espíritu que vivificó Atenas, el Renacimiento italiano y el romanticismo, esa “fe” en un fin en sí, capaz de orientar la vida individual y colectiva, se desvanecería inexorablemente, como fruto marchito del más hermoso de los árboles que brotó sobre la faz de la Tierra. De hecho, resulta difícil pensar que haya despuntado de nuevo una época de tanta fecundidad creativa como las que acabo de mencionar. Metas como la sabiduría, la belleza y el amor ya no se han contemplado con tanta pureza, porque ha cundido la sospecha de que constituyen, en realidad, ilusiones vacuas, fantasías consoladoras, “imposibles metafísicos” enredados en esa sutil tela de intereses concatenados que todo lo entrelaza. Sólo prima la voluntad de poder, el anhelo irredento de dominio, de autoafirmación, por lo que no se vislumbra nada límpido, nada auténtico, ningún fin en sí más allá de esa vida poderosa que se sirva a sí misma. La imbatible marcha del proceso de “racionalización”, de “desencantamiento del mundo”, de desmitologización de todas las esferas la existencia, parece subsumirnos, irrevocablemente, en la frialdad de lo “positivo”, de lo objetivo, de un intelecto que ya no puede aspirar a trascender más allá de “lo dado”, si no es en el arte y en la imaginación.
De la nostalgia ante el atardecer de lo romántico se hace eco, con gran profundidad, Max Weber en su célebre estudio sobre el influjo del ethos protestante en la génesis del capitalismo (tan determinante, como demostrara este sociólogo alemán, en la consolidación de la tendencia racionalizadora en la cultura occidental): “A decir verdad, la idea de que el trabajo profesional moderno posee carácter ascético no es nueva. Es lo mismo que quiso enseñarnos Goethe desde las cimas de su profundo conocimiento de la vida, en los ‘Wanderjahren’ y en la conclusión del Fausto, a saber: que la limitación al trabajo profesional, con la consiguiente renuncia a la universalidad fáustica de lo humano, es una condición del obrar valioso en el mundo actual, y que, por tanto, la ‘acción’ y la ‘renuncia’ se condicionan recíprocamente de modo inexorable; y esto no es otra cosa que el motivo radicalmente ascético del estilo de vida del burgués (supuesto que, efectivamente, constituya un estilo y no la negación de todo estilo de vida). Con esto expresaba Goethe su despedida [Abschied], su renuncia a un período de la humanidad integral y bella [vollen und schönen Menschentums] que ya no volverá a darse en la historia, del mismo modo que no ha vuelto a darse otra época de florecimiento ateniense clásico. El puritano quiso ser un hombre profesional: nosotros tenemos que serlo también; pues desde el momento en que el ascetismo abandonó las celdas monásticas para instalarse en la vida profesional y dominar la moralidad mundana, contribuyó en lo que pudo a construir el grandioso cosmos del orden económico moderno que, vinculado a las condiciones técnicas y económicas de la producción mecánico-maquinista, determina hoy con fuerza irresistible el estilo de vida de cuantos individuos nacen en él (no sólo de los que en él participan activamente), y de seguro lo seguirá determinando durante muchísimo tiempo más” (La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo, Península, Barcelona 2008, 147-148).
Esta imposibilidad de revivir el “idealismo” de edades pasadas vendría ratificada por la visión científica del mundo, que para muchos se antoja desalentadora, pues revela que somos un producto tardío de una línea evolutiva, y moramos en una minúscula región de un vasto universo de casi catorce mil millones de años. En ese inmenso cosmos impera el silencio, el más estruendoso y sobrecogedor de los enmudecimientos: “le silence éternel de ces espaces infinis m’effraie” (Pensées, Classiques Garniers, París 2010, 1669), escribió Pascal en la aurora de una revolución científica que nos despojó definitivamente de cualquier viso de “centralidad” (a pesar de reconocer que nosotros ostentamos el mayor grado de complejidad, lo que, para no pocos, constituye una “recentralización”: “l’homme n’est qu’un roseau, le plus faible de la nature; mais c’est un roseau pensant”, proclamó también Pascal; op. cit., 1670).
Las conclusiones de la ciencia, analizadas sin ningún atisbo de veleidad poética o teológica, pueden parecer gélidas e incluso estremecedoras. Y, sin embargo, la ciencia no inspira sólo desazón, una profunda tristeza ante nuestra pequeñez en esta enormidad de espacios siderales: también nos exhorta a fascinarnos con la extraordinaria complejidad del cosmos, con la armonía de sus leyes que tanto intrigara a Einstein, y a agradecer el don de la vida. Quien se aventura a comprender el universo palpa también un poder creador, una fuerza de la que todo dimana y en la que todo desemboca, y se siente exhortado a ejercer al máximo su propio poder, su propio aliento creador, su libertad.
No debe avasallarnos la melancolía ante la contemplación de las glorias pretéritas y la añoranza de etapas “idealistas” ya perdidas en la noche de los tiempos, comosi fuera preferible no haber sido partícipes de los avances de la ciencia, de esa progresiva “racionalización” de todas las esferas de la vida, para así atisbar, también hoy, algo trascendente en el mundo y en la historia. Dirigir la vista a la serena magnificencia de las Cariátides, a la intensidad tan cautivadora de los frescos de la Capilla Sixtina o al sentimiento desaforado que exhalan los versos de Goethe no ha de infundir nostalgia, sino que debe exhortarnos a profundizar en la vida humana, en la comprensión de la historia y, sobre todo, en el examen de nuestras posibilidades de cara al futuro. No le faltaba razón a Hegel cuando sostenía que en la historia “se camina por las ruinas de lo egregio” (Lecciones sobre Filosofía de la Historia Universal, Alianza, Madrid 1997, 47). La historia ha de proseguir, ha de alzarse un futuro, una oportunidad rejuvenecedora de continuar enarbolando la bandera de la búsqueda de conocimiento, del anhelo sapiencial, para que también las generaciones venideras tengan algo que decir, puedan “vivir” plenamente su propia existencia y disponer de sus capacidades.
Lo importante es orientar el futuro y aprender a contemplar el pasado con hondura, pero el ineluctable tránsito del tiempo, el languidecer de edades majestuosas, no ha de apenarnos. Es responsabilidad humana, eso sí, preservar devotamente el legado que hemos recibido, y reconquistar, como pedía Goethe, lo que nos ha sido dado. Dilthey concebía en ese “cuidado” del pasado la clave de la vocación humana (J.-F. Suter, Philosophie et Histoire chez Wilhelm Dilthey. Essai sur le Problème de l’Historicisme, Verlag für Recht und Gesellschaft AG, Basilea 1960, 85-186).
Hemos de evocar un pasado que nos ayude a todos a “custodiar” el legado histórico que nos une como humanidad. Debemos contribuir a crear un espacio donde sea posible reflexionar sobre las cuestiones últimas, donde quepa presagiar algo límpido, libre y auténtico detrás de la madeja de intereses, de voluntades insaciables de poder, de ansias de avasallamiento, que oscurecen todo vislumbre de sabiduría, de amor, de belleza, de ese triunvirato de pureza que jamás cesará de invitarnos al entusiasmo, a la fascinación, a la entrega, a la consagración de la vida a recorrer sus nobles sendas.
Fuente: http://blogs.periodistadigital.com/carlosblanco.php/2012/03/23/tres-edades-doradas-de-occidente
24 de marzo de 2012