Profesor de Filosofía. Expresidente del Consejo Escolar Valenciano
En su obra «¿Por qué no Platón?», Paul Feyerabend ha propuesto al filósofo ateniense como ejemplo crítico: «Platón, hay que reconocerlo con asombro, suele exponer las ideas de sus adversarios de tal modo que ponen grandes trabas a su propio trabajo. Por eso tenemos que dirigirnos a Platón cuando necesitemos ayuda…». Ahora que el coro mediático predominante anuncia con inusitada contundencia los resultados de las próximas elecciones generales del 20 de noviembre, no estará de más que algunos ciudadanos de a pie mostremos discrepancias, eso sí, de forma mucho más humilde, y desde fuera de la orquesta. ¿Puede un «elector racionalmente desinformado» (según Mancur Olson, aquel que no lee con atención los programas de los partidos, porque piensa que su voto aislado no cambiará el resultado y por tanto es una pérdida de tiempo), distinguir unas promesas detalladas de unas promesas vacías o, simplemente, de unas promesas imposibles?
Si pensamos en los temas que están en juego, no es fácil. Sobre impuestos, creación de empleo, educación, sanidad, cobertura de la dependencia, igualdad, terrorismo, la dignidad moral en la conducta de los políticos, la excelencia como objetivo del conocimiento… hay pocas propuestas suficientemente diferenciadas y reiteradas, capaces de logren fijar la atención del cuerpo electoral y provocar su empatía y emoción. Puede que muchos votantes decidan abstenerse ante la falta de claridad. Conjuntar democracia, partidos políticos, sociedad y cálculo electoral exige dominar una causalidad muy compleja y peculiar. La democracia tiene muchas variantes y significados. Desde la aristotélica definición de «régimen de los pobres» hasta las reflexiones más recientes de Craig Smith y Tom Miers, la democracia tiene muchos significados.
Qué decir de los partidos políticos con sus muchos modelos, con sus diferentes territorios de caza, con sus códigos internos, o sistemas electorales tan variados. En tal situación, es cívicamente saludable dudar de la capacidad de predicción de las encuestas —sin despreciar por ello su valor como método cuantitativo de prospección— sobre todo si son de encargo interesado. Y si, además, en ellas un tercio de los ciudadanos consultados se declaran indecisos de una u otra forma. Si las elecciones no pueden decidirse antes, sí pueden manipularse antes, por ejemplo, anticipando reiteradamente unos resultados supuestamente científicos. Frente a la influencia de una propaganda política —de uno de los partidos ahora en la oposición— que cuenta con un inmenso poder mediático, se levanta la incertidumbre propia de una expresión simultánea de millones de voluntades (las frecuentes sorpresas electorales).
No hay razón que sustente un determinismo negativo para el partido ahora en el gobierno, al margen de la consideración de los argumentos razonables. ¿Acaso la pésima situación económica de la Comunitat Valenciana fue un factor determinante en las recientes elecciones autonómicas? En la penumbra de la caverna, las verdades absolutas de Platón parecen copias confusas. Del mismo modo, por muy claras que parezcan las certezas preelectorales, a la luz de la experiencia suelen ser otra cosa. Lo que verdaderamente se decide en las elecciones es la voluntad popular, la soberanía del ciudadano. El asunto no es cambiar («quítate tu, ahora me toca a mí»). Lo importante es saber cuál es la dirección adecuada. Y en qué líder preferimos delegar. La elección es libre y entre iguales.
Fuente: http://www.levante-emv.com/opinion/2011/11/01/platon/853019.html
1º de noviembre de 2011