Ahora que acabamos de enterarnos de que hay quien confunde el acento regional con el balbuceo incongruente o la glosolalia, es el momento de confesar que a mí me encantan los acentos peculiares y múltiples que pueden darse en una misma lengua: en eso estriba su grandeza.
Para quienes tenemos la inmensa suerte de visitar con frecuencia Iberoamérica, la diversidad de modalidades y tonos de nuestra lengua común es uno de los gozos menos desdeñables. Desde luego no me refiero solamente al acento de lo hablado, sino también al acento de lo escrito, perceptible gratamente incluso en los autores más cosmopolitas a este o el otro lado del Atlántico. En ocasiones no se trata sólo del acento nacional sino de un acento personalísimo, hecho de localismo, de resistencia ufana a lo local y de influencias padecidas por lecturas de otras lenguas. Hay casos excepcionales en que el acento inconfundible de un autor -convertido en estilo- es fácil de percibir en muchos otros que le siguen, incluso sin querer: por ejemplo, ¿cuántos escritores conocemos con un innegable y a veces demasiado cerrado acento borgiano?
Pocos acentos característicos encuentro más gratos y simpáticos -sin duda por razones obvias, nativas- que el de Pío Baroja. Leerle es como caldito de pollo reconfortante para mi viejo corazón atribulado. Fíjense: en El escuadrón del brigante, el cura Merino regaña a un faccioso que ha cumplido mal sus órdenes: “Otra vez no discurras, y lo que te se mande haz”. ¿Quién se atreve en el mundo de nuestras letras a escribir tranquilamente así? De modo que suele gustarme empezar el año envuelto en algo de Baroja, aprovechando que es uno de esos autores generosos de los que siempre quedan cosas nuevas por descubrir… o viejas por recordar, que también la desmemoria senil tiene usos positivos. En los inicios de este 2009 he disfrutado de uno de sus libros que es puro tocino de cielo de comienzo a fin: La ruta del aventurero, sexta entrega de las Memorias de un hombre de acción (Aviraneta sólo aparece de modo tangencial y enmascarado tras un seudónimo, como un Arsenio Lupin cualquiera). Un Baroja romántico a regañadientes, que es el único romanticismo que no empacha: de una agilidad irresistible, impresionista, con su mejor humorismo malhumorado y un instinto certero para intrigar sin efectismo al lector cómplice. Y cómo sabe adjetivar a veces, al paso y sin darle importancia: recuerdo a aquella morena que le inquieta en un albergue y de la que sólo importa saber que tenía “ojos subversivos”…
Algunos reprochan a sus novelas cierto descoyuntamiento de la trama, en la que cada elemento se agrega a los demás sin pretensiones de férrea consecuencia. Como la vida misma: decía Nietzsche que hay quien se empeña en diseñar la vida con métrica y rima, procurando que los últimos versos “peguen” consonantemente con los primeros, mientras que él prefería escribir su biografía en verso libre. También en esto Baroja es espontáneamente nietzscheano, aunque sin la megalomanía que a veces aquejaba al genial maestro. Sobre todo, sus narraciones dan impresión de soltura deslavazada porque no se empeña en almidonarlas con las dosis de engrudo verbal y conceptual que otros manejan con tanta largueza. Reconozco que cada vez soporto menos el engrudo novelesco, que goza de tanto predicamento entre la crítica y el público actual, incluso en géneros supuestamente populares: sólo les diré que me resultan somníferos Mankell o Le Carré (los argumentos de este último, que no son malos, mejoran en el cine porque ahí no cabe tanto el engrudo). Incluso me impacienta a veces un artista eminentemente superior a ellos como John Bainville. En una reciente entrevista, contaba Bainville su disgusto cuando tuvo que viajar en avión junto a un desconocido que leía uno de sus libros y le oyó murmurar “¡demasiadas palabras!”. No era yo, pero podía haber sido…
Después de refocilarme con Baroja paso al Dietario voluble, de Enrique Vila-Matas, no menos delicioso que cualquiera de sus obras mayores (¡qué suerte tienen los que no saben escribir mal, cuando tan fácil nos resulta a otros!). Encuentro una defensa de Baroja como “escritor de fuste” y también una reflexión sobre las moscas en la literatura. Y claro, rememoro la digresión teológica sobre las moscas que acabo de leerle a don Pío: “¿Hay algo más cristiano que la mosca? La mosca es constante, persistente, zumbona. A la mosca le gusta andar en las llagas, en el pus, en las basuras, como a los verdaderos cristianos”. Vaya por Dios…
Fuente: http://www.elpais.com/articulo/cultura/engrudo/elpepucul/20090120elpepicul_4/Tes
SPAIN. Martes, 20 de enero de 2009