El filósofo y periodista alemán Wolfram Eilenberger firma una de las mejores historias del pensamiento contemporáneo que se han publicado en los últimos años
Ocurrió en Cambridge en 1929 y fue el examen oral de doctorado más extraño de la historia de la filosofía. En el tribunal examinador se sentaban dos luminarias: Bertrand Russell y G. E. Moore. El estudiante que comparecía ante ellos era un exmilitar austriaco de 40 años que llevaba diez trabajando como maestro de escuela. Sus inicios habían sido fulgurantes, legendarios, pero, tras publicar su primera obra, decidió “haber resuelto definitivamente todos los problemas del pensamiento”, regaló su fortuna familiar y desapareció para ganarse la vida “con un trabajo honrado”. Ahora, ya cuarentón, no tenía medio de vida alguno y se presentaba ante aquellos examinadores que tan bien le conocían y le observaban intrigados. Pero se trataba de un examen, el alumno había presentado como tesis doctoral precisamente aquel mítico y muy oscuro primer libro suyo, y estaban obligados a hacerle preguntas al respecto. ¿Qué había querido decir exactamente aquí? ¿Y aquí? ¿Y aquí? El examinado intentó explicarse, balbuceó, sudó… pero nadie nunca había expresado ideas semejantes a las suyas, ¿a santo de qué seguir esforzándose? Harto, Ludwig Wittgenstein se levantó, se acercó al estrado, dio unas palmadas en el hombro a Moore y a Russell y pronunció esa frase con la que desde entonces sueñan todos los estudiantes de filosofía que defienden su tesis: “No se preocupen, sé qué jamás lo entenderán”. Le aprobaron, claro. ¿Qué otra cosa podían hacer?
No es habitual leer libros sobre filosofía narrados con la fuerza y el sentido de la maravilla de una epopeya mítica. Pero tal es precisamente el deslumbrante logro del filósofo y periodista alemán Wolfram Eilenberger en ‘Tiempo de magos. La gran década de la filosofía 1919-1929’ (Taurus). Cuatro pensadores tan explosivos como inhóspitos se sientan a la mesa de este banquete filosófico como cuatro nigromantes invocando a los espíritus de la historia del pensamiento occidental… para después exorcizarlos de un zarpazo e imaginar algo completamente nuevo. Los cuatro son centroeuropeos, tres alemanes y un austríaco: Walter Benjamin, Martin Heidegger, Ernst Cassirer y Ludwig Wittgenstein. Los cuatro han alcanzado en la actualidad una estatura legendaria, como guardianes de un tesoro de ideas que ilumina nuestro presente sin que nadie haya sido capaz de explicar muy bien por qué. Hasta ahora.
Cuatro pensadores tan explosivos como inhóspitos se sientan a la mesa de este banquete filosófico como cuatro nigromantes
¿Qué ocurrió en aquellos excitantes diez años? La historia arranca en 1919, el año en que “el doctor Benjamin huye de su padre, el subteniente Wittgenstein comete un suicidio económico, el profesor auxiliar Heidegger abandona la fe y monsieur Cassirer trabaja en el tranvía para inspirarse”.
¿Qué es el hombre?
En 1919, el autor del ‘Tractatus Logico-Philosophicus’ es un joven trágico que ha visto cómo se suicidaban tres de sus cinco hermanos, que ha combatido en la Primera Guerra Mundial -y ha sido hecho prisionero- con osadía temeraria, siempre en primera línea de fuego, y que decide renunciar a una fortuna familiar de cientos de millones de euros. Cuando su querida hermana Hermione le replica que poner todo su talento a funcionar a medio gas como maestro de escuela es como usar un instrumento de precisión para abrir cajones, Ludwig Wittgenstein le contesta con otra símil dolorosamente hermoso: “Y tú, hermana, me haces pensar en una persona que mira a través de una ventana cerrada y no puede explicar los movimientos peculiares de un transeúnte; no sabe que fuera hay un vendaval y que a ese hombre acaso le cuesta mantenerse en pie”.
Ese mismo año, el judío Walter Benjamin deambula junto a su mujer Dora, su recién nacido hijo Stefan y su amigo Scholem por los cantones suizos con angustia creciente y sin blanca tras retirarle su padre su generosa asignación. Mientras tanto Martin Heidegger aprovecha la oportunidad, abandona el cristianismo, se casa con la protestante Elfrie y logra al fin, con la ayuda de su maestro Husserl, la ansiada plaza de asistente con sueldo fijo en la universidad de Friburgo. Ernst Cassirer, por su parte, judío como Benjamin y tal vez el personaje menos conocido y más entrañable de esta historia, frustrado por una carrera académica que no acaba de despegar, reflexiona en los interminables trayectos de tranvía a la Universidad entre el fuego de las ametralladoras en plena revuelta espartaquista en un Berlín de posguerra violento y miserable.
Como héroes de leyenda que pivotan entre la épica y la tragedia, las vicisitudes personales de los cuatro filósofos se suceden y alternan a lo largo de estas páginas al tiempo que asistimos al despliegue de su pensamiento desde un origen común -ofrecer una nueva y radicalmente honesta respuesta a la gran interpelación kantiana “¿qué es el hombre”?- para desembocar en muy distintos puntos de llegada.
El autor de ‘Tiempo de magos’ supera el reto casi inalcanzable de tornar inteligibles ideas arcanas y oscuras. Como a través de una colorida radiografía, emergen los distintos mapas mentales. Benjamin optará por una filosofía que encumbre como razón de ser la crítica artística, reflejo del autocuestionamiento continuo que caracteriza al ser humano. Wittgenstein asumirá que lo que verdaderamente dota de sentido a la vida y al mundo se encuentra fuera de los límites de lo enunciable y abandonará la filosofía. Heidegger, por el contrario, decidirá que no se puede ser otra cosa que filósofo y anunciará la buena nueva de una ciencia originaria del ser previa a cualquier descripción de lo dado. Y Cassirer, a la contra de los anteriores, repudiará toda esencia única y “mala metafísica” que pueda fundamentar el pensamiento y reclamará el valor del lenguaje y lo simbólico para dar cuenta de la naturaleza humana.
Lucha de titanes en la montaña mágica
Volvamos al principio. O al final. El 17 de marzo de 1929, Heidegger irrumpe en el salón de festejos del Grand Hotel Belvédere de Davos donde ha sido convocado para un debate en la cumbre con Cassirer, un choque de titanes entre dos concepciones de la filosofía. El aspirante ha publicado sólo dos años antes ‘Ser y tiempo’, tiene 39 años y un asiento reservado en primera fila pero él decide sentarse atrás junto a la tropa de asalto de estudiantes adeptos que le habían acompañado para hacer saltar por los aires el establishment filosófico. Cassirer le observa en silencio a sus 59 años, en el cénit de su fama y producción tras concluir su imponente ‘Filosofía de las formas simbólicas’. Estaba a punto de empezar “un acontecimiento decisivo en la historia del pensamiento o, como lo reseñó el filósofo estadounidense Michael Friedman, “una bifurcación esencial en la filosofía del siglo XX”. El título elegido por los organizadores del encuentro de Davos, en ‘La montaña mágica’ de Thomas Mann, no podía ser otro: ‘¿Qué es el hombre?’
El pobre Cassirer empezó con mala pata pues un gripazo le obligó a pasar en cama la mayor parte del Congreso mientras Heidegger se calzaba los esquíes diariamente para descender por las vertiginosas pistas de los Grisones alpinos junto a sus impetuosos estudiantes. Como todo conflicto generacional, el combate se decidió finalmente a favor del joven Heidegger en una oscura prefiguración de los tiempos terribles que estaban por venir. Porque, como resume brillantemente Eilenberg:
”Era previsible que la vieja pregunta de Kant acerca del hombre condujera, según se asumiera la respuesta de Cassirer o la de Heidegger, a dos ideales completamente opuestos de evolución cultural y política, tomar partido por una humanidad con iguales derechos formada por todos los seres que utilizan los signos [Cassirer] se oponía al coraje elitista de ser auténtico [Heidegger]; la esperanza de una domesticación civilizadora de las profundas angustias del hombre se enfrentaba a la exigencia de exponerse radicalmente a ellas; el compromiso con el pluralismo y la diversidad de las formas culturales contradecía el presentimiento de una inevitable pérdida de la individualidad en esa sobreabundancia; la continuidad moderadora se oponía a una voluntad de ruptura total y de nuevo comienzo”.
Tres años y medio después, al poco de ser nombrado rector de la Universidad de Friburgo el 1 de mayo de 1933 por el nuevo régimen nacionalsocialista alemán, Martin Heidegger escribe una exhortación a los estudiantes alemanes en un artículo periodístico: “Las doctrinas y las ‘ideas’ no deben ser la norma de vuestro ser. El Führer, y sólo él, es la realidad alemana de hoy y del futuro; él es su ley”.
Notas
@DaniArjo
14 de febrero de 2019