¿Por qué fracasó la revolución alemana y triunfó el fascismo? Esa pregunta reunió a intelectuales como Adorno, Horkheimer y Marcuse en el Instituto de Investigación Social. Allí desarrollaron la teoría crítica, huyeron del nazismo y cuestionaron la sociedad de consumo. El libro “Gran Hotel Abismo” recuerda, hasta el presente, la ruta de la última gran corriente de la filosofía alemana.
A fines de 1918, tras la derrota en la Primera Guerra Mundial, cayó la monarquía alemana y se proclamó una república parlamentaria. En Berlín, y tras servir en el ejército alemán, un joven de 20 años, Herbert Marcuse, miembro del marxista Partido Social Demócrata (SPD), se radicalizó y se unió a un consejo de soldados. Se proclamó a la capital como República Socialista y Marcuse se unió a las fuerzas de defensa civil. El día de Año Nuevo se fundó el Partido Comunista de Alemania, con el liderazgo, entre otros, de Rosa Luxemburgo. El PC quería acelerar el proceso: “Hoy podemos comenzar seriamente a destruir el capitalismo de una vez por todas”, dijo la intelectual y activista. Pero dos semanas después, Friedrich Ebert, líder del SPD y Presidente de la República, ordenó destruir la revolución. Para eso recurrió a los Freikorps , o cuerpos libres, grupos paramilitares de derecha. Luxemburgo y Karl Liebknecht, los líderes revolucionarios, fueron secuestrados y asesinados. Nacía la República de Weimar.
Tras los asesinatos, Marcuse renunció al SPD. “Pero lo asombroso de Marcuse (…) es que tras el fracaso de la revolución se sumergió en los libros, tratando de dilucidar por qué la revolución rusa que tanto lo había exaltado no se había repetido en Alemania”. Las palabras son del escritor y periodista británico Stuart Jeffries, autor de “Gran Hotel Abismo” (Turner Noema, distribuye Océano), una biografía coral de la Escuela de Frankfurt: el marxista Instituto de Investigación Social, fundado en 1923, en esa ciudad alemana, del que fueron parte o estuvieron vinculados filósofos como Theodor Adorno, Walter Benjamin, Max Horkheimer, Erich Fromm, Leo Löwenthal y el mencionado Marcuse.
Revolución edípica
Según Jeffries, la experiencia de Marcuse -su paso a los libros para entender el fracaso de la revolución- es “emblemática de la Escuela de Frankfurt”. Tan emblemático como el origen social de los frankfurtianos: en su mayoría judíos, hijos privilegiados de ricas familias burguesas que se volvieron contra el estilo de vida capitalista o comercial de sus padres. De hecho, quien tuvo la idea de formar el centro fue el joven cientista político Félix Weil, socialista y marxista, quien para financiar el instituto recurrió al mecenazgo de su padre, Hermann, el mayor comerciante de cereales del mundo. “Hay un complejo edípico apenas sublimado, en el cual las luchas contra un próspero padre capitalista encuentran su expresión en la revolución”, escribe Jeffries. Sin embargo, tras el fracaso de 1918-1919, no era tiempo de utopías. Los frankfurtianos comenzaron a revisar los supuestos de la ortodoxia marxista, volviendo a Hegel y al joven Marx, y sobre todo amalgamando al marxismo con las ideas de Freud; especialmente a partir de 1931, cuando Horkheimer asumió la dirección del instituto. De ahí salió la multidisciplinaria teoría crítica, ese conjunto de ideas que busca descubrir las contradicciones de la realidad social y cultural, y que hasta el día de hoy nos tiene hablando de lo importante que es desarrollar el pensamiento crítico.
El título del libro de Jeffries viene de la que tal vez sea la mayor… crítica a la escuela: su académica distancia del activismo político. Ya en la fundación descartaron llamarse Instituto para el Marxismo, por cautela, y decidieron mantenerse independientes de partidos y universidades. Pero además, el escepticismo, sino pesimismo respecto a la posibilidad de una revolución y de la capacidad del pensamiento para transformar el mundo, agudizaron la distancia. Horkheimer y compañía creían que no era momento de transformar el mundo, sino de interpretarlo. “La aparente inversión de Marx perpetrada por la Escuela de Frankfurt exasperaba a los demás marxistas -cuenta Jeffries -. El filósofo György Lukács acusó una vez a Adorno y a los demás miembros (…) de haberse hospedado en lo que él llamaba el Gran Hotel Abismo. Un hermoso hotel, escribió, ‘equipado con toda clase de lujos, al borde de un abismo, de la vacuidad, del absurdo'”.
El exilio y el consumo
En Alemania no solo no se produjo la revolución socialista, sino que al cabo de 15 años la República de Weimar le entregó el poder a un nuevo socialismo, nacional y racista, liderado por Adolf Hitler. La llegada del nazismo ratificó el escepticismo de la Escuela de Frankfurt, y planteó una nueva pregunta: ¿por qué triunfó el Nacional Socialismo? Según ellos, el fascismo era una expresión del capitalismo, como lo demostraba la entusiasta recepción que tuvo Hitler entre los grandes empresarios alemanes. Judíos y marxistas, el nuevo escenario político era peligrosísimo para los frankfurtianos. Es conocida la historia de Walter Benjamin, uno de los colaboradores del instituto, perseguido por la Gestapo, que se suicidó en septiembre de 1940 ante la posibilidad de ser capturado. Para sus colegas, su muerte representó la muerte de la mente europea.
Cuando eso ocurría, Horkheimer, Adorno, Löwenthal, Fromm y Marcuse ya estaban en Estados Unidos. En Nueva York, el instituto se vinculó con la Universidad de Columbia. Los recursos eran menos que en Alemania, especialmente tras malas inversiones. Por eso, Horkheimer decidió que en las investigaciones que hicieran no usarían palabras como “marxismo” ni “revolución”, de modo de no asustar a los donantes ni a las instituciones con las que trabajaban; en un texto póstumo de Benjamin, por ejemplo, reemplazaron “comunismo” por “las fuerzas constructivas de la humanidad”. Además, para aliviar los gastos en sueldos, algunos de los miembros buscaron trabajos en universidades e incluso otros, como Marcuse, colaboraron con la inteligencia estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial.
Pero la pulsión crítica no se perdió. Si en Alemania la escuela tenía mucho de cuestionamiento a los padres, en Estados Unidos se convirtió en ataque a los anfitriones; al capitalismo devenido en sociedad de consumo, y en particular a Hollywood y la cultura de masas que, según ellos, servía al control social. “Tal fue el primer regalo de Adorno a sus anfitriones estadounidenses: un ataque visceral contra los valores capitalistas y la cultura mercantilizada y cosificada que, según él lo percibía, estaba dominando el nuevo mundo en que vivía”, dice Jeffries. “Más incendiaria aun fue su propuesta de que en sus técnicas de control sobre las masas Estados Unidos no se diferenciaba de la Alemania que él había intentado dejar atrás”.
Ello no impidió que en 1941 dejaran Nueva York y se trasladaran a Los Angeles, la casa de Hollywood, donde los frankfurtianos se reunieron con otros exiliados alemanes, como Thomas Mann, Bertolt Brecht, Fritz Lang y Arnold Schöenberg, y compartieron fiestas con estrellas como Charles Chaplin.
Después de la guerra, Horkheimer y Adorno volvieron a Alemania. Marcuse, Fromm y Löwenthal se quedaron en Estados Unidos. “El pensamiento no podía continuar como hasta entonces. En 1949, trastornado por Auschwitz, abrumado no solo por la culpa sino por la responsabilidad de haber sobrevivido, Adorno regresó de California a Frankfurt, donde él y Horkheimer habrían de filosofar en circunstancias distintas: entre los escombros de la civilización occidental”, se lee en el libro.
Tras la partición de Alemania, los dos líderes eligieron la parte occidental. Eran marxistas, críticos del capitalismo, sí, pero heterodoxos. “En el ejercicio de las dictaduras militares disfrazadas de democracias populares no logramos ver más que una nueva forma de represión”, explicó Adorno. Pero, de nuevo, no iban a ser complacientes con su mundo. Al contrario, además de seguir con sus críticas a la sociedad de consumo, cuestionaron el silencio que se instaló en Alemania sobre el nazismo. En Estados Unidos, por su parte, Marcuse y Fromm empezaron a ver en la revolución sexual la posibilidad de cambiar al “hombre unidimensional”, como llamó el primero a la humanidad enajenada por el consumo y la razón instrumental. Durante las revueltas estudiantiles de fines de los 60, en Estados Unidos y Europa, los frankfurtianos se dividieron. Si Marcuse se convirtió en autor superventas y guía espiritual de los jóvenes -“Marx, Mao y Marcuse”, se decía-, Adorno, aunque compartía las reivindicaciones, se opuso a los métodos. Tanto que, cuando los estudiantes se tomaron el Instituto, llamó a la policía para que los desalojaran.
Al lado de Adorno, apoyándolo, estaba un joven investigador: Jürgen Habermas. Él mismo había sido un estudiante que llamó a la revolución y criticó la cautela y el pragmatismo de la escuela; pero en 1969 estaba con su maestro. Dos años antes tachó de “fascismo de izquierdas” los métodos de los estudiantes, particularmente la idea de defender la revolución “por cualquier medio que sea necesario”.
La esfera pública
Adorno murió en 1969; Horkhaimer, en 1973; Marcuse, en 1979; Fromm, en 1980. La posta pasó a Habermas. Quien, a diferencia del pesimismo de sus maestros, y de la crítica de estos a la Ilustración, retomó la confianza en la razón y en la posibilidad no de derrumbar al capitalismo, sino de reformarlo a través de la deliberación racional y el consenso. Es decir, de la “esfera pública”, como llamó a esa polis de ciudadanos autónomos que deben impedir que Auschwitz se repita.
Habermas, un convencido europeísta, crítico de los rebrotes nacionalistas en Alemania, tiene 89 años y sigue escribiendo, debatiendo y dando entrevistas. Su lugar como director del Instituto lo tomó Axel Honneth (1949), su alumno más aventajado, quien le ha dado nueva vida a la teoría crítica con su noción de “reconocimiento”. “Para Honneth”, dice Jeffries, “el objetivo no es la revolución, sino la mejora gradual del capitalismo y la democracia hasta el punto en que podamos ser totalmente reconocidos como sujetos humanos”.
En 1994, Habermas respondió así cuando le preguntaron por su utópica idea de una sociedad que debate para llegar a un consenso político: “si he preservado un pequeño jirón de utopía, ese ha sido la idea de que la democracia -y su lucha pública por lograr su mejor forma- pudiera cortar el nudo gordiano representado por unos problemas que de otra manera serían insolubles. No digo que vayamos a lograrlo; ni siquiera sé si tal cosa es realmente posible. Pero tenemos que intentarlo, precisamente porque no lo sabemos”.
Notas:
Fuente: http://www.economiaynegocios.cl/noticias/noticias.asp?id=503204
9 de septiembre de 2018. CHILE