El debate que hace unos años sostuvieron el sicólogo de Harvard Steven Pinker y el recién desparecido filósofo de Berkeley, Richard Rorty, sobre la existencia de una “naturaleza humana”, es en esencia una versión renovada del debate público que hace cuatro décadas enfrentó en Eindhoven a Noam Chomsky y a Michel Foucault.
La demarcación de lo innato versus lo adquirido ha preocupado a losfilósofos desde la época de Platón y los Sofistas y ha sido objeto de discusiones interminables a lo largo de la modernidad. Desde mediados del siglo XIX, el concepto fue cuestionado por Hegel y Nietzche, y duramente criticado por estructuralistas y posmodernos en el siglo pasado. Hasta hace unas décadas, el consenso generalizado entre académicos bien podría resumirse con la sentencia de Ortega y Gasset: “El hombre no tiene naturaleza, lo que tiene es historia”.
La controversia contemporánea se ha vuelto más compleja tras el florecimiento de las ciencias cognitivas, y suele dividir a los académicos en posiciones bien diferenciadas. Hay quienes creen que el debate naturaleza-entorno es una reflexión “superada”; otros lo juzgan inútil; y hay quienes lo consideran un sinsentido. De otro lado, está la posición más radical –generalizada entre humanistas– que descalifica de facto la posibilidad de que los humanos poseamos una naturaleza inherente, la cual se sintetiza en la sentencia de Montagu: “el hombre es hombre porque carece de instintos, porque todo lo que es y ha llegado a ser lo ha aprendido y adquirido de su cultura”.
Tienen razón aquellos que opinan que es estéril enfrentar el problema en términos disyuntivos, porque la dicotomía naturaleza-cultura es simplemente una manera incorrecta de plantearlo. Se equivocan, no obstante, al creer que la cuestión se resuelve afirmando que no es ni lo uno ni lo otro; o aceptando con desdén que quizá sea un poco de cada cosa. El problema de entender la interacción entre genes y entorno es harto complejo, y apenas comienza a dilucidarse. La cuestión ha servido de estímulo para el desarrollo de una fascinante área de investigación que involucra a sicólogos, científicos cognitivos, biólogos, genetistas y neurólogos, entre otros expertos.
No parece haber gran diferencia entre quienes se regodean en declarar el debate “superado” y aquellos escolásticos medievales que consideraban la pretérita discusión sobre la naturaleza de los cuerpos celestes una cuestión resuelta de manera definitiva por Aristóteles. En el contexto actual, y para dar un ejemplo, la disputa sobre el escaso porcentaje de participación femenina en áreas como las matemáticas o las ingenierías también habría sido “superada”, porque desde Anne Fausto-Sterling “se sabe” que el fenómeno se debe a prejuicios y barreras ocultas, pues, según el dogma oficial “las diferencia entre chicos y chicas no van más allá del código rosa o azul que la sociedad le asigna a cada individuo”.
Quienes se atreven a sugerir la existencia de una naturaleza humana encuentran una resistencia feroz, y son a menudo tildados de “seudocientíficos” y “racistas”. Esto no significa que no haya opositores respetuosos y reflexivos como Bunge, Lewontin, Gould o Kamin, críticos serios que han denunciado extrapolaciones y abusos indebidos de la sociobiología y la sicología evolutiva. O que no haya filósofos como Rorty, quien no tiene dificultades en coincidir con Pinker en que los genes pueden llegar a explicar algunos universales humanos, al margen de cualquier aculturación, pero dudan de que pueda construirse algo que pudiera llamarse con propiedad “una teoría de la naturaleza humana”.
Hay, no obstante, otra laya de contradictores –y pululan en las facultades de humanidades–, que incapaces de entender siquiera lo que significa una distribución normal, y mucho menos los métodos del análisis factorial, se ven impedidos para juzgar la confiabilidad de las investigaciones realizadas en las dos últimas décadas con miras a sopesar las influencias de los genes y el entorno. Estos personajes, sin el más mínimo barniz de sofisticación, creen que acudiendo a majaderías, como “tristes discursos cientificistas”, “reduccionismo superficial” o “sociobiología trasnochada”, descalifican lo que hoy constituye un sólido cuerpo teórico y empírico.
Una crítica honesta exigiría que las conclusiones de ese “cientificismo obsoleto” se analizaran con un mínimo de racionalidad. Por ejemplo, que por lo menos se entrara a criticar los estudios de gemelos idénticos criados en el mismo entorno familiar, en contraposición a gemelos criados en ambientes diferentes, para determinar si en realidad es razonable concluir que existe un efecto nada despreciable de los genes en la modelación del comportamiento; o los estudios de Judith Harris, que han socavado la idea de que el entorno familiar pauta la conducta; y aquellos de sicólogos como Diane Halpern, que muestran cuán alejado de la realidad resulta suponer que las diferencias de género en lo concerniente a roles sociales sean consecuencia exclusiva de la crianza o la socialización. Uno esperaría encontrar una crítica a las conclusiones, o a la metodología, de investigaciones como las de Donald Brown, quien ha documentado cientos de universales presentes en todas las culturas; o que se intentara refutar aquellas investigaciones de genética conductista que han probado que los genes pueden asociarse a ciertos aspectos fundamentales de la cognición, el lenguaje y la personalidad.
La actitud despectiva e ignorante de muchos intelectuales ante la sicología evolutiva y su controvertida visión antropológica hace que vuelva a cobrar validez el sabio consejo, no exento de ironía, que Einstein le diera a Bergson en 1922 durante el debate que se llevó a cabo en la Sociedad Francesa de Filosofía, cuando le recomendó que primero “aclarara sus confusiones” estudiando un poco de cálculo tensorial antes de intentar arremeter contra su teoría.
Fuente: http://www.elespectador.com/columna-240635-revisitando-una-antigua-controversia
COLOMBIA. 15 de diciembre de 2010