Socialismo no es Estatismo

“El socialismo ha fracasado en todas partes”, se afirma hoy con frecuencia entendiendo como tal el modelo centralizado de los regímenes del llamado “socialismo real”.
Esta atribución semántica provoca que cuando se habla de “democracia económica” o de “control de los medios de producción por los trabajadores”,no se piense en otra cosa que en el Estado como patrón y amo absoluto de todas las riquezas, una confusión que ya desde el origen de este modelo llevó a algunos intelectuales a decir que los partidos socialistas carecen de un programa de emancipación del proletariado, como el escritor español Ramiro de Maetzu:“El Estado no es el obrero, sino el burócrata. La verdadera emancipación de los obreros sólo puede consistir en la toma de posesión de los instrumentos de trabajo por los obreros mismos, como piden los sindicalistas, no por los burócratas”[1].

Pero es el caso que los primeros teóricos socialistas, incluyendo al propio Marx, no sólo no concebían a los gobiernos como intermediarios de ese control, sino que incluso vaticinaban la disolución del propio Estado puesto que, como instrumento de represión clasista, estaría llamado a perder sentido al desaparecer las clases. Estatismo no es socialismo, sino una centralización que niega la sociedad civil, modelo irreconciliable con la concepción originaria del socialismo, el cual sería más bien socialización, es decir, libre participación de todos los sectores sociales en las actividades económicas sin intermediarios burocráticos.

El filósofo alemán J.G. Fichte alertaba contra este error de confundir la sociedad en sí “con esta especie particular de sociedad que se denomina Estado”, y señalaba que mientras la sociedad es un fin, el Estado es una organización superpuesta a la nación, llamada a aniquilarse: “El Estado es comparable a una vela que se consume a sí misma al dar luz, y que se apaga cuando llega el día”[2], una idea que quizás fuese el germen de la posterior concepción marxista de la extinción gradual del Estado en la sociedad socialista.

Cuando en Cuba se llevó a cabo la primera Reforma Agraria y se comenzaron a intervenir los latifundios, el nuevo liderato hablaba de entregar las tierras a los campesinos: “La tierra debe ser de quien la trabaja”. La Ley de Reforma Agraria proscribía el latifundio en su artículo 1 y establecía en sus Disposiciones Finales “la adecuada redistribución de tierras entre gran número de pequeños propietarios y agricultores”. Y cuando se intervinieron industrias, comercios y bancos, se dijo que se hacía en nombre de los trabajadores para que fueran “dueños de los medios de producción”.

De acuerdo a la concepción originaria marxista-leninista, la misión de una vanguardia de guiar el proceso de transición al socialismo, era sólo temporal. Dada la indefensión del proletariado, se requería la destrucción revolucionaria del Estado burgués que lo reprimía y su sustitución por otro que representara sus intereses, un instrumento de fuerza que le permitiera el cumplimiento de su misión, esto es, expropiar a la burguesía para luego hacer propietarios a los trabajadores. El Estado revolucionario, que en una primera etapa sustituía al Estado “burgués”, en una segunda estaba destinado, a su vez, a extinguirse en la medida en que el pueblo mismo adquiriese los instrumentos institucionales.

El Estado revolucionario, por tanto, se concebía como un medio para el traspaso de las riquezas de una clase social a otra, un instrumento para realizar esta transición en dos etapas:

1)Desprivatización: Expropiación de la burguesía, confiscación por parte del Estado revolucionario de tierras, industrias, bancos, comercios y otros medios de producción.

2)Socialización: Conversión del trabajador de proletario en propietario, delegando poco a poco todos estos bienes de producción en los colectivos laborales para el control directo de ellos en función de toda la sociedad.

Nadie puede negar seriamente – ni tiros ni troyanos – que el primer paso de esta transición se realizó hasta sus últimas consecuencias, porque todos los capitalistas y terratenientes fueron expropiados. La absorción de toda la sociedad por el Estado se llevó a cabo confiscando grandes unidades económicas en los primeros años del proceso revolucionario como latifundios (Reforma Agraria del 17 de abril de 1959), bancos, fábricas, edificios de apartamentos (Ley de Reforma Urbana en 1960) comercios (Ley 1076 en diciembre de 1962).

Pero lo que sí puede ser cuestionado es que la segunda fase llegara a realizarse. La “distribución de tierras” casi se limitó al reparto de títulos de propiedad de pequeñas parcelas ya ocupadas por aparceros, precaristas y arrendatarios, mientras que las inmensas extensiones de los latifundios fueron destinadas a la creación de granjas estatales. Y los directores y administradores de todas las empresas eran designados por nombramientos desde las altas instancias, con un sistema presupuestario nacional y una planificación económica donde, supuestamente, no escapaba a la dirección central ningún movimiento en la esfera económica del país.

En Cuba sólo se permitiría, por el compromiso inicial de que la tierra debía ser para quienes la trabajaran, la existencia legal de pequeños propietarios agrícolas cuyas tierras no excedieran el límite de 67,1 hectáreas (5 caballerías). Pero aun cuando no fueron confiscados, sufrieron una política de condicionamientos y excesivas regulaciones que frenaba su libre desenvolvimiento económico. Se ejercía, asimismo, el control crediticio a través de las llamadas Cooperativas de Créditos y Servicios (CCS). También se instrumentó una forma de control político: la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños (ANAP). La integración en estas instituciones, así como en las posteriores variantes de cooperativas controladas por el Estado, Cooperativas de Producción Agropecuaria (CPA) y Unidades Básicas de Producción Cooperativa (UBPC), se incentivaba mediante diversos beneficios, como el uso colectivo de instalaciones y servicios, el trámite global de créditos, mejores viviendas y acceso más fácil a los servicios de educación, salud pública y seguridad social. Pero implicaban numerosos condicionamientos.

No obstante, todavía hasta principios de 1968 muchos intelectuales y funcionarios dentro del proceso albergaban la esperanza de que finalmente la dirigencia en el poder definiera el curso del proceso por un cause genuinamente revolucionario y soberano. Pero en ese año, en una segunda etapa de confiscaciones, la llamada “ofensiva revolucionaria”, se confiscaron no ya a capitalistas y terratenientes sino a trabajadores independientes y cooperativas familiares: carnicerías, barberías, bares, tiendas de comestibles, lavanderías, e incluso hasta a los vendedores de las calles, los llamados “chinchales”, vendedores de fritas, heladeros, verduleros, etc, que hasta entonces no eran asalariados, sino dueños de sus propios medios laborales, pero que serían convertidos, a partir de ese instante, en empleados del Estado. Como consecuencia, las calles quedaron desabastecidas. Antes un caminante podía en cualquier cafetería, bar o bodega, ingerir fritas, croquetas, refrescos y a veces hasta batidos y helados. Después de la medida los estantes estaban completamente vacíos mientras el empleado dormitaba con sus codos sobre el mostrador.

El marxismo no proclamaba como meta la supresión de toda forma de propiedad privada, sino del Capital, interpretado como una relación social expresada en el salario, precio de la mercancía-fuerza de trabajo. Puesto que el objetivo del marxismo era convertir a los trabajadores en dueños de los medios de producción, lo que se estaba hacíendo en la práctica era marchar en sentido inverso a la ideología en nombre de la cual se estaban dando estos pasos. Aunque esta medida se dicta a nueve años del ascenso revolucionario al poder, esta orientación se revelaba ya desde el principio cuando una de las confiscaciones iniciales fue la del Hotel Havana Hilton, por entonces propiedad del sindicato de los gastronómicos.

Así, el curso tomado por estos procesos no ha sido el indicado por Marx, sino más bien el que señaló Hegel. Si para aquél el Estado era un producto circunstancial de la historia destinado a desaparecer con el desarrollo social, para Hegel era más bien el fin mismo de ese desarrollo tal y como lo expresara en Filosofía del Derecho. El Estado, como “encarnación de la divinidad en la Tierra”, estaba destinado a absorber todas las instituciones de la sociedad civil. “La acción del Estado consiste en llevar la Sociedad Civil, la voluntad y la actividad del individuo, a la vida de la sustancia general, destruyendo así, con su libre poder, éstas subordinadas, para conservarlas en la unidad sustancial del Estado”.

Al convertirse los latifundios en granjas estatales bajo la pretensión de identificar estas confiscaciones con socialización, el monopolio de las tierras no desapareció sino que sólo cambió su carácter, de privado a estatal. El propio Carlos Marx advertía en el tomo III de El Capital, que la estatización de las tierras no implicaba necesariamente el fin del latifundio y de la explotación del campesino: “Cuando no son terratenientes privados, sino el propio Estado, como ocurre en Asia, quien los explota directamente como terrateniente además de enfrentarse a ellos como soberano, coinciden la renta y el impuesto o, más bien, no existe impuesto alguno distinto de esta forma de la renta de la tierra. (…) El Estado es aquí el supremo terrateniente, y la soberanía no es más que la concentración de la propiedad agraria en escala nacional”. En este pasaje Marx añadía que en tales condiciones la dependencia no era sólo simplemente económica como en el latifundio privado, sino “relación de dependencia económica y política”.

Significativo sería el uso del concepto de “propiedad estatal” en vez de propiedad social en la terminología oficial como forma esencial en la sociedad socialista. Según los cursos académicos oficiales, de los dos tipos de propiedad social, la cooperativa y la estatal, esta última se consideraba una forma superior. La contradicción saltaba a la vista: ¿Cómo pretender que la propiedad social ideal fuera la estatal cuando los mismos clásicos marxistas habían previsto la abolición del propio Estado como fase desarrollada del socialismo? Para esto no había respuesta, al menos convincente.

Generalmente se piensa que el modelo actualmente vigente y el propuesto por la oposición tradicional son dos opciones diametralmente opuestas, porque para cada uno el proyecto contrario no es más que una transición a la inversa: en uno, una supuesta colectivización absoluta bajo dirección unipartidista; en el otro, la privatización en los marcos pluripartidistas. Pero las dos posiciones descansan sobre una base común. Ninguno altera lo esencial: el control monopólico de la propiedady de las opciones políticas, la ausencia de los trabajadores en la gestión de los procesos productivos y en la determinación real de los procesos electorales.

Un latifundio no deja de serlo porque se estatice o se privatice. El monopolio queda siempre intacto. No importa si el control monopólico se ejerce a través del Estado o de grandes consorcios. Sólo cambia su forma de control y apropiación. No se trata, por tanto, de privatizar o estatizar el control monopólico de las riquezas, sino de poner fin a ese monopolio en todas sus formas. La real alternativa de ese monopolismo bicéfalo sería su contrapartida, la participación económica de la ciudadanía, el socialismo democrático y participativo.

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[1] Ramiro de Maetzu: El Ideal Sindicalista, 1913. Artículos publicados en El Heraldo de Madrid.

[2] J.G. Fichte: El Destino del Sabio, vol. VI.
Fuente: http://www.kaosenlared.net/noticia/101170/socialismo-no-es-estatismo

SPAIN. Septiembre de 2009

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