Sobre cómo y por qué el imperio y el imperativo del deber encierran en su interior, más que nada, miedo a la voluntad
Querer y deber son dos fuerzas activadoras de la moral que no suelen armonizar muy bien{1}. En su día, ya se rebeló Arthur Schopenhauer contra el rigorismo racionalista de Immanuel Kant, mostrando la dificultad de combinar el ejercicio de la voluntad con el férreo cumplimiento del deber; advirtiendo incluso de la contradicción existente entre ambas:
«En general, no hablaré de deber. Este lenguaje es a propósito para dirigirse a niños o a pueblos que se hallan aún en la infancia, pero no a hombres que se han asimilado todas las luces de un siglo llegado a la mayor edad. ¿No es una contradicción palpable decir que la voluntad es libre, y prescribirle, sin embargo, leyes, con arreglo a las cuales debe querer?
¡Deber querer!
Posteriormente, Gilles Lipovetsky ha apuntalado tal perspectiva en el ensayo El crepúsculo del deber, hasta el punto de referirse a nuestro tiempo como «la época del posdeber». El ciclo del imperativo moral autónomo como imperativo regulador de la vida moral ha sido, en efecto, superado, al haber cumplido su función. Ésta consistió en materializar la secularización moral liberándola de los estrechos corsés con que la religión la había constreñido; cuando en lugar de «deberes» mandaban los «mandamientos». Era el efecto de los aires de la Modernidad, que pedían emancipar la razón de dependencias limitadoras externas, renovando así el panorama intelectual con un nuevo mapa conceptual más liberador. Según Lipovetsky, la emancipación de la ética no fue completa, al seguir marcada por la sombra del «deber absoluto» en forma de principios todavía con plena vigencia, como los de «deuda infinita» o culpa ignota:
«los modernos han roto con la tradición moral de renuncia de sí que perpetúa el esquema religioso del imperativo ilimitado de los deberes; las obligaciones superiores hacia Dios no han sido sino transferidas a la esfera humana profana, que se ha metamorfoseado en deberes incondicionales hacia uno mismo, hacia los otros, hacia la colectividad. El primer ciclo de la moral moderna ha funcionado como una religión del deber laico».{3}
El esfuerzo kantiano por construir una moral autónoma, regida por la voluntad racional y fiel valedora de la libertad y la dignidad humanas, no es sólo históricamente relevante, sino imprescindible en la reflexión ética. No obstante, la arquitectura de la ética kantiana conviene revisarla en sus materiales: uno de los aspectos menos compatibles con el afianzamiento de la reflexión ética es, precisamente, la estrecha (y asfixiante) vinculación que fija entre la voluntad y el deber. Kant desconfía del particular acto de la voluntad del individuo, puesto que, necesariamente se deja llevar por las inclinaciones personales –debilidades demasiado humanas– que arruinan, a su juicio, la rectitud de la causa moral. La «debilidad de la voluntad» (akrasia en terminología aristotélica), para Kant, no constituiría, en este sentido, un mérito, pero tampoco lo contrario.
La herencia que el filósofo de Königsberg recibió de Jean-Jacques Rousseau, reconocida por él mismo y de la que se sentía especialmente orgulloso, fue muy notable. Es generalmente reconocida la continuidad lógica y conceptual existente entre la «voluntad general» rousseauniana y el «imperativo categórico» kantiano, concepto estrechamente vinculado al de «deber». Pues bien, la «voluntad general» en Rousseau es una noción plenamente moderna y revolucionaria para su tiempo, lo que tampoco debe invitarnos a la celebración del mismo. Rousseau no ocultó nunca la desconfianza que sentía por el hombre que se deja llevar, individualmente, por la propia voluntad, al considerarla causa de la mayor parte de los excesos y desvaríos, deseos y anhelos, del hombre, todo lo cual, para el pensador ginebrino, conduce a la degeneración moral y de las costumbres: «la voluntad sigue hablando cuando la naturaleza calla»{4}.
Rousseau y Kant no se referían, comúnmente, a los individuos; hablaban en todo momento de «hombre genérico», de «especie humana», de «humanidad» y de «sujeto» (hoy muchos de sus seguidores emplean la expresión «agente moral»). La «voluntad de todos» es, para el primero, una categoría deficiente y defectuosa (que hay que corregir por medio de la coacción), porque depende demasiado de las «voluntades particulares», y su expresión y manifestación públicas apartan a la sociedad del bien común. Por su parte, Kant alertaba de los excesos de la voluntad, puesto que se preocupa demasiado en sí misma: «También la voluntad humana puede tomarse interés en algo sin obrar por interés. Lo primero implica el interés práctico en la acción, lo segundo, el interés patológico en el objeto de la acción».{5}
Ciertamente, la autonomía moral del individuo es un principio de la razón que sus presuntos precursores estaban aún lejos de poder reconocer prácticamente. La confianza que tenían en la libertad del hombre particular era todavía cautelosa y preventiva. La Voluntad Buena, según Kant, es libre, y por tanto autónoma. Pero sólo cuando se acomoda a la Ley. Es buena cuando uno se obliga a sí mismo y cuando obedece, cuando hace lo que debe hacer (por extensión de los términos, deduciremos que la acción definida es la que uno quiere, atendiendo más a la formulación que a la ejecución de la misma). Concentrarse sin más en la naturaleza humana, a fin de reconocer la raíz y esencia del problema, hace que se olvide (o minimice) el hecho de que la Naturaleza no entiende de individuos sino de especies.
Sobre esta relación individuo y especie, repárese en las siguientes líneas de Schopenhauer:
«no es el individuo sino la especie, lo que a la Naturaleza le importa […] En cambio, el individuo no tiene para ella valor alguno, ni puede tenerlo, puesto que en sus límites caben un tiempo infinito, un espacio infinito y un número también de individuos posibles; de aquí que siempre esté dispuesta a dejar perecer al individuo, el cual no sólo se halla expuesto a perecer de mil maneras y por mil causas sin importancia, sino que de antemano está ya condenado a la desaparición, y la misma Naturaleza le empuja a la muerte en cuanto ha cumplido su misión, que es conservar la especie.»{6}
El imperio del deber, en el escenario de la Modernidad, seguía tutelando a la voluntad con primorosa inspección, como si la temiera, como si no fuera merecedora, plenamente, de la mayoría de edad. En el fondo significaba, dicho con palabras de Erich Fromm, los residuos del miedo a la libertad y al propio yo: «el sentimiento del “deber”, tal como lo vemos impregnar la vida del hombre moderno, desde el periodo de la Reforma hasta el presente, en las racionalizaciones religiosas y seculares, se halla intensamente coloreado por la hostilidad contra el yo»{7}.
El desvelamiento del lastre religioso que seguía marcando el devenir del deber moral como soporte supremo de la moralidad no tuvo lugar (en parte) hasta los siglos XIX y XX con el advenimiento de sendas éticas individualistas y voluntaristas. Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche, John Stuart Mill y Jean Paul Sartre fueron, en otros, los filósofos que más se esforzaron por despenalizar y desculpabilizar la voluntad{8}. La moral del resentimiento, la opinión pública o la propia conciencia desdichada, desde sus respectivas parcelas de actuación, empeñaron gran parte de sus energías en no permitir que la voluntad se salga con la suya… Porque –tal cosa creen y dicen los apologistas del deber– es débil, es deseante y, sobre todo, es libre. He aquí un recelo y una prevención que encierra puro miedo a la voluntad.
{1} El presente artículo corresponde a una sección del capítulo «El miedo a la voluntad» del libro Razones para la ética (Valencia, 1996), págs. 46-50, del que soy autor. He reescrito el texto para la ocasión.
{2} Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, «Libro Cuarto. El mundo como libertad. Segunda Consideración, 53», § 30, Porrúa, México, 1983, pág. 216.
{3} Gilles Lipovetsky, El crepúsculo del deber, Anagrama, Barcelona, 1994, pág. 12.
{4} Jean Jacques Rousseau, «Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres», en Escritos de combate, Alfaguara, Madrid, 1979, pág. 159.
{5} Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, segunda parte
{6} Arthur Schopenhauer, op. cit., págs.218 y 219.
{7} Erich Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Barcelona 1981, pág.122.
{8} Esta semblanza de J. S. Mill podría servir de común sentimiento a la hora de sentenciar el legado moderno del deber: «Según la teoría calvinista, el mayor defecto del hombre es tener una voluntad propia. Todo el bien de la humanidad es capaz, está comprendido en la obediencia […]. Todo lo que no es deber, es un pecado». Ver Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1981, pág. 133.
Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2012/n125p07.htm
El Catoblepas • número 125 • julio 2012 • página 7
La Buhardilla
ESPAÑA. 6 de agosto de 2012