Es Doctor en filosofía, escritor y profesor-investigador en la UPAEP
Kark Löwith y Jacques Maritain. De Aristóteles a Hegel. Heidegger y Jaspers. Foucault y la política.
Leo el artículo “Verdad e historicidad” (1970) de Karl Löwith, integrado en El hombre en el centro de la historia. Balance filosófico del siglo XX (Herder, 1998: 385-397) y me suscita interrogaciones de diversa índole, hasta de mi vocación filosófica (vocación y formación). Algunos temas planteados ahí llaman mi atención. Incluso me ha surgido en la lectura alguna asociación de Löwith con Maritain y una de las leyes de la historia planteadas por éste -en especial la de una de las fórmulas tipológicas, la de Prise de conscience y la del progreso de la conciencia moral (Filosofía de la historia, Club de lectores, 1985: 70-71 y 97-102),aunque es claro que Löwith se refiere a una suerte de progreso de la conciencia veritativa o de la verdad.
En la carrera, en una de las reflexiones en clase, no recuerdo si alguna historia de la filosofía o en la materia misma de filosofía de la historia, el profesor planteó esto: La filosofía depende tanto de su historia que prácticamente estudiar filosofía es estudiar historia de la filosofía. En esa época ese planteamiento –y hasta fecha muy reciente- me hacía sentido. En efecto, estaba –por alguna razón u otra- convencido de que hacer filosofía era meterse en la historia de las ideas filosóficas: conocer cómo se ha formulado una idea, cómo ha evolucionado y si tiene o no una vigencia. Es decir, nos hemos fijado mucho en la historicidad de las ideas. Y claro, este planteamiento tiene su peso. En cierto sentido así es. Pero veamos lo que eso supone, y es –me parece- lo que hace Löwith en su artículo.
Lo que tal planteamiento supone es que basta con identificar cómo surgen, crecen, se desarrollan y sobreviven o mueren las diversas ideas –insisto, como lo hace Löwith, ver la historicidad de los argumentos-. Por un lado eso supone que todas las ideas, opiniones y planteamientos de los diversos filósofos son iguales y que todas ellas tienen el derecho de mostrarse en la historia y acaecer en ella. Son iguales en ese derecho. Pero, ¿son iguales en dimensión, peso, consistencia, contundencia respecto a la verdad alcanzada o lograda? Porque no olvidemos que el propósito de la filosofía –nos lo recuerda Löwith en su artículo- es la “Aletheia”, el descubrimiento de la verdad o de las cosas verdaderas. Lo que distingue a la filosofía de otras disciplinas es precisamente su pretensión: la verdad de las cosas. Pero de esa suerte, entonces, lo que define a una filosofía como tal es su alcance de la verdad y su logro respecto de ésta: el conocimiento cierto de las cosas basado en sus causas últimas o primeros principios a la luz natural de la razón (un poco en lo que plantea Aristóteles en la Metafísica, desde el libro I, pero sobre todo el V, el VII y el VIII), y no desde luego su mera manifestación histórica, no su mera historicidad.
Esa convicción de que la filosofía se identifica con su historia, es decir, es historia de la filosofía, es derivada de una ya larga problemática planteada en reacción contra Hegel y contra su planteamiento de la historicidad del espíritu absoluto. El cierto que Hegel tuvo una envergadura importante y que incluso el hecho de resumir su filosofía del espíritu en una encarnación particular como Napoléon a quien podría ver como el espíritu absoluto montando a caballo y recorriendo las calles de Jena. Ese postulado de la historicidad del espíritu, aunque quiso ser contraargumentada, por ejemplo, por Jaspers y Heidegger, en realidad estos terminaron fortaleciéndola: todo quedó transido de historicidad precisamente por ser condición fundamental del ente, de lo ente.
No cabe duda, desde luego, que el descubrimiento de la historicidad sea muy moderno –o posmoderno-, y que no pudo ser descubierto en otro momento histórico. Eso debería hacernos reflexionar para ver cómo cobra conciencia la nueva condición de la reflexión filosófica. Y que, si bien es cierto la filosofía para ser tal no puede dejar de plantear la búsqueda de la verdad (la Aletheia), también es cierto que el descubrimiento de la historicidad ha dado nuevas vetas de reflexión para el hacer filosófico, en especial para la reflexión sobre la existencia humana, su condición histórica y su ser en el tiempo. Sin duda eso es muy valioso, una suerte de descubrimiento de la fragilidad y la penuria de este tipo de existencia.
Pero por otro lado deja pendiente el tema mismo de la filosofía. ¿En qué momento ésta dejó su propósito central de descubrir la verdad para pasar a ser una mera opinión entre otras tantas, si bien una opinión relevante, incluso reducida a una metodología del discurso científico o a una teoría del conocimiento? Es verdad, como dice el mismo Löwith en su texto, no es lo mismo la episteme griega que la ciencia en su sentido cristiano y/o medieval, o que la ciencia moderna. Y aquí hay otra veta para explorar. Pero lo que parece destacable es que, por ejemplo, en Aristóteles haya habido una reflexión de prácticamente todo el saber, menos de la historia (no obstante haber relacionado la historia con el acontecer cotidiano sobre todo de la vida política), y mucho menos el haber visto en Alejandro Magno –de quien fue preceptor y amigo- la realización del espíritu absoluto o del espíritu de verdad en la historia –al menos en la evolución histórica alcanzada hasta ese momento-. No hay, pues, en efecto, una conciencia de historicidad (eso es propiamente moderno y posmoderno). Pero tampoco hay esa conciencia de historicidad –en el sentido de ser para la muerte del pensamiento heideggeriano y posmoderno- en san Agustín. Es verdad que desde el judeo cristianismo hay un gran desarrollo del sentido de la historia, ésta –en el Hiponense- no es vista sino como la espera –larga o corta- del segundo advenimiento de Cristo. Hay más una conciencia del acaecer histórico como una preparación de la verdadera historia: la de la salvación y la de la recapitulación de todo en Cristo.
En suma, y para ir terminando estas líneas, ni en el pensamiento griego ni en el cristianismo existen ese descubrimiento de una situación en el concierto del acaecer histórico y de un estado de progresión en el tiempo y en el mundo, esa suerte de descubrimiento de que toda filosofía –como toda opinión- es válida por el mero hecho de existir y de plantearse (esa convicción de que todo es sucederse y, dado que todo pasa, todo cambia y el tema mismo de la verdad no puede ser considerado válido en medio del concierto temporal). Y claro, desde tal perspectiva el tema de la verdad pasa a un segundo término e incluso a olvidarse de la cuestión de la verificabilidad de las cosas, que para la edad moderna ya no corresponde a la filosofía sino a las ciencias particulares cada una en su ámbito de validez. Ciencia por lo tanto ya no es ni la episteme griega ni la veritas christiana, sino todo aquello que entra en el terreno del experimento y de la ciencia exacta. A la filosofía no le queda más que su condición histórica y su derrotero de investigación en el ámbito de la historia de las ideas de cuño filosófico.
Me ha parecido relevante este artículo de Löwith porque también tiene vinculación con el texto de Michel Foucault -Del gobierno de los vivos- respecto a la necesidad que tiene todo gobierno o poder de plantear un fundamento de verdad. Y el caso que cita es el de Séptimo Severo y su cámara de constelación en el techo del palacio imperial a partir de donde impartía justicia y resolvía todos los asuntos políticos.
Claro, observo aquí, mientras la filosofía –que nace con la pretensión de la verdad- renuncia a la verdad para quedarse con la historicidad de su condición, la política renuncia a su pretensión de construir la temporalidad para ubicarse como templo de la justificación veritativa; y esto lo digo no porque quienes se dedican a la vida política les importe tanto la verdad, sino porque necesitan siempre –eso sí- un discurso basado en la verdad, es decir, un discurso presuntamente verdadero.
Estas son mis reflexiones de un sábado por la tarde en la sala de mi casa, a dos días de cumplir 51 años de existencia histórica. Tres años antes de los 54 que tenía Alonso Quijano cuando decidió iniciar sus aventuras como caballero andante con el fin de lograr la gloria y ser digno, en esa medida, del amor de Dulcinea del Toboso. Ya era entonces un anciano. Yo desde luego, no me considero tal, sobre todo si tomamos en cuenta que el promedio de vida es de ochenta años. Me quedarían treinta años por delante (si no me sorprende antes la muerte o se anuncia con alguna enfermedad). Y desde luego, me gustaría escribir la obra –la gran obra- de mi vida que fuera leída en el ámbito de mi trípode filosófico, político y/o literario. Quizá estoy ahora llamando la atención sobre la necesidad de que la filosofía vuelva a su búsqueda de la verdad y de las cosas verdaderas, pero no puede salir sino de mi propia historia personal, a la manera de un diario que sólo con el tiempo va madurando y que no muestra sino la condición histórica de quien lo protagoniza. No sé por qué, una y otra vez, vuelve esa imagen de Pereira, el personaje de Tabucchi, de que la filosofía parte de la verdad y termina en ficciones –al parecer algo tiene de razón-, en cambio, la literatura parte de ficciones y termina en la verdad. También en esto hay parte de razón, una razón que nos muestra, en efecto, la verdad de los hombres, de hombres y mujeres, del ser humano y del que cobra conciencia de que vive en el tiempo y en una determinada época histórica, ésta que varios ya están llamando la de la postverdad.
En palabras breves: aunque es verdad que la filosofía nos ha llevado a descubrir nuestra situación histórica –y nuestra frágil historicidad-, no puede renunciar a alcanzar la verdad de las cosas, las últimas causas o los primeros principios. Labor titánica que sólo puede lograrse paso a paso, de forma ardua, tratando de ir más allá de la propia subjetividad. Difícil pero no imposible. Sólo así se podrá decir de alguien que habla o escribe: tiene razón, o no la tiene; habla con verdad o no. Y no el siempre ambiguo: “esa es tu opinión” y vale igual que toda opinión.
Fuente: http://www.e-consulta.com/opinion/2017-04-02/realmente-que-hace-la-filosofia
2 de abril de 2017