Es profesor de Recursos Humanos en la Universidad de Alcalá de Henares.
Si alguien ha meditado en el pasado siglo sobre la palabra y el silencio ese fue Heidegger en Ser y tiempo y después en su retiro de la Selva Negra, alejado de la algarabía y de las estridencias del mundo que tanto perturbaban también a nuestro Fray Luis de León y Pascal, como a cualquier persona que se precie de serlo. Y fue el pensador quien dejó bellamente escrito que el mandato del silencio surge precisamente cuando la lengua desfallece.
Y esto, nada menos, ha acontecido con el sonoro triunfo de la obra de Michel Hazanavicius justo en el entorno de un cine –reflejo de nuestro tiempo– donde los diálogos cada vez más empobrecidos se sustituyen o anulan por simples onomatopeyas o ruidos apenas ininteligibles, bajo una banda sonora torpe al oído. Como si el homo loquens hubiese ciertamente abdicado de hablar porque la palabra ya no significa nada a estas alturas de la vida y de la historia y no nos queda sino malbaratar nuestra capacidad fonética entre una sucesión de fotogramas sin argumento, que evocan el verso de Eliot en el que el mundo de hoy es “un montón de imágenes rotas”.
Y ante ello, ante el ocaso de la lengua que refleja la despersonalización del ser humano, The Artist se revuelve prodigiosa y paradójicamente con la sencillez del cine mudo y la nitidez del blanco y negro. La ironía –enorme– estriba en que nos cuenta mudamente el triunfo del cine sonoro a pesar de las resistencias y obstinaciones de su protagonista, George Valentin. Y me parece no haberse subrayado lo suficiente que el quid de la película reside precisamente aquí: en que en cierta manera –en mucha tal vez– nuestro protagonista tiene razón en su terquedad, como pensaban grandes directores provenientes del antiguo cine: Ford, Hitchcock, Von Stroheim, Lang Walsh, Chaplin.
Con la voz y el sonido –debido a la celda del micrófono– pierde el actor gran parte de su libertad y expresividad gestual y postural, esto es, su dominio de lo no verbal y por tanto su genuino valor como intérprete de cine y no de teatro. Y creo que todos convenimos en que el cine no es teatro filmado: luego la voz no es sino mero accidente del cual podemos en determinados momentos prescindir. Y The Artist resulta, así planteada, un inmenso momento silencioso que nos cautiva de principio a fin y donde no echamos para nada de menos el parlamento humano mientras que se nos pretende narrar la muerte del cine mudo… en una gran película sin voz, a modo de resurrección.
La tesis del director francés –en cuyo país tanto se estudia a Heidegger– resulta pues muy de nuestro pensador: el habla dificulta la comunicación y más cuando los vocablos están ya prostituidos al cabo de tanto uso y abuso. Por eso, en el callar de la película asistimos a su vez a la epifanía de una relación hondamente humana, como es la de Valentin y Peppy Miller. Y es que la persona se comunica con todo su yo corpóreo, más allá –o más acá– de la simple voz: porque acontece que lo verdaderamente importante en lo humano resulta inefable, como saben los poetas. Y en nuestra obra todo en su argumento y personaje es muy humano, como hace mucho que no se veía en una pantalla: por eso la comprendemos en su silencio tan intuitivamente bien. Y por eso en The Artist los registros no verbales –esa mirada, tal ademán, aquella postura– suponen tan suficiente carga comunicativa que somos capaces de seguir nuestra película muda sin ningún esfuerzo y sin echar de menos la palabra. Y su única secuencia sonora nos resulta en cambio cacofónica y fuera de lugar. ¿Mas, con todo y en el fondo, acaso no se están verdaderamente hablando Valentin y Miller de una forma realmente dialógica y por tanto restaurando la perdida plenitud del lenguaje, fieles al dicho de Heidegger de que “el resonar de la palabra auténtica sólo puede brotar del silencio”? ¿Y no será esta pequeña joya cinematográfica tal vez una especie de poesía –épica, lírica y elegíaca a un tiempo– filmada precisamente desde el “estatus del silencio”, allá donde fermenta el poema junto al ocaso de la palabra? Quizá por eso nos otorgue su visión tanto gozo y descanso como si fuera un balneario de convalecencia ante tanto ruido en torno.
Creo que algo muy parecido quería expresar Rilke en carta del 29 de octubre de 1903 al joven poeta Franz X. Kappus, cuando escribe que, con impresiones como la que nos regala la película, “uno puede resguardarse y recobrarse en gran medida del parloteo que lo rodea y aprende, despaciosamente, a reconocer las muy pocas cosas donde permanece algo de lo eterno y algo de lo solitario: aquello de lo que uno puede participar en silencio”. Y eso es precisamente lo que realmente nos es dado amar a los hombres. Como bien lo sabían George Valentin y Peppy Miller en esta muda historia de amor entrelazada con palabras sin lenguaje y silencios llenos de elocuencia. No dejen de disfrutarla silenciosamente.
Enviado por Anitzel Díaz Álvarez, en MILENIO:
El Artista
Es una película con un guión sencillo, pero este hecho no le quita brillo sino más bien lo contrario, y se apoya en una grandísima dirección que se encuentra perfectamente acompañada por una banda sonora de las que podríamos estar horas escuchando y unos actores que lo dan todo delante de la cámara. Como homenaje que es, los cinéfilos encontrarán en El Artista referencias cruzadas a otras películas en blanco y negro (como Cantando bajo la lluvia, El ciudadano Kane, El Ocaso de una estrella, Vértigo o Sunset Boulevard) y una novedosa recreación del lenguaje cinematográfico del pasado.
Detona la reflexión de la sencillez sobre lo grandilocuente. Una simple historia de amor, divertida y hasta cursi. Son las imágenes ( la estética en blanco y negro); las actuaciones y la música los protagonistas. El film, con este retorno al cine mudo invita al regreso a lo esencialmente humano.
Título: El artista.
Año: 2011.
Director: Michel Hazanavicius.
Guionista: Michel Hazanavicius.
Protagonistas: Jean Dujardin, Bérénice Bejo, John Goodman, James Cromwell y Malcolm McDowell.
@anitzel
Fuente: http://blogs.milenio.com/node/3741