Nos distinguimos de todos los demás seres, en el universo visible, por esa facultad humana -que denominamos razón- en virtud de la cual llegamos al conocimiento de lo universal y necesario. La ratio mide las cosas, como norma o proporción; delimita, sirve de patrón para precisar el ser de los entes y su orden. Se trata de una facultad, pero también de un principio de explicación inteligible de los entes.
Ciertamente la razón capta la realidad, pero se orienta como un conocimiento discursivo y, también, como un conocimiento intuitivo directo de las esencias (Wesenschau) y de sus conexiones esenciales en la conciencia con base ontológica. Santo Tomás distingue -dentro de la unidad- la razón superior, que alcanza las verdades superiores y que constituye la norma de sus acciones; y la razón inferior vertida hacia las cosas temporales. Ambas -advierte el aquinatense- “se refieren a nuestra inteligencia de tal modo que una de ellas es un medio para alcanzar la otra” 1. Más que de dos razones, cabe hablar de una sola razón que tiene la facultad de obrar de distintos modos. Facultad de la mente, pero también exigencias eidéticas para encontrar verdades. Todo ello se da entrelazado.
Nuestra razón es una razón finita, limitada. Pero como no conocemos a priori esos límites, proseguimos razonando siempre, indefinidamente, y razonamos para la vida y para lo que hay más allá de la vida. Se habla de una razón vital, de un raciovitalismo que integra la vida con la razón y la razón con la realidad. José Ortega y Gasset esboza un afán que va más allá de un mero programa. De lo que se trata es de arribar a lo concreto, pero eso no significa para mí que la razón vital tenga que convertirse en una razón histórica carente de principios intemporales. No tenemos por qué lamentamos del fracaso de la razón, sino del fracaso del racionalismo a ultranza. Lo que cabe hacer, una y otra vez, es depurar la razón de los excesos que le eran extraños. Además, cabe advertir que el hombre no es sólo animal racional, sino animal espiritual que es más que la mera razón raciocinante. Soy un sujeto cognoscente, un sujeto comportante, un sujeto valorante y un sujeto creyente; en suma, soy un espíritu encarnado. La razón nos lleva a dominar lo real, a reducir el efecto a la causa, la multiplicidad a la unidad, la opacidad de las cosas a la transparencia del mundo inteligible de la lógica. Los postulados de la racionalidad resultan insoslayables cuando el hombre trata con la realidad a fin de comprenderla y dominarla. Los mejores pensadores de nuestro tiempo han ido más allá del racionalismo clásico y moderno, sin abdicar de la razón para caer en un irracionalismo que a la postre nos lleva al caos. Nuestros razonamientos se fundan en el principio de razón suficiente -descubierto por Leibniz- en virtud del cual consideramos “que ningún hecho puede ser verdadero o existente y ninguna enunciación verdadera, sin que haya una razón suficiente para que sea así y no de otro modo.” (Monadología, No. 32). La necesidad de un algo, razón o causa, que dé razón a priori de una existencia y de sus formas, puede entenderse de diversas maneras: principio general referido al hecho de la necesidad de una razón determinante para todos los entes reales o ideales; principio restringido aplicable al ser real que requiere una razón determinante por la cual su existencia es considerada tal existencia. Schopenhauer presentó en 1813 su tesis doctoral sobre la “Cuádruple raíz del principio de razón suficiente”, distinguiendo entre:
1) El principio de la razón suficiente del devenir;
2) El principio de la razón suficiente del conocer;
3) El principio de la razón suficiente del ser;
4) El principio de la razón suficiente del obrar.
Hay en este estudio una multivosidad del principio que se presenta, a veces, con un carácter marcadamente ontológico; y otras en un aspecto lógico más superficial. En todo caso, lo que importa destacar es la base del principio genuinamente lógico en “la conexión interna que la verdad de un juicio tiene por un lado, con el juicio; por otro, con la razón suficiente”. Consiguientemente, Pfánder advierte que el principio de razón suficiente se aplica al juicio y a la condición de su verdad. De esta manera se apunta, en el fondo, la posibilidad del ser verdadero del juicio. Cabe decir, también, que el principio de razón suficiente, en su magnitud inequívoca lleva a la necesaria fundamentación.
Por la razón hacemos ciencia.
En el concepto clásico greco-latino, ciencia es tener juicio de las cosas por sus causas. El saber científico se distingue del saber vulgar por constituir un tipo de saber explicativo. En los tiempos modernos se ha introducido un nuevo concepto de la ciencia. Según la definición positivista formulada por Berthelot, la ciencia “no persigue las causas primeras ni el fin de las cosas, sino que procede estableciendo hechos y uniendo los unos a los otros por medio de relaciones inmediatas. El espíritu humano comprueba la verdad de los hechos por la observación y la experiencia. Así se forma la cadena de estas relaciones que cada día se extiende más por los esfuerzos de la inteligencia humana y que constituye la ciencia positiva”. Para los positivistas el saber se limita a lo fenoménico y la ciencia se circunscribe al análisis de los fenómenos para descubrir sus leyes efectivas, absteniéndose de averiguar el modo de producción esencial. Lo ultrafenomenal es campo vedado. Ahora bien, un simple catálogo de leyes no puede ser ciencia. La ciencia pretende algo más, aspira a brindar una explicación de lo real precisando las causas productoras de los fenómenos. Como bien dice Oswaldo Robles “un puro saber de relaciones es la magia, pero no la ciencia. La magia anuncia relaciones constantes, dice, que puesto tal antecedente aparece tal consecuente. Pero noindica la trabazón, la secuencia, la relación causal 2. La ciencia persigue la causa, la realidad antecedente productora de la realidad consecuente; se trata de explicar con certeza. Claro está que la explicación presupone la identificación, la equivalencia, bajo ciertas relaciones. Los fenómenos son explicados al identificarse con sus antecedentes. Pero la búsqueda de las causas no desplaza la legalidad de los fenómenos naturales. Además, la causalidad científica no es exhaustiva. Lo irracional -límite para el conocimiento científico- escapa a la identificación y a la explicación. La naturaleza del fenómeno es, esencialmente, la transitoriedad. Esa evanescencia hace que el fenómeno sea irreductible a la identificación total.
El principio de causalidad sólo se comprende cabalmente cuando se formula de acuerdo con las nociones metafísicas de potencia y acto. En este sentido cabe decir que el principio de causalidad implica un análisis de tipo eidético y no puramente fáctico. En el plano hipotético de la ciencia sólo tiene un valor relativo. Para que pueda realizarse un efecto determinado, es preciso que la causalidad determinada no se modifique por otras causalidades interferentes. Cabe anunciar científicamente el principio de causalidad, tal como lo apuntó el pensador belga George Hostelet: “En las mismas condiciones, a tal grado de aproximación de las observaciones, la misma causa produce los mismos efectos”. El resultado último es que no hay efecto sin causa. Si la determinación de los fenómenos no se sigue necesariamente, sino como una consecuencia estadística del conjunto de causalidades posibles, la causalidad sigue conservando en sí un valor absoluto. Porque la constancia estadística encuentra su razón de ser en la relación de dependencia que el conjunto de fenómenos accidentales tiene por parte de la causalidad esencial de algo sustancial. En el caso de la micro-física y de la mecánica de los quanta, hay indeterminismo y aproximación estadística sólo en las mostraciones accidentales, en el plan fenoménico. Pensamos que la causalidad en el orden eidético tiene un valor absoluto aunque no exija, en el plano de los fenómenos, en el ámbito fáctico, un determinismo riguroso. Ciertamente no estamos en posibilidad, por ahora, de controlar las causalidades inferentes; de ahí que no podamos afirmar categóricamente el efecto de una causa puesta. Pero de este estadio de la ciencia no se sigue que la determinación causal sea imposible, ni tampoco que la ciencia se limite a relacionar fenómenos sin preocuparse de lo ultrafenomenal, de la explicación de lo mostrado. Es posible adoptar una posición intermedia entre el determinismo absoluto y el indeterminismo relativista. Louis de Broglie advierte que hay casos puros en el orden empírico o fenoménico, donde podemos controlar la interferencia y las causalidades intermedias, con exacta previsibilidad; pero hay otros casos en que este control resulta imposible y nos encontramos con un margen de contingencia que nos impide alcanzar la causalidad absoluta y esencial. La escuela de Viena ha cometido el error fundamental de desconocer lo absoluto de la causalidad en el ámbito eidético y de relativizar el principio en función de la experiencia física.
El conocimiento científico -no hay que olvidarlo- se nos presenta como un sistema de ideas establecidas hasta que no se demuestre su error. La investigación científica manifiesta su actividad produciendo nuevas ideas en el ámbito de la ciencia formal o en el dominio de la ciencia fáctica. Pero aún el conocimiento científico fáctico trasciende los hechos, porque produce nuevas hechos y los explica. Al conocimiento científico no le basta con limitarse a describir la experiencia; pretende racionalizarla.
Toda ciencia fáctica es analítica, especializada, clara, precisa, comunicable, verificable, metódica, sistemática, legal, explicativa, predictiva, abierta y esquemática. Los hechos singulares quedan ubicados en pautas generales. Esto quiere decir que la variedad, y aún la unicidad en algunos aspectos.
En el concepto clásico greco-latino, ciencia es tener juicio de las cosas por sus causas. El saber científico se distingue del saber vulgar por constituir un tipo de saber explicativo. En los tiempos modernos se ha introducido un nuevo concepto de la ciencia. Según fa definición positivista formulada por Berthelot, la ciencia “no persigue las causas primeras ni el fin de las cosas, sino que procede estableciendo hechos y uniendo los unos a los otros por medio de relaciones inmediatas.
La creencia es necesaria para salvarse. Si cada hombre se metiese a averiguar por su propia cuenta lo que Dios ha dicho, habría muy pocos creyentes. El hombre del pueblo se fía de su Iglesia, de sus teólogos. Pero el filósofo desecha de su consideración filosófica de la religión, cualquier posible entrometimiento de la psicología de la religión y de la ciencia comparada de las religiones son compatibles -principio ontológico que subyace a la investigación científica- con la uniformidad y la generalidad en otros aspectos. La ciencia es útil y valiosa como herramienta para colonizar la naturaleza para fines humanos y para remodelar la sociedad. Nos libra de la superstición mientras no caigamos en la superstición de la ciencia, esto es, en el cientismo. Por eso vale la pena tener presente que la ciencia es capaz de progresar porque es falible. “Un sistema cerrado de conocimiento fáctico, que excluya toda ulterior investigación, puede llamarse sabiduría, pero es en rigor -afirma erróneamente Mario Bunge- un detritus de la ciencia”. Un detritus de la ciencia puede ser la superstición y la estulticia, pero nunca la sabiduría. Las esencias universales realizadas en los individuos, en el mundo de la existencia concreta y sensible son objeto de la ciencia.
La fe es la libre aceptación de lo que Dios revela, porque Él lo revela y ni se engaña ni nos engaña.
Creer tiene que ser algo razonable y, en última instancia infalible, si tomamos en cuenta que Dios nos exigió la fe como medio necesario para alcanzar nuestro fin eterno, nuestra salvación. Puedo o no puedo creer. Mi adhesión a las verdades reveladas por Dios es libre. La revelación divina puede resultamos superlativamente obscura, misteriosa, difícil de entender, pero en la fe el motivo porque creemos estriba, precisamente, en que Dios nos ha comunicado la verdad. Mi acto de fe es, en este sentido, un fiarme de Dios, un honrar a Dios. Lo contrario sería desconfiar de Él, ofenderlo. Una vez demostrada la existencia de Dios, creer resulta el acto más razonable del entendimiento. Nacimos para la verdad, y cuando Dios dice algo, estamos más seguros de que es la verdad que cuando penosamente establecemos, con la sola luz de nuestra razón natural, las verdades científicas. Siendo infinitamente sabio y bueno, Dios no puede engañarse y engañamos. Bajo esta luz, es irracional e insensato negarle nuestro asentimiento a Dios.
La creencia es necesaria para salvarse. Si cada hombre se metiese a averiguar por su propia cuenta lo que Dios ha dicho, habría muy pocos creyentes. El hombre del pueblo se fía de su Iglesia, de sus teólogos. Pero el filósofo desecha de su consideración filosófica de la religión, cualquier posible entrometimiento de la psicología de la religión y de la ciencia comparada de las religiones. No son las vivencias individuales las que pueden fundar la religión, sino un objeto metafísico y trascendente.
El acto de fe tiene validez objetiva. Como acto psíquico es intencional. Desde Bretazo sabemos que ningún acto psíquico escapa a la intencionalidad. De esta manera el subjetivismo ha quedado sepultado en el panteón de las doctrinas filosóficas. Todo deseo es deseo de algo, todo pensamiento es pensamiento de algo; toda sensación es sensación de algo. Este objeto intencional del fenómeno psíquico no se puede confundir con el acto subjetivo. Una cosa es el acto de fe en su aspecto psicológico de vivencia, y otra cosa muy diferente es el objeto intencional en el cual recae. Manuel García Morente nos legó un maravilloso “análisis ontológico de la fe”, que nos vamos a permitir seguir -con cierta libertad -, en sus lineamientos fundamentales.
Para que haya acto de fe requiérese la confluencia del acto y del objeto. El acto lo pone el sujeto pensante. En cambio, el objeto lo halla el sujeto en sí. Si no hay objeto sobre el cual incida el acto, no hay tampoco acto de fe. Pero habiendo objeto, puede el hombre no querer verificar el acto de fe, y entonces el objeto se quedará sin acto. El acto consiste en asentir al objeto. Mientras que en el asentamiento del juicio a su objeto, la causa del asentamiento se halla en el carácter “evidente” que tiene el objeto, en el asentamiento del acto de fe el objeto se presenta como inevidente. Evidencia es la presencia integral del objeto ente mí, en mi intuición intelectual. El juicio cuatro y cuatro son ocho es evidente. Decir, en cambio, que Dios es uno en esencia y trino en personas es algo inevidente. Luego entonces, si afirmo el objeto inevidente debe ser por una causa extrínseca a dicho objeto. Ese elemento es la autoridad. Asentir al objeto evidente es un acto inevitable en el que no interviene la voluntad. El elemento nuevo del acto de fe, con respecto al juicio, es una persona que me lo dice y en quien yo confío: hace falta, pues, una declaración o una “revelación” que parta de otra persona y llegue a mí. Esa persona y su declaración han de poseer, empero, “autoridad”; es decir, que debe haber motivos y razones extrínsecas y generales que me impulsen a creer lo que declara esa persona, aunque ello no me sea evidente. El poder persuasivo de la revelación depende de tres factores:
1) de la persona declarante;
2) de la declaración misma; y
3) de la relación entre la declaración y la persona.
Independientemente de lo que concretamente se declare, una persona puede tener más o menos “autoridad”, o sea, dignidad de ser creída. Una declaración precisa, minuciosa, de líneas bien definidas, tiene mayor valor que una declaración vaga, imprecisa y borrosa. Estas relaciones estructurales -fenomenológicas- entre la fuerza persuasiva de la declaración y sus circunstancias personales intrínsecas constituyen la base esencial de la llamada crítica histórica. Autoridad absoluta será una autoridad que: 1° no puede concebirse otra mayor; 2° no puede cambiar -aumentar, disminuir, alterarse cuantitativa ni cualitativamente- por ninguna circunstancia intrínseca a la declaración o extrínseca a ella. Dios es el declarante de autoridad absoluta. Luego, primero: no puede declarar nada que sea en sí contradictoria; segundo: a las declaraciones de su autoridad absoluta no podemos asentir con menos que con un crédito o fe absolutos. Con esto tenemos ya una base para la clasificación en actos de fe religiosa y actos de fe humana, según que sea Dios o sean los hombres los declarantes. Si tomamos en cuenta las modalidades de la “ausencia” que caracterizan a los objetos evidentes, tendremos esta clasificación cuadripartita: ausencia en el espacio, cuando el objeto no está en el lugar en donde yo estoy; ausencia en el tiempo, cuando el objeto no está en el momento en que yo estoy; ausencia mental accidental, cuando el objeto no está accidentalmente en el área de mi capacidad intelectual; y ausencia mental esencial, cuando el objeto por su esencia misma no puede estar en el área de mi capacidad intelectual. Esta última clase de objetos que están ausentes con ausencia “esencial” no puede llegar a estar presente en ningún intelecto humano, ni ha estado presente en ninguno nunca. Todo acto de fe humana es susceptible de comprobación o demostración, que lo convierte enseguida en juicio evidente de razón. Por eso el acto de fe perfecto, el acto de fe auténtico, es el único acto de fe que verdaderamente merece este nombre y es el acto de la fe religiosa 4. Entre la fe humana y la fe cristiana, sólo hay de común la aceptación libre de las afirmaciones de una persona. Pero al utilizar este concepto, en su sentido más general, refiriéndolo a la fe cristiana, sólo puede aplicarse por analogía. Porque en la fe cristiana es Dios mismo el que es creído, a Quien se cree y en Quien se cree. La manifestación de Dios a la persona humana interpela a todas las dimensiones del hombre, las orienta y obliga en dirección a Él. Dios se comunica al revelarse como amor y como meta sobrenatural última, única y absoluta, que colma y desborda todas las esperanzas del hombre.
Con la fe se opera una metanoia por parte del hombre. Lo que antes parecía imposible, se puede esperar de Dios. La fe es algo más que la mera confianza: se trata del acto de asentimiento frente a lo revelado y lo prometido por Dios. Y este acto es obra de la Gracia Divina en nosotros, comienzo de la salvación y fundamento y raíz de toda justificación. Pero sin obras -sin esperanza y sin amor- la fe es algo muerto. Teológicamente la fe es un don gratuito y sobrenatural que nos obliga a prestar homenaje total de nuestro entendimiento al Dios que revela. Como acto de la inteligencia, la fe tiene sus preceptos llamados preambula fidei:
a) juicio de credibilidad de la razón sobre el hecho de la revelación;
b) juicio de la razón sobre el deber del creer, esto es, un acto de conocimiento sobre los preambula fidei propiamente dichos;
c) acto libre de la voluntad que impera o no impera el asentimiento intelectual, puesto que el motivo de la fe no obliga con evidencia,
d) asentimiento de la razón misma como acto propio de la fe.
Sobrenaturalidad, razonabilidad y libertad son características esenciales del acto de fe. Decir que la fe es cierta y segura no quiere decir que no pueda haber duda psicológica o impugnación. Lo que importa es el decidirse por Dios con toda firmeza independientemente del grado de claridad con que Él se presente-, decidirse por la veracidad de su testimonio que no admite norma ni dirección alguna distinta de Él mismo. Como virtud, la fe es un hábito sobrenatural infuso.
Lo esencial en el acto de la fe es el encuentro personal que se ha tenido con Dios. Esa experiencia está implícita en muchas de nuestras vivencias, aunque a veces conozcamos a Dios sin reconocerle. Por eso hablamos del “Deus absconditus”. Entre la trastienda de todo lo que hay de esencial en la esperanza profunda de cada quien, surge Aquel que es en cada quién más que cada uno. Es decir, que cuando cada quien entra en sí mismo y busca algo en que apoyar su existencia en todas sus opciones fundamentales, se da cuenta, con San Agustín, de que encuentra más allá de sí mismo algo sobre lo cual puede apoyarse, asirse, algo sobre lo que puede fundamentarse para que la vida cobre sentido. Hablo de relaciones entre el Dios vivo y la persona viva, más allá de los discursos teológico s que a veces nos dan la impresión de algo artificial y meramente conceptual.
Los evangelistas presentaron a Cristo -vida y obra- a los hombres de su tiempo desde el punto de vista de la fe, sin reparar en descripciones físicas, en cronologías detalladas y en descripciones biográficas. Se trata de transmitir datos que sustancial y radicalmente son históricos para utilizarse en la predicación y en la enseñanza. La civilización de aquella época era una civilización de estilo moral. La fe de un cristiano del siglo XX puede y debe ser una fe ilustrada, una fe que resista el fuego de la crítica. No hay razón alguna para que nuestra fe de hombres de nuestro siglo sea menos firme que la fe que tuvieron los hombres hace diez siglos. El lenguaje no es constitutivo de la realidad, sino la realidad es la que dota de significación al lenguaje. Nos interesan, en definitiva, las cosas, más que las palabras. Cristo se comportó como quien tenía autoridad suma. Modificó la Ley. Se atribuyó un poder divino ante un pueblo -el judío- que condenaba toda pretensión del hombre a hacerse Dios. Los judíos contemporáneos de Jesucristo no tuvieron otra opción posible que creer en Él o condenarle. El problema de la divinidad de Jesús nos compromete terriblemente. Los acontecimientos realizados en Jesucristo no son sucesos aislados, sino tiempo supremo de algo que comienza en los orígenes del mundo humano y que continúa sacramentalmente entre nosotros. Vivimos dentro de la historia sagrada, creyendo que Dios crea, salva, juzga y nos insta a dar testimonio de Él.
Podemos progresar indefinidamente en la fe. La fe no limita la investigación científica. La fe agrega un campo más de investigación, al ampliar las dimensiones de la realidad. Lo que tenemos que explorar por nuestra fe es infinitamente más amplio que lo que habría de explorar una inteligencia, en el ámbito científico, que se limitase a conocer solamente el cosmos material, el universo de la física matemática y de las ciencias naturales. La investigación científica no puede impugnar la realidad, la existencia de las cosas. Supone cierto número de fenómenos, penetra en la naturaleza de los fenómenos y hace un inventario progresivo de ese universo de la ciencia. Pero el universo de la ciencia es un descubrimiento progresivo de lo real que no contradice, en absoluto la exploración jamás concluida de esa realidad suprema que se nos dio de una vez para siempre y que llamamos Jesucristo. Se trata de la revelación de una dimensión nueva de la existencia. La ciencia jamás acabará de agotar el contenido del cosmos material. ¿Qué decir, entonces, de esa fe que encierra esa inmensidad inagotable que es Jesucristo? La ciencia humana no es más que una participación limitada del inmenso ámbito de la ciencia infinita de Dios. En Dios esta la fuente suprema y el origen de todo ser, de toda actividad y de toda belleza. En Dios está la razón suprema de todo progreso científico. El científico que arranca un nuevo secreto a la naturaleza, cuando es creyente, se reconoce deudor de quien le ha puesto en la mente, con la luz de la razón natural, un destello de Su sabiduría infinita. En conclusión: el origen de la ciencia divina y de la ciencia humana es uno mismo. Consiguientemente no puede ver oposición ni contradicción entre la teología y las ciencias especiales, entre la fe y la razón. Sobre la ciencia parcial y falsa, en oposición a la ciencia sincera y leal. Roger Bacon apuntó aquellas inolvidables palabras: “Pequeños sorbos de ella, apartan de Dios, pero bebida a largos tragos, conduce de nuevo Dios” (“Sermones Fideles”, XVI”). El método racional de investigación en todas las ciencias, se fundamenta en el principio de razón suficiente: Todo cuanto existe o sucede, tiene razón de ser; porque si no, no existiría ni sucedería. Esta razón de ser podrá ser más o menos fácil de encontrar, más o menos laboriosa de investigar; pero siempre existe y por eso se la busca. Todo puede ser objeto de investigación científica. De verdad de hecho en verdad de hecho arribamos, finalmente a la verdad necesaria. Todo cuanto existe, o es necesario o es contingente. Imposible que todos los seres que existen sean contingentes. Si todo hubiese sido contingente – lo contingente por definición es un “ens ab alio” – no hubiera habido nada. Es así que hay algo, luego hay un ser necesario, que tenga en sí mismo la razón suficiente de su ser; y a este ser le llamamos Dios: Luego Dios existe. Este es el argumento fundamental de la teología filosófica o teodicea que nos conduce a un primer conocimiento de Dios, partiendo de las verdades conocidas por las fuerzas de nuestro entendimiento. De esta conclusión se deduce que ese ser necesario tiene que ser acto purísimo, sin mezcla de potencialidad alguna, infinito en sus perfecciones, personal único. Vislumbramos así, sobre esta piedra fundamental el edificio del tratado filosófico de Dios que se hermana con la ciencia y que nos deja en los umbrales de la fe. El carácter de inteligibilidad de la fe -podríamos decir en fórmula agustiniana- tiene los límites en su carácter de inteligibilidad. El conocimiento metódicamente estructurado de la ciencia pase a la teología que investiga con la razón esclarecida por la fe. Pero el acto de fe mismo no se obtiene por la ciencia teológica sino por la gracia de Dios. Ciencia y fe son modos diversos -no antitéticos- de alcanzar la verdad.
El hombre es un ser pluridimensional complejo. Imposible conquistarle por medio de una simple dialéctica. Está dividido, inquieto y tenso. Sujeto a incertidumbre y riesgo, a dudas y cambios. Quiere y -aunque suene a contradicción- no quiere. Está necesitado de la ayuda que viene de lo alto, de la gracia. La apologética es una ciencia que llama a la puerta del espíritu humano -inteligencia, voluntad y corazón- para presentar las “cartas credenciales” -si cabe llamarles así- de Cristo-Salvador. Dios es amor y no puede crear sino por amor. Pero nos creó libres y respeta siempre nuestra libertad, sin constricción alguna. Por eso la apologética no puede tener la constricción matemática, porque requiere de nuestro asentimiento. Sin el amor no hay salvación. Jesucristo -discursos, actos, estilos de obrar, sufrimientos y muerte redentora- es ley suprema de sabiduría, ley suprema de amor.
Una apologética bien conducida debe abrazar la divina política de la divina providencia. Asedia el entendimiento humano sin violentarlo. Intenta convencer sin despreciar de antemano la negativa del sujeto libre. “Jesús quiere ganar las almas y los corazones por la persuasión, por la fuerza de las pruebas, por la belleza de la doctrina, por la mansedumbre de su espíritu, por el carácter único de toda su historia”, afirma finamente Monseñor Cristiani. En apologética no basta -como bien apunta el Cardenal Newmann- ir a Jesucristo con un mero asentimiento nacional, puramente verbal, sino que es preciso un asentimiento real, vivo, activo, operante; La inteligencia no está deseada. No es de extrañar el hecho de extrañamos que nuestro corazón esté dividido, turbado. Somos víctimas, a veces, de los prejuicios más obscuros. No siempre los cristales del alma están limpios. Ninguna apología puede iluminar el espíritu del hombre sin una preparación de su estrato cordial. Creemos en Jesucristo y en su revelación: Trinidad en Dios, Encarnación del Hijo unigénito, Redención por muerte en la cruz… y todo ello con una fe viva, operante, sin sombra de duda.
Hay muchos problemas en la vida presente y cotidiana, pero hay un problema que es el único que es necesario resolver. El problema de la salvación, del destino eterno. La apologética coadyuva en nuestra salvación, aunque no sea ella la que nos salva. Pero, ¿qué es la apologética? En los términos más claros y sencillos, cabe definirla como “la ciencia que tiene por misión demostrar la divinidad del cristianismo 6. La apologética como ciencia nace en el siglo XVI, reuniendo pruebas consagradas por el tiempo para integrar una totalidad racional, científica, sistemática. Las apologías -tan diversas y tan valiosas algunas de ellas- prepararon la apologética. Esa apologética que nos dice a la inteligencia y al corazón que es “razonable y obligatorio” creer. Con ella acaba el “fideísmo” que pide una creencia sin pruebas, una “fe de carbonero”. Nuestra adhesión a las verdades dogmáticas es razonable después de estudiada la apologética, pero el paso para creer lo damos nosotros. También para no creer. Hay una cierta franja de misterio en ese paso hacia la fe o hacia el ateísmo. Los pasos que vamos dando con el auxilio de la razón transcurren con cierto itinerario:
a) Existe un Dios personal infinitamente justo, sabio, poderoso y bueno, creador de las almas humanas y de todas las cosas; ese creador nos llama al amor y a la eterna bienaventuranza.
b) El auxilio de Dios, que puede venir a nuestras almas si queremos recibirle, ayuda a nuestra inteligencia y nuestra voluntad para aprender y aprovechar las certezas necesarias.
c) La revelación inmediata es dirigida a cada alma en particular, sin intermediario alguno; la revelación mediata se da por un representante de la Deidad, marcado con su sello, quien proclama a todo el mundo el favor gratuito que Dios le ha concedido.
d) El milagro es el sello que ostenta el Ser revelante con misión divina (sólo Dios puede hacer milagros).
e) Dios ha hablado al género humano en la revelación primitiva continuado por los profetas inspirados, y el depósito de la revelación culmina y se cierra definitivamente con Jesucristo que ha confiado a su Iglesia; Iglesia que presenta cuatro notas de su autenticidad única: Unidad, Santidad, Catolicidad y Apostolicidad.
Tratándose de nuestro destino eterno, no cabe una especulación pura. Ciertamente nos formulamos preguntas de primordial importancia: La vida ¿Tiene o no tiene sentido, una finalidad? ¿Va esa finalidad en la dirección de nuestro afán de plenitud subsistencial más íntimo? ¿Sintonizamos o no sintonizamos con la universal armonía de los entes? “O la apologética nos dice la verdad, o el mundo es absurdo”. Jamás se podrá formular dilema más formidable, advierte con toda razón Monseñor Cristiani.7 ¡No toques la única esperanza de todo el universo! Gritaba Tertuliano el gnóstico Marsion. Necesitamos rechazar y refutar los ataques de los adversarios incrédulos, e insistir en las pruebas fehacientes de la divinidad del cristianismo. Nuestra alma humana, naturalmente cristiana da su testimonio sobre la veracidad del cristianismo tan profundamente divino como humano. Las verdades se presentan articuladas: Jesucristo, el Mesías, anunciado por los profetas, declaró sin ambages que era enviado de Dios. Su afirmación esta respaldada por la trascendencia intelectual y moral de su persona, por los milagros y por las profecías. Luego entonces resulta razonable y obligatorio creer. Razonable porque Dios es verdad soberana y soberana sabiduría que sólo quiere nuestro bien y felicidad. Obligatorio, porque como advierte San Pablo “nadie se burla de Dios”. Hay credenciales ante los hombres y hay culpa si se desconocen las inequívocas señales.
Ni racionalismo teológico que pretende demostrar la fe por la simple razón, ni fideísmo tradicionalista que repudia la razón para abrazarse a una fe sin pruebas. Los creyentes tenemos preámbulos de nuestra fe, no somos crédulos sino creyentes. “Sólo por la apologética seria, reposada, pacífica, llena de caridad y de luz, se puede y debe propagar la fe católica. Cualquier otro método es erróneo y a veces criminal, advierte lúcidamente Monseñor Cristiani.
En el año de 1998 salió a la luz pública la carta encíclica “Fides et ratio” sobre las relaciones entre fe y razón. Ninguna encíclica, en la historia de las cartas encíclicas del pasado -como la de Juan Pablo II había abordado con tanta claridad penetración, equilibrio y sentido de la armonía. La carta encíclica esta estructurada en una introducción y siete capítulos:
1) La revelación de la sabiduría de Dios;
2) Credo ut intellegam;
3) Intellego ut credam;
4) Relación entre la fe y la razón;
5) Intervenciones del magisterio en cuestiones filosóficas;
6) Interacción entre teología y filosofía;
7) Exigencias y cometidos actuales.
Quisiera, en apretado resumen, destacar las ideas directrices de Juan Pablo I en torno a esta temática cuya importancia es de primera magnitud. En diversas partes de la tierra y en distintas épocas, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el itinerario de la existencia humana: “¿Quién soy?, ¿de dónde vengo y a dónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay después de esta vida? Hay una necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón humano. La Iglesia ha recibido como don de la verdad última sobre la vida humana: Jesucristo es “el camino, la verdad y la vida” (Juan 14,6). Para progresar en el conocimiento de la verdad y hacer cada vez más humana la existencia, la filosofía estudia las interrogantes y traza las respuestas, configurándose “como una de las tareas más nobles de la humanidad”9. A través de la actividad filosófica, la inteligencia humana, con toda su capacidad especulativa, ha ido estructurando una forma de pensamiento riguroso, dotado de coherencia lógica de las afirmaciones, con un carácter sistemático y orgánico de los contenidos. Hay una cierta “soberbia filosófica” cuando se “pretende erigir la propia perspectiva incompleta en lectura universal” 10. Un núcleo de conocimientos filosóficos esta constantemente presente en la historia del pensamiento. Baste apuntar los principios de no contradicción, de finalidad, de causalidad; la concepción de la persona como sujeto libre, inteligente, capaz de conocer a Dios, a la Verdad y al Bien; normas fundamentales comúnmente aceptadas. Todo ello es patrimonio espiritual de la humanidad. La filosofía constituye una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y para comunicar la verdad evangélica. Estamos orientados hacia una verdad que nos trasciende. El agnosticismo y el relativismo se mueven y se pierden “en las arenas movedizas de un escepticismo general”. Reafirmando la verdad de la fe se puede ofrecer a la filosofía un estímulo para que pueda recuperar y desarrollar su plena dignidad.
La revelación de la sabiduría de Dios tiene como depositaria de su mensaje a la Iglesia. Esa Iglesia itinerante que camina hacia la plenitud de la verdad, a través de los siglos y hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios. La razón ante el misterio advierte que la fe es la respuesta de obediencia a Dios.
El ser humano no viene descalzo de su camino. No todo es fruto de una conquista personal. El sabio “temor de Dios” nos hace reconocer su trascendencia soberana y su amor providente “La razón no puede vaciar el misterio de amor que la cruz representa, mientras que esta puede dar a la razón la respuesta última que busca” 1l. Creemos para comprender, es verdad; pero no es menos cierto que comprendemos para creer. Fe y razón interactúan, como existe esa interacción entre teología y filosofía. Razonamos hasta el final porque “en lo más profundo del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios 12. Sólo el hombre, en toda la creación visible es el único ser que es capaz no sólo de saber, “sino que sabe también que sabe”, por eso se interesa por la verdad real de los fenómenos. Bien dice San Agustín: “He encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que quisiera dejarse engañar” 13. Menester es discernir entre lo que es verdadero y lo que es falso para llegar a la objetividad. Es preciso, también que los valores elegidos y perseguidos durante toda la vida sean verdaderos, porque solo ellos pueden perfeccionamos en nuestra naturaleza. Lo que es verdad, debe ser verdad para todos y siempre. Lo que buscamos no es absolutamente inalcanzable. La creencia es más rica que la simple evidencia, porque incluye una relación interpersonal y pone en juego la confianza estable e íntima.
En el encuentro entre la fe y la razón existen etapas significativas.
El pensamiento clásico purificó las formas mitológicas que los hombres tenían de Dios. Fue tarea de los padres de la Filosofía mostrar el vínculo entre la razón y la religión. Los padres de la Iglesia acogieron plenamente la razón abierta a lo absoluto. La riqueza de la revelación fue incorporada a la razón. La razón pudo alcanzar el bien sumo y la verdad suprema en la persona del Verbo encarnada. Filosofía y revelación tienen elementos comunes y diferencias advertidas por la patrística. San Anselmo subraya el papel de la razón educada filosóficamente: Intelectus fidei. La fe no es incompatible con la búsqueda propia de la razón; más aún requiere que su objeto sea comprendido racionalmente. Santo Tomás advirtió que la luz de la razón y la luz de la fe proceden ambas de Dios. San Alberto Magno y Santo Tomás reconocieron la necesaria autonomía que la Filosofía y las ciencias necesitan para dedicarse eficazmente a sus respectivos campos de investigación, sin desconocer el vínculo orgánico entre la Teología y la Filosofía. El pensamiento patrístico y medieval realizó la unidad profunda de un conocimiento especulativo de máxima altura.
El pensamiento filosófico moderno se aleja progresivamente de la relación cristiana hasta llegar a contraposiciones tajantes, explícitas. La mentalidad positivista se aleja de la visión cristiana del mundo para quedarse con las potencialidades inherentes al progreso técnico, y con la lógica del mercado. El nihilismo es la consecuencia de la crisis del racionalismo. Filosofía de la nada sin esperanza ni posibilidad de alcanzar la meta de la verdad. Todo es fugaz y provisional. No hay compromisos definitivos. La sabiduría humana se ha ido reduciendo a mera parcela del saber humano. Se vive cada vez más en el miedo. Se contenta el hombre contemporáneo con la certeza subjetiva o la utilidad práctica. Entre la fe y la razón filosófica se ha ido dando una progresiva separación: “No es inoportuna, por tanto, mi llamada fuerte e incisiva para que la fe y la filosofía recuperen la unidad profunda que les hace capaces de ser coherentes con su naturaleza en el respeto de la recíproca autonomía. A la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón” 14. El magisterio eclesial, en cuestiones filosóficas, se presenta como diaconía de la verdad. “La Iglesia no propone una Filosofía propia, ni canoniza una Filosofía particular con menoscabo de otras”. 15 Aunque la Filosofía se relaciona con la Teología, procede según sus métodos y sus reglas, orientada hacia la verdad, con un procedimiento racionalmente controlable. El magisterio eclesiástico puede y debe ejercer su propio discernimiento crítico en relación con las filosofías y las afirmaciones que se contraponen a la doctrina cristiana y esto lo hace con autoridad y a la luz de la fe. Con cuanta razón exclama Juan Pablo I: “Ninguna forma histórica de Filosofía puede legítimamente pretender abarcar toda la verdad, ni ser la explicación plena del ser humano, del mundo y de la relación del hombre con Dios”.16 Por eso -digo por mi cuenta- los filósofos cristianos de vocación probada y definida tenemos la libertad y el compromiso de pensar hondamente, con rigor y congruencia, para estar-en-la-verdad y abrazamos a ella (amplexus veritatis). Ninguna desconfianza de las capacidades naturales de la razón puede darse en un auténtico filósofo. Por eso se ha censurado el tradicionalismo radical, el fideísmo. Pero tampoco cabe atribuir a la razón natural lo que es cognoscible sólo a la luz de la fe (racionalismo y ontologismo). Se da una cognoscibilidad natural de la existencia de Dios, principio y fin de todas las cosas. El Papa nos anima a los filósofos “a confiar en la capacidad de la razón humana y a no confiarse metas demasiado modestas en su filosofar” 17. No en vano me esforcé, pienso ahora, en dar a la luz pública un “Tratado de Metafísica-Teoría de la Habencia”; un “Tratado de Filosofía-Amor a la Sabiduría como Propedéutica de Salvación-” y varias obras filosóficas más. Es reconfortante sentirse consolado por una magnífica encíclica inteligente, comprensiva y estimulante. El interés de la Iglesia por la Filosofía se ha puesto ahora en mayor relieve con la encíclica de Juan Pablo II. “La renovación tomista y neotomista no ha sido el único signo de restablecimiento del pensamiento filosófico en la cultura de inspiración cristiana” 18. Varios filósofos católicos han elaborado obras de gran influjo y de valor perdurable. Nada tienen que envidiar a los grandes sistemas del idealismo. Hay quienes crearon una filosofía que parte del análisis de la inmanencia y abre el camino hacia la trascendencia; otros intentaron conjugar las exigencias de la fe en el horizonte de la metodología fenomenológica. Quienes se preparan a los estudios teológicos tienen que contar con una sólida formación filosófica, para enfrentarse algún día con las exigencias del mundo contemporáneo.
Hay una interacción entre teología y filosofía, entre la ciencia de la fe y las exigencias de la razón filosófica. “La palabra de Dios se dirige a cada hombre, en todos los tiempos y lugares de la tierra; y el hombre es naturalmente filósofo. Por su parte, la teología, en cuanto elaboración refleja y científica de la inteligencia de esta palabra a la luz de la fe, no puede prescindir de relacionarse con las filosofías elaboradas de hecho a lo largo de la historia… “. Advierte el Papa que todo hombre es naturalmente filósofo. Trátase, claro está, de una filosofía lato sensu, en sentido amplio. A la luz de un doble principio metodológico: El auditus fidei y el intellectus fidei, la Teología se organiza como ciencia de la fe. La Teología fundamental tiene la fisión de dar razón de la fe, de justificar y explicitar la relación entre la fe y la reflexión filosófica. Existen verdades religiosas cognoscibles naturalmente y, por consiguiente, filosóficamente. La fe puede y debe ser explicitada mediante una razón capaz de dar su asentimiento en plena libertad. A la Teología sólo puede servirle la verdad de la recta razón filosófica, y no las diferentes opiniones humanas. Una cultura nunca puede ser criterio de juicio y menos aún criterio último de verdad en relación con la revelación divina, afirma muy bien el Papa. El Continente Asiático, rico en tradiciones religiosas y filosóficas, puede ayudar con su patrimonio a la doctrina cristiana, siempre que se trate de elementos compatibles con nuestra fe: Universalidad del espíritu humano pese a la diversidad de culturas: herencia adquirida en lainculturación que conduce a la Iglesia por los caminos y tiempos de la historia.
La filosofía cristiana intenta abarcar todos los progresos importantes del pensamiento filosófico que no se hubieran realizado sin la aportación -directa o indirecta- de la fe cristiana. La virtud teologal de la fe libera la razón de la presunción. La Iglesia no toma posiciones sobre cuestiones propiamente filosóficas, ni impone la adhesión a tesis particulares, aunque recomienda la magnífica síntesis, síntesis medieval, que elaboró Santo Tomás. Pero, “en definitiva la revelación cristiana llega a ser el verdadero punto de referencia y de confrontación entre el pensamiento filosófico y el teológico en su recíproca relación. Es deseable pues que los teólogos y los filósofos -aconseja el Sumo Pontífice- se dejen guiar por la única autoridad de la verdad, de modo que se elabore una Filosofía en consonancia con la Palabra de Dios”.19 Entre las exigencias y cometidos actuales, cabe destacar el rechazo de toda forma de relativismo, del materialismo y de panteísmo. Hay que superar la crisis del sentido, la fragmentariedad del saber, la baraúnda de datos y de hechos sin principio unificador; la pluralidad de las teorías que fomentan dudas y desembocan en el escepticismo, la indiferencia o el nihilismo. La razón no puede quedar degradada y reducida a meras funciones instrumental es, sin ninguna auténtica pasión por la búsqueda de la verdad, por la sabiduría. La Filosofía debe encontrar “su dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida”, y esto es lo que yo he intentado hacer en mi “Tratado de Filosofía-Amor a la Sabiduría Como Propedéutica de Salvación-“. Pero hay algo más de enorme importancia: “la Palabra de Dios revela el fin último del hombre y da un sentido global a su obrar en el mundo. Por esto invita a la Filosofía a esforzarse en buscar el fundamento natural de este sentido, que es la religiosidad constitutiva de toda persona” 20. y se trata no de una Filosofía cualquiera, sino de una Filosofía de alcance auténtica mente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a lo absoluto, último y fundamental. El pragmatismo excluye el recurso a reflexiones teoréticas o a valoraciones basadas en principios éticos. El nihilismo niega la humanidad del hombre, el fundamento de su dignidad, su semejanza con Dios, para llevarle a la soledad o a una destructiva voluntad de poder. El Papa actual no niega el enriquecimiento de la Filosofía en diversos campos: La Lógica, la Filosofía del Lenguaje, la Epistemología, la Filosofía de la naturaleza, la Antropología, las vías afectivas del conocimiento, el análisis existencial de la libertad.
La “postmodernidad” sostiene erróneamente, en algunas de sus corrientes, que el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz. Incluso se niega la certeza de la fe. Se piensa erróneamente que el hombre, a manera de Demiurgo, puede llegar con sus solas fuerzas a conseguir el pleno domino de sus destinos.
El teólogo investiga la verdad, el Dios vivo y su designio de salvación revelado en Jesucristo. Conoce una verdad válida, sin postular que es fuente de intolerancia.
En conclusión, Juan Pablo II reconoce la importancia que el pensamiento filosófico tiene en el desarrollo de las culturas y en la orientación de los comportamientos personales y sociales, así como en la propia Teología con todas sus ramas. Nos exhorta a que la teología recupere su legítima relación con la Filosofía y a que la Filosofía, por el bien y el progreso del pensamiento, recupere su relación con la teología. “Mi llamada se dirige, además a los filósofos y a los profesores de Filosofía, para que tengan la valentía de recuperar, siguiendo una tradición filosófica perennemente válida, las dimensiones de auténtica sabiduría y de verdad, incluso metafísica, del pensamiento filosófico”.21 Y de modo particular, nos alienta a los creyentes que trabajamos en el campo de la Filosofía, a fin de que iluminemos los diversos ámbitos de la actividad humana con el ejercicio de una razón que es más segura y perspicaz por la ayuda que recibe de la fe. El hombre no es dueño absoluto de sí mismo. Consiguientemente no puede confiar sólo en sí mismo y en sus propias fuerzas. La iglesia invoca como Trono de Sabiduría a la Santísima Virgen que fue llamada a ofrecer toda su humanidad y femineidad a fin de que el Verbo de Dios pudiera encarnarse y hacerse uno de nosotros. La Filosofía presta su aportación -racional y crítica- a la Teología. Se trata de una comprensión de la fe que pueda ser fecunda y eficaz. El requerimiento, que procede de la verdad no hace,’ perder autonomía al ser humano; impulsa a la búsqueda de la más alta realización. Los monjes.: medievales llamaban a María “lo mesa in-telectual de la fe”. De ella nos puede venir impulso, pureza, amor.
Hay dos exclusivas del hombre que ningún otro ser ostenta en el universo visible: La razón y la fe. La razón como facultad principio de explicación de la realidad, nos explica muchas cosas, pero no nos explica todo. Nos sirve para expresar el discurso, para demostrar, para motivar, para seguir un método, para llegar a la verdad. Más allá del ámbito de la razón está la fe: Primera de las tres virtudes teologal es. Gracias a la fe como virtud creemos por la autoridad del Supremo Revelante las verdades supraracionales que constituyen los dogmas. Pero es necesario tener una fe operante. De nada aprovecha quedamos con una fe muerta. La fe ilumina el camino de la vida y da una certeza, para vivir, de mayor valor que la que puede ofrecemos la razón. Sin embargo, no vale menospreciar el pensamiento conceptual y discursivo. La fe, cristianamente hablando, es una adhesión motivada y confiada al misterio de Dios y de su maravilloso amor redentor. No se trata de una cosa ni de un sistema de conceptos o de verdades abstractas, sino de una persona: Dios uno y trino. Uno en esencia y Trino en Personas. Nos confiamos y nos adherimos -bendita confianza y bendita adhesión- a sus intenciones salvíficas. Y el sentido último de la verdadera Filosofía -he tratado con todas mis fuerzas de demostrarlo- no puede ser otro que el de una propedéutica de salivación. Propedéutica que realizamos con ese amor a la sabiduría que Dios ha derramado en nuestros corazones. Los filósofos Y los teólogos de nuestro tiempo, tenemos que enfrentamos con esa exigencia de sinceridad que nuestro mundo reclama ante tantas imposturas intelectuales. Sólo una fe, conscientemente asumida y abierta a todos los problemas de hoy y de mañana, puede ayudamos a ser lo que somos, a cumplir nuestro destino.
Notas de pie de página.
1.Santo Tomás de Aquino: “Summa Theologica” 1, q. 79, 9, Biblioteca de Autores Cristianos
2. Oswaldo Robles: “Propedéutica Filosófica”, Pág. 11, Librería Porrúa Hermanos, México, 1943
3. Mario Bunge: “La ciencia, su método y su filosofía”, pág. 36, Editorial Siglo XX.
4. García Morente y Zaragueta Bengoechea: “Fundamentos de Filosofía”, Lección XI, Espasa-
Calpe, S.A., Madrid, 1947
5. Monseñor Cristiani: “Nuestras razones de creer (sentido y eficacia de la apologética)”, pág. 2, Editorial Casal 1. Ball, Andorra, 1958
6. Monseñor Cristiani: Opus cit.
7. Monseñor Cristiani: Opus cit., pág. 20
8. Monseñor Criatiani: Opus cit., pág. 156
9. Juan Pablo I: “Fe y Razón Interacción entre Teología y Filosofía-“, pág. 8, 2a edición, Ediciones Paulinas, S.A. de C. v., México, D.F., 1998
10. Juan Pablo I: ibidem, pág.
13. San Agustín: “Confesiones”, X, 23, 33: CCL 27,173
14. Juan Pablo I: “Fe y Razón -Interacción entre Teología y Filosofía-“, pág. 58, 2a. edición, Ediciones Paulinas, S.A. de CV., México, D.F., 1998
15. Juan Pablo I: Opus cit. Pág. 59.
16. Juan Pablo I: Opus cit. pág. 61.
17. Juan Pablo 11: Opus cit. pág. 66.
18. Juan Pablo 11: Opus cit. Pág. 67.
19. Juan Pablo 11: Opus cit. pág. 88.
20. Juan Pablo 11: Opus cit. pág. 91.
21. Juan Pablo 11: Opus cit. pág. 113.
(1923-2006) Doctor en Filosofía y en Derecho, Doctor Honoris Causa en Ciencias Humanas. Autor de 30 obras literarias en las áreas de Filosofía, Derecho, Literatura y Educación, las cuales se han traducido a 7 idiomas, además era Presidente Honorario Vitalicio de la Sociedad Mexicana de Filosofía. Director del Centro de Estudios Humanísticos de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Regiomontano, fundador de la facultad de psicologia de la UANL, del posgrado de Derecho, director de la Facultad de filosofia y letras y fundador del Centro de Estudios Humanisticos de la misma maxima casa de estudios.
Fuente: Revista de la Sociedad Mexicana de Filosofía. Núm. 4
MEXICO.
Creo que la fe del católico basada en el amor a Cristo como primer paso y en el razonamiento posterior a todos los conocimientos adquiridos intelecutal y espiritualmente, conforman a un ser superior en razón e inteligencia, superior al que no es capaz de llegar al conocimiento sobrenatural, de Dios, al ateo.
Claro, soy una simple lectora.
Gracias.
uiiiii me encanta esta pagina por sus palabras y sus conceptualisasiones
gracias por estas ensenanzas nesecito saber mas sobre teologia
Estimados:
Los felicito por su página. Más que encontrar diferencias entre razón y fe, creo que interesa armonizarlos. Ciencia, filosofía y religión, ya se encuentran unificados en la ley natural de Dios; nos falta descubrir cómo. Con el tema del granito de mostaza, en su tiempo, Cristo sugirió que la fe era desarrollable y que el humano no había avanzado ni un Grano de Mostaza de todo su potencial.
Colocando en el Google: “Platón, alma” y resumiendo: “Alma es lo eterno más excelente que anima seres vivos, incluyendo humanos, animales y plantas”.
Si digo: “amo a Dios sobre los malos conceptos”, pero después sufro, y reniego de Él, necesito ampliar mi concepto Del Supremo, hasta que amar a Dios quede racionalmente más allá mis reniegos por accidentes o malas intenciones. La ampliación del enfoque puede traer dolores de parto, cuando implica re-plantear que El Todo tiene más dimensiones.
Ciencia ficción: Si Dios y las almas no están en la dimensión de nuestros cuerpos biológicos, ¿no estará Dios en una dimensión de existencia eterna, y nuestros cuerpos en otra dimensión, no eterna? ¿Serán sólo dos dimensiones? Habiendo tanta diferencia entre el hombre y Dios, ¿no nos faltará considerar aún más dimensiones, entre estas dos? ¿Qué tal si al morirnos cambiamos de órbita-dimensión, cediendo un cuerpo, así como un electrón que cambia de órbita, puede ceder un fotón? ¿Qué tal si al nacer, absorbemos un cuerpo biológico, para ser y estar con ese cuerpo, una órbita existencial más lejos de Dios?
Sin apostar a algo trascendente, apilaríamos piedra sobre piedra, como en la Torre de Babel, sin llegar jamás a cielo verdadero alguno.La verdad Es Dios, y Su ley natural. Acá abajo solo opinamos, pero no alteramos esa ley. ¿Qué parte de la sabiduría sobre la ley natural que maneja Dios representa todo escrito humanos sumado? ¿Un trillonésimo? ¿Deberíamos cerrarnos en el trillonésimo, como si ni Dios, pudiese enseñarnos algo nuevo, ajustado al tiempo actual? ¿Qué tanta sabiduría demuestra el que se cierra?
Un sabio no entregaría a trogloditas una botonera de bombas nucleares. ¿Quiere Dios que el ser humano descarte Sus mejores leyes naturales, por no estar en el libro X, entregado en tiempos oscuros, cuando ni palabras había, para expresar lo que todavía es inenarrable?
En la Biblia Jesús les dijo a sus discípulos: Por vuestra poca fe; porque de cierto os digo, que si tuviéreis fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible. Pero este género no sale sino con oración y ayuno. (Mat 17:19-21). La frase de Cristo podría perder misterio definiendo fe como “poder de interiorización transdimensional hacia Dios”.
¿Es solo una metáfora, eso de mover montañas? ¿Pistas? Indagando en nuestro interior, abriendo un poquito nuestra mente, quizá descubramos una pequeña montaña fácil de mover: El péndulo que usan los radiestesistas para buscar agua. El método de la colección gratuita de libros SFO para mover péndulos, parte por nombrar a Dios, pidiéndole Su energía para mover un péndulo suspendido, inerte, de nuestra mano. Lograrlo, usando como password el nombre de Dios que más nos agrade, implica, metafóricamente, entrar a navegar al Internet Cosmico Radiestésico. Un campo natural de información. El péndulo se mueve, porque Dios lo permite en Su ley natural, luego de nombrar Su santo nombre.
Quizá nos sentiremos menos aislados Del Supremo, si podemos interactuar de mejor manera con Su campo natural de información, el ICDD, o Internet Cósmico de Dios. Hace milenios, han encontrado agua enterrada en tierra árida, reverdeciendo campos. Primero con varillas o ramas. La frase de la montaña revela que para Cristo, en el potencial humano había mucho oculto. ¿No será que acá abajo hay tanto problema, porque estamos al inicio de la evolución espiritual, en la dimensión más alejada de Dios, por designio divino, porque en alguna parte debe comenzar esta evolución, sin la cual no tendría sentido que hubiese universo?
A quienes interese la fe como poder de interiorización hacia Dios, y que el péndulo radiestésico es una pequeña montaña fácil de mover, en EEUU hay una página Web, en un sitio seguro (Weebly): http://www.internetcosmico.com, donde se regalan libros. Bajar gratis el minicurso de radiestesia, R2-SFO, y las tablas, R4-SFO. Disculpen molestias y que les vaya bien.
Atte.: Alberto Brehme P.