Localizar y formular el ‘problema del hombre’, y saber volver la mirada hacia el hombre mismo y su amor para encontrar en él la causa de su condenación o salvación supone un cambio sin parangón alguno en la concepción del hombre sobre sí mismo y su vida, que hizo que los Padres de la Iglesia consideraran a la filosofía de Platón y Aristóteles como el fruto de una especial providencia de Dios sobre el pueblo griego
Platón, junto a Aristóteles, en un fragmento del conocido cuadro ‘La escuela de Atenas’, de Rafael
Cuenta Diógenes Laercio[1] que estando Sócrates durmiendo se le apareció en sueños sobre sus rodillas, cubierto aún del primer plumón, un polluelo de cisne que en poco tiempo extendió sus alas y se elevó por los aires emitiendo dulcísimos cantos. Al día siguiente se presentó ante Sócrates el joven Platón, que por primera vez se acercaba a escucharle, y Sócrates reconoció en él al cisne con el que había soñado: «He aquí el cisne», dijo.
Quizá el episodio no sea históricamente verdadero, pero dice mucho de la entrada en la historia de uno de los pensadores más importantes que hayan existido jamás, pues efectivamente nació en las rodillas de Sócrates para elevarse en poco tiempo sobre él y entonar un canto de una belleza hasta entonces desconocida.
Platón nace en Atenas en torno al año 428/7 a.C., en un momento de importancia única en la historia de la cultura occidental, pues se vivía entonces el declive de la grandiosa construcción política de Pericles y la necesidad de sentar sobre bases más sólidas la primacía de Atenas sobre Grecia y el mundo entero. Hasta entonces había sido considerada con razón como «escuela de Grecia» y su poderío como capaz de dejar recuerdo imperecedero en la historia del mundo sin necesidad de poetas que magnificaran los hechos, sino —como dijo el mismo Pericles— «bastando con obligar a todo el mar y la tierra a hacerse accesibles a nuestra osadía, dejando en todas partes monumentos imperecederos de nuestros infortunios y éxitos»[2]. Así, cuando en el año 404 a.C. se produjo la derrota final, tras treinta años de agotadoras batallas, el fundamento de la superioridad ateniense fue puesto irremisiblemente en cuestión. Se abrió entonces «un periodo —dice Jaeger— de importancia única en la historia de la cultura. A través de las tinieblas cada vez más espesas del desastre político, se revelan en su ámbito, como conjurados por las exigencias de la época, los grandes genios de la educación, con sus sistemas clásicos de filosofía y de retórica política. Sus ideales de cultura, que sobrevivieron a la existencia política independiente de su nación, fueron transmitidos a otros pueblos de la Antigüedad y a sus sucesores como la más alta expresión posible de la humanidad»[3]. Y a Platón debemos, precisamente, una de las imágenes más excelentes que se hayan propuesto jamás de lo que es el hombre.
Por familia pertenecía a la más alta nobleza ateniense: su padre, Aristón, era descendiente de Codro, último rey de Atenas; y por parte de madre descendía del celebre legislador ateniense Solón, uno de los siete sabios de Grecia. Se dice que su nacimiento coincidió en día con el de Apolo y recibió el nombre de su abuelo, Aristocles, y se cuenta que fue su maestro de lucha el que lo mudó por el de Platón, por la anchura y fortaleza de su constitución o por lo ancho de su frente (o de su locución, dicen otros). Entró bajo el magisterio de Sócrates a los veinte años, y con él permanecería hasta la muerte de éste, ocho años más tarde.
De esta primera época es su natural inclinación a la vida política —«cuando yo era joven, sentí lo mismo que les pasa a otros muchos, tenía la idea de dedicarme a la política tan pronto como fuera dueño de mis actos»[4]—, y la primera oportunidad que tuvo de participar activamente en ella, pues a sus veintitrés años vio la derrota de Atenas y la revolución que llevó al régimen oligárquico de los Treinta Tiranos, en el que tuvieron participación directa dos familiares suyos (Critias y Cármides, primo y hermano respectivamente de su madre) que le invitaron a unirse a ellos. Ya en esas circunstancias se apuntaron las líneas fundamentales de su personalidad, y no tomó parte activa en el nuevo régimen, sino que permaneció observando, con creciente desengaño, el desarrollo de aquél régimen. Y «lo que vi —cuenta él mismo— es que en poco tiempo hicieron parecer oro al antiguo régimen». La caída de la oligarquía de los Treinta y la vuelta de la Democracia, que de nuevo despertaron su vocación a la actividad política, no trajeron consigo una situación mejor, pues aquel régimen fue el que dio muerte al mismo Sócrates, «el hombre más justo de su época»[5], y generaron en el joven Platón la convicción de que la más ambiciosa obra política que era posible realizar pasaba por la educación del hombre, y no sólo ni primariamente por la reforma de las leyes o el ejercicio de las magistraturas. Así, dirá, «dejé de esperar continuamente ocasiones para actuar, y al final llegué a comprender que todos los Estados actuales están mal gobernados; pues su legislación casi no tiene remedio sin una reforma extraordinaria unida a felices circunstancias. Entonces me vi obligado a reconocer, en alabanza de la filosofía verdadera, que sólo a partir de ella es posible distinguir lo que es justo, tanto en el terreno de la vida pública como de la privada. Por ello, no cesarán los males del género humano hasta que ocupen el poder los filósofos puros y auténticos o bien los que ejercen el poder en las ciudades lleguen a ser filósofos verdaderos, gracias a un especial favor divino»[6].
A la muerte de Sócrates, con veintiocho años, y acompañado de otros jóvenes condiscípulos, viajó por Megara y Cirene para seguir su formación cerca de Euclides, e incluso por Egipto, dicen algunos, «a oír a los profetas». No es posible precisar ni la cronología ni el orden de los viajes, pero cuando tenía unos cuarenta años partió de nuevo a Italia para conocer aun más de cerca las comunidades de pitagóricos (sabemos por él mismo que trabó gran amistad con Arquitas) y fue invitado por Dionisio, tirano de Siracusa, a visitar Sicilia, en el primero de los tres viajes que hizo Siracusa con la intención de inculcar en el tirano su ideal de gobernante.
De nuevo se vio desengañado por la realidad, pues las costumbres que encontró allí impedían cualquier tarea reformadora, y abocaban su empeño al fracaso: «con tales costumbres no hay hombre bajo el cielo que, viviendo esta clase de vida desde su niñez, pueda llegar a ser sensato (nadie podría tener una naturaleza tan maravillosamente equilibrada)… Y ninguna ciudad podría mantenerse tranquila bajo las leyes, cualesquiera que sean, con hombres convencidos de que deben dilapidar todos sus bienes en excesos»[7]. Cuando consiguió volver a Atenas, no sin dificultades (algunos dicen que fue vendido por el tirano al embajador espartano en Egina y rescatado por amigos anónimos), era ya evidente que la actividad política más ambiciosa pasaba por la educación, a partir de sujetos de naturaleza bien dispuesta y en el marco del trato frecuente y duradero de una amistad. Con esa intención debió fundar la Academia, con el propósito de constituir una comunidad fundada sobre el común afecto a la verdad. Y se dice que compró el terreno con el dinero que no quiso aceptar en devolución el que pagó su rescate, de modo que, como se ha señalado en alguna ocasión, una de las más importantes instituciones educativas de la historia de la humanidad se levantó con el dinero en que fue tasado Platón.
Toda obra educativa es una tarea comunitaria, y esto en un doble sentido. Por un lado, es la comunidad entera la que educa, pues la educación constituye el modo como una comunidad conserva y transmite en la historia lo esencial de su personalidad, y así lo más valioso que tiene: una imagen del hombre tal y como debe ser, y una imagen de la vida humana, tal y como debe ser vivida; su núcleo, en este sentido, nunca está constituido por los aspectos prácticos o útiles de la vida, sino que «lo fundamental en ella es καλόν, belleza, en el sentido normativo de la imagen anhelada, del ideal»[8]. Por otro lado, la misma tarea educativa es esencialmente conformadora de la vida común, pues el más profundo y poderoso vínculo de unidad entre los hombres está constituido por una comunión de inteligencias en torno a un modo de vivir, en cuya consecución los sujetos se auxilian, tanto en el orden del conocimiento como en el orden de la libertad. Así entendida, como el espacio común de una amistad, la Academia se constituyó en la más poderosa institución educativa de la antigüedad, pues ninguna tuvo más influencia ni por su duración (permaneció abierta más de 900 años, hasta que en el año 529 el Emperador Justiniano decreta su cierre) ni por la propuesta educativa que representó, pues de las dos grandes formas de humanismo desarrolladas en este siglo IV, y que han llevado a que hombres de todas las épocas históricas se sientan ‘griegos’ (la filosofía y la retórica), Platón representa la primera, a la que con razón se puede reconocer como «la culminación de toda la paideia griega»[9].
No menos impresionante fue la naturaleza de su magisterio, pues se repara pocas veces en que un talento de la profundidad y originalidad de Aristóteles llegó a permanecer durante más de veinte años bajo su autoridad, siendo ambos dos espíritus tan diversos de inclinación y naturaleza. Hecho sin paralelo en la historia de las grandes personalidades, que no sólo habla del poder de asimilación, seguridad e independencia del discípulo, sino también de la naturaleza de la enseñanza del maestro, capaz de plantar y hacer crecer, en naturaleza tan poderosa, una planta enteramente original. Así concebía Platón la naturaleza de su enseñanza: como hace un labrador, «cuando cuida de sus semillas y busca que florezcan, que solo por juego o por fiesta las llevaría adonde florecieran en poco tiempo», sino que «de acuerdo con lo que manda el arte de la agricultura, las sembrará donde debe, y estará contento cuando, en el octavo mes, llegue a su plenitud todo lo que sembró». Así, y respecto de la simiente de «las cosas justas, bellas y buenas», «no se tomará en serio escribirlas en agua», sino que «haciendo uso de la dialéctica y buscando un alma adecuada, planta y siembra palabras con fundamento, capaces de ayudarse a sí mismas y a quien las planta, y que no son estériles, sino portadoras de simientes de las que surgen otras palabras que, en otros caracteres, son canales por donde se transmite, en todo tiempo, esa semilla inmortal, que da felicidad al que la posee en el grado más alto para el hombre»[10].
En ese marco de dedicación, tiempo y trato entre amigos («los de tal naturaleza mantienen entre sí una comunidad mucho mayor que la de los hijos, y una amistad más sólida, puesto que tienen en común hijos más bellos y más inmortales»[11]) desarrolló su labor filosófica Platón, y de ella nos ha dejado testimonio en sus Diálogos (que es la forma literaria que más se asemeja a esa conversatio que los antiguos decían que era uno de los actos propios de la amistad), porque sólo a partir de la relación entre aquéllos que han tenido «una larga convivencia con el problema y después de haber intimado con él, de repente, como una luz que salta de la chispa, surge la verdad en el alma y crece ya espontáneamente»[12]. Por eso puede sorprender a algunos que Platón sólo haya dejado escrito Diálogos (el libro que menos se parece a un libro) y que él mismo reconozca que no había querido dejar ningún tratado por escrito sobre las cosas más importantes («en las materias por las que yo me intereso»), a pesar de estar convencido de que nadie lo haría mejor («tanto por escrito como de viva voz nadie podría exponer estas materias mejor que yo»)[13]. Y es que, como dice santo Tomás, es un rasgo del más alto magisterio el no dejar por escrito la enseñanza, sino imprimirla en el corazón de los oyentes[14]: algunas cosas, por la excelencia del maestro o por la dignidad de su naturaleza deben quedar «escritas en el alma»[15], «Si yo hubiera creído que podían expresarse por escrito u oralmente —dice Platón—, ¿qué otra tarea más hermosa habría podido llevar a cabo en mi vida que manifestar por escrito lo que es un supremo servicio a la humanidad y sacar a la luz en beneficio de todos la naturaleza de estas cosas?»[16].
Esta dedicación a la educación del hombre, para sacar del hombre lo mejor de él, no fue nunca considerada como un abandono de su vocación política primera, sino su más alta realización[17], y muestra que la más alta tarea política es esencialmente conformadora del alma humana, porque quien educa al hombre domina la ciudad.
La confesión de Platón sobre la necesidad de que la verdad sobre ciertas materias surja del contacto personal, y la imposibilidad de ponerlo por escrito, llevó a algunos tratadistas a hablar de las «doctrinas no escritas de Platón» (según expresión que utilizó en una ocasión Aristóteles), que harían referencia a sus enseñanzas Sobre el bien y contendrían sus convicciones más profundas, al margen de lo que dejó publicado. Pero creo que tiene razón Guthrie cuando señala que a Platón hay que buscarle y encontrarle fundamentalmente en sus diálogos, y que «para nosotros, los diálogos son Platón y Platón es sus diálogos»[18]. Esos diálogos nos han llegado íntegros, y representan el fruto de unos cincuenta años de actividad editorial, y como tal una evolución en su pensamiento.
Tradicionalmente se recogieron por trilogías (en analogía a la tragedia) o por tetralogías, y más recientemente, y en la medida en que se han aplicado herramientas de crítica literaria, se han ordenado cronológicamente, de modo que se pueden distinguir cuatro periodos[19]: Un primer período de juventud, fuertemente socrático (393-389), al que pertenecen los diálogos Apología de Sócrates, Critón, Eutrifón, Laques, Ión, Protágoras, Cármides, Lisis, y el que posteriormente sería el Libro I de la República (que algunos conocen con el nombre de Trasímaco); a continuación, un período de transición (388-385), al que se suelen adscribir el Gorgias, Menón, Eutidemo, Hipias I, Hipias II, Crátilo, y el diálogo Menexeno. Posteriormente vendría el periodo de madurez (385-370), donde se adscriben las cuatro obras más importantes: Banquete, Fedón, República (los libros II al X) y el diálogo Fedro, que representan lo mejor de Platón y donde pueden encontrarse sus aportaciones más geniales; y que con razón «se consideran obras maestras de la literatura universal»[20], pues la belleza con las que están escritas casi sobrepuja a la verdad que contienen. Por último, se suele hablar de un último periodo de vejez (369-347), donde la figura de Sócrates no está tan presente y cambian un tanto los temas que son objeto de interés, así el Teeteto, Parménides, Sofista, Político, Filebo, Timeo, Critias, las Leyes, su diálogo más largo, y finalmente Epinomis. Precisamente al periodo de madurez, y a las obras que hemos señalado, es preciso volver la mirada para encontrar aquellos trozos de nuestra tradición qué él personalmente alumbró, y que hacen de él uno de los padres de Occidente.
Un primer paso, que de por sí representa un salto definitivo para la historia del pensamiento, lo constituye la fundación de la metafísica, «punto fundamental del que depende por completo el nuevo planteamiento de todos los problemas de la filosofía y el nuevo clima espiritual que sirve de trasfondo a dichos problemas y a sus soluciones»[21].
La filosofía había nacido a partir de la exigencia del hombre por darse razón de la realidad acudiendo a la realidad misma, superando así el pensamiento mítico, que necesitaba remitir al hombre fuera de la realidad para explicarla. Con ello ya se había dado un salto increíble en la historia de la humanidad, y se había abierto una vía de navegación novedosa, que representa la primera y más característica nota de distinción del ser europeo: el tener en la más alta estima la razón y su ejercicio más propio, el filosófico. Si con ello se respondía a una exigencia de la razón humana, quedaba un segundo desafío de no menor entidad, pues para explicar la realidad a partir de lo que ella nos muestra era preciso hacer justicia a un tiempo a la multiplicidad y cambio de lo real y, al tiempo, a la exigencia de unidad y permanencia que el entendimiento humano reclama para poder comprender.
Las primeras aproximaciones sólo habían conseguido dar una explicación mecánica a los fenómenos y, a lo sumo, postular la existencia de una inteligencia, un nous ordenador que diera cuenta de la variabilidad de las cosas. Pero a esta intuición genial de la existencia en las cosas de algo que va más allá de ellas, de una contextura distinta de lo que sensiblemente podemos observar, no se le sacó todo el partido que era posible, pues a la postre la explicación de los fenómenos reales volvía a ser mecanicista: «Oyendo en cierta ocasión —dice Sócrates— a uno que leía un libro, según dijo, de Anaxágoras, y que afirmaba que es la mente la que lo ordena todo y es la causa de todo, me sentí muy contento con esa causa y me pareció que de algún modo estaba bien el que la mente fuera la causa de todo… Pero de mi estupenda esperanza, amigo mío, salí defraudado cuando al seguir leyendo veo que el hombre no recurre para nada a la inteligencia ni le atribuye ninguna causalidad en la ordenación de las cosas, sino que aduce como causas aires, éteres, aguas y otras muchas cosas absurdas»[22].
Se trata de una decepción ante quienes confunden el fundamento de la realidad (aquello en lo que verdaderamente consiste) con las condiciones materiales que la hacen posible, «algo muy parecido a como si uno afirmara que Sócrates hace todo lo que hace con inteligencia y, luego, al intentar exponer las causas de lo que hago, dijeran que ahora estoy aquí sentado [en la cárcel esperando la ejecución de la pena capital] por esto, porque mis huesos son sólidos y tienen articulaciones que los separan unos de otros, y los tendones son capaces de contraerse y distenderse, y … hacen que yo sea ahora capaz de flexionar mis piernas, y ésa es la razón por la que estoy aquí sentado con las piernas dobladas… descuidando nombrar las causas de verdad: que, una vez que a los atenienses les pareció mejor condenarme a muerte, por eso también a mí me pareció mejor estar aquí sentado, y más justo aguardar y soportar la pena que me imponen. Porque, ¡por el perro!, según yo opino, hace tiempo que estos tendones y estos huesos estarían en Megara o en Beocia».
Eso llevó a Platón a iniciar una «segunda singladura en la búsqueda de la causa»[23], y a abrir un horizonte enteramente nuevo. Se solía llamar segunda navegación a la que realizan los marineros a fuerza de remos ante la ausencia de viento o cuando no les es propicio. Y no fue menor el esfuerzo que era preciso realizar ahora, pues «debía precaverme para no sufrir lo que los que observan el sol durante un eclipse sufren en su observación», y así «opiné que era preciso refugiarme en los conceptos para examinar en ellos la verdad real», y desde ellos ascender al fundamento último de todo; con la seguridad de que lo más real de las cosas no estaba en lo que de ellas aparece, ni siquiera en lo que inmediatamente suscitaban en la inteligencia del hombre como su signo natural, sino más allá de ellas y dándoles el ser.
Esta segunda navegación «constituye una conquista que señala al mismo tiempo la fundación y la etapa más importante de la historia de la metafísica»[24] y hace de Platón «el más revolucionario de todos los filósofos, por no haber descubierto simplemente nuevos hechos, sino también nuevas dimensiones»[25]; y, sin embargo, no es ella el rasgo más característico de Platón, pues representa ‘exclusivamente’ la vía regia de acceso al problema que desde el principio hasta el final de su vida fue el centro de su interés primordial: la naturaleza del hombre y el modo como había de ser vivida la vida humana; la metafísica sólo señalaba el camino que había que seguir.
«La investigación que intentaremos no es sencilla —dice Sócrates— sino que, según me parece, requiere una mirada penetrante»[26]. Esta alusión a la indagación metafísica está en el comienzo de su más importante obra, la República, y se formula al afrontar el más formidable desafío que sea posible pensar: cuál es la razón por la que el hombre debiera obrar el bien si su acción fuera completamente ignorada por cualquiera que no sea él, desconocida para los hombres y los dioses, e incluso ignorada en aquél definitivo momento en que se podrá al descubierto todo lo oculto de la vida humana (con ocasión del juicio final, en el Hades). O dicho de otro modo: ¿cómo debe vivir el hombre considerando sólo lo que exige su dignidad?, y por tanto ¿dónde radica la dignidad humana?
En la República la cuestión está formulada directamente al comienzo de la obra, y en ella Sócrates se plantea cómo debería obrar el hombre si él fuera el único espectador de sus propios actos, y éstos a nadie más que a él afectaran. Eso obliga a Platón a volver la mirada hacia el hombre mismo para reconocer cuál es su contextura última, y en qué consiste su vida. Un estudio del alma y de aquello que más íntimamente la conforma es la tarea a la que se aplica en la primera parte de la obra, estudiando de qué consta y cuáles son sus mejores disposiciones, así como el modo de desarrollarlas, en la convicción de que en el término de su educación y en el desarrollo de su excelencia el hombre no sólo muestra lo que está llamado a ser, sino que fundamentalmente se muestra lo que más íntimamente le constituye. En la segunda parte de la obra (desde los libros VIII hasta el final), Platón hace un ejercicio de indagación semejante, pero tomando un punto de partida distinto: a partir de la vida del hombre; en la seguridad que el hombre no es algo distinto de su vida (la vida es el ser del viviente, decía Aristóteles), y que ésta, por tanto, desvela quién es el hombre: así como cada uno es, así le parece a él el fin («qualis unusquisque est, talis finis videtur ei»[27]).
No podemos, ni nos interesa, mostrar el recorrido que hace; una de las genialidades de las obras de Platón consiste en que, sin perder jamás el hilo expositivo, Platón es capaz de hablar (o dejar caer en la conversación) todo tipo de cuestiones sobre la mayor variedad posible de temas. Pero sí es preciso reparar en dos cuestiones: por un lado, que la definición que va a dar de la mejor disposición del alma humana (la definición que da de la justicia), no se hace a partir de la conformidad del hombre o su acción con una medida externa al hombre mismo, sino a partir del efecto que produce en el interior del hombre mismo: la unidad.
«La justicia era en realidad, según parece, algo de esa índole, mas no respecto del quehacer exterior de lo suyo, sino respecto del quehacer interno, que es el que verdaderamente concierne a sí mismo y a lo suyo… Tal hombre ha de disponer bien lo que es suyo propio en sentido estricto, y se autogobernará, poniéndose en orden a sí mismo con amor y armonizando sus tres especies simplemente como los tres términos de la escala musical: el más bajo, el más alto y el medio. Y si llega a haber otros términos intermedios, los unirá a todos; y se generará así, a partir de la multiplicidad, la unidad absoluta, moderada y armónica. Quien obre en tales condiciones, ya sea en la adquisición de riquezas o en el cuidado del cuerpo, ya en los asuntos del estado o en las transacciones privadas, en todos estos casos tendrá por justa y bella —y así la denominará— la acción que preserve este estado del alma y coadyuve a su producción, y por sabia la ciencia que supervise dicha acción. Por el contrario, considerará injusta la acción que disuelva dicho estado anímico y llamará ‘ignorante’ a la opinión que la haya presidido»[28].
Por otro lado, la determinación de los modos de vida, es decir, la determinación de los tipos de alma humana se hace a partir de los afectos humanos, del bien que preside la vida humana y a cuya consecución el hombre se ordena, y de este modo sienta un principio que tendrá validez universal, no sólo en el plano de la filosofía política[29] (siguiendo precisamente esta intuición san Agustín definirá siglos después la comunidad política como «la reunión de la multitud racional asociada por la concorde comunión en las cosas que ama»[30]), sino sobre todo en el plano de la vida concreta del hombre, de la vida moral, pues como dice santo Tomás, «la vida del hombre consiste en el afecto que principalmente le constituye y en el que encuentra su mayor satisfacción»[31]; es a partir de que compartimos este afecto con nuestros amigos —añadirá en santo doctor— que queremos estar con ellos.
Vale la pena sintetizar los dos puntos que se han señalado, para introducir un segundo elemento en la comprensión del hombre de Platón: por un lado, la más alta realización humana (“aquello que el hombre verdaderamente es, y no sólo en apariencia”, diríamos siguiendo a Sócrates), consiste en aquello que le proporciona la más íntima unidad, le hace más íntimamente uno; de otro, esta realización de la unidad en la vida humana, en el hombre mismo, depende de aquello en que ha puesto su afecto. Ambos aspectos, complementarios y verdaderos, muestran en su misma expresión y en la experiencia que tenemos de la vida, que constituyen sólo una posibilidad en la vida del hombre, y que en esa posibilidad misma radica el misterio del hombre:
«Modela una única figura de una bestia polícroma ypolicéfala, que posea tanto cabezas de animales mansos como de animales feroces, distribuidas en círculo, y que sea capaz de transformarse y de hacer surgir de sí misma todas ellas… plasma ahora una figura de león y otra de hombre, y haz que la primera sea más grande y la segunda la que le siga… combina entonces las tres figuras en una sola de modo que se reúnan entre sí.
En torno suyo modela desde afuera la imagen de un solo ser, el hombre, de manera que quien no pueda percibir el interior sino solo la funda externa, le parezca un único animal, el hombre»[32].
Para Platón, el misterio del hombre y su vida es de una profundidad difícil de exagerar, y este misterio arraiga en una peculiar condición de la naturaleza humana que reconoce en sí una escisión que es a un tiempo propia y extraña:
«Primero es preciso que conozcáis la naturaleza humana y las modificaciones que ha sufrido, ya que nuestra antigua naturaleza no era la misma de ahora, sino diferente —dice por boca de Aristófanes—. En primer lugar, tres eran los sexos de las personas, no dos, como ahora, masculino y femenino (…) En segundo lugar, la forma de cada persona era redonda en su totalidad, con la espalda y los costados en forma de círculo. Eran también extraordinarios en fuerza y vigor y tenían un inmenso orgullo, hasta el punto de que conspiraron contra los dioses. Y lo que dice Homero de Esfialtes y de Oto se dice también de ellos: que intentaron subir hasta el cielo para atacar a los dioses. Entonces Zeus y los demás dioses deliberaban sobre qué debían hacer con ellos y no encontraban solución. Porque ni podían matarlos y exterminar su linaje, fulminándolos con el rayo como a los gigantes, pues entonces se les habrían esfumado también los honores y sacrificios que recibían de parte de los hombres, ni podían permitirles tampoco seguir siendo insolentes. Tras pensarlo detenidamente dijo, al fin, Zeus: “Me parece que tengo el medio de cómo podrían seguir existiendo los hombres y, a la vez, cesar de su desenfreno haciéndolos más débiles. Ahora mismo, dijo, los cortaré en dos mitades a cada uno y de esta forma serán a la vez más débiles y más útiles para nosotros por ser más numerosos. Andarán rectos sobre dos piernas y si nos parece que todavía perduran en su insolencia y no quieren permanecer tranquilos, de nuevo, dijo, los cortaré de nuevo en dos mitades de modo que caminarán dando saltos sobre una sola pierna”. Dicho esto, cortaba a cada individuo en dos mitades, como los que cortan los huevos con crines. Y al que iba cortando ordenaba a Apolo que volviera su rostro y la mitad de su cuello en dirección del corte, para que el hombre, al ver su propia división, se hiciera más moderado»[33]
Por un lado, esta escisión, que es la causa de la esencial debilidad humana, no es propia de la naturaleza más originaria del hombre, sino extraña: «nuestra antigua naturaleza no era la misma de ahora, sino diferente». De otro lado, el amor del hombre, que es su principio configurador más íntimo, como decíamos, es la vía por la que puede lograr restaurar su naturaleza original, por la que puede recuperar la unidad por la que siente tanta nostalgia.
«Desde hace tanto tiempo, pues, el amor de los unos a los otros es innato en los hombres y restaurador de su antigua naturaleza, que intenta hacer uno solo de dos y sanar la naturaleza humana»[34].
Pero en la condición actual, sólo en parte nuestros amores nos pertenecen, pues la posibilidad de la caída incluso en los deseos más indignos está siempre presente, de un modo sorprendente, en todos, hasta en los mejores de nosotros: «lo que queremos dar por conocido —dice Sócrates— es que en todo individuo hay una especie terrible, salvaje y sacrílega de apetitos, inclusive en algunos de nosotros que pasamos por mesurados: esto se torna manifiesto en los sueños»[35]; de manera que el hombre puede llegar a hacer «continuamente durante la vigilia lo que pocas veces hacía en sueños, sin arredrarse ante crimen alguno»[36]. Ésta es una posibilidad siempre abierta frente a él, y frente a la vida humana, constituirse en «el peor de los hombres: el que despierto resulta similar de algún modo al que hemos descrito durmiendo»[37].
De ahí la tensión moral de la filosofía de Platón, («grande es la contienda, mi querido Glaucón, mucho más grande de lo que parece, entre llegar a ser bueno o malo»[38]), y la profunda inteligencia con la que se aproxima al problema fundamental de la vida humana: «nuestro examen corresponde a lo más importante: el modo de vivir bien y de vivir mal», éste es el tema fundamental de la filosofía de Platón y, a la postre, el tema único de toda filosofía humana: cómo debemos vivir, qué debemos amar.
Esto precisamente, localizar y formular el problema del hombre, y saber volver la mirada hacia el hombre mismo y su amor, para encontrar en él la causa de su condenación o salvación[39], supone un cambio sin parangón alguno en la concepción del hombre sobre sí mismo y su vida que hizo que los Padres de la Iglesia consideraran a la filosofía de Platón y Aristóteles como el fruto de una especial providencia de Dios sobre el pueblo griego, semejante a la que había tenido con el pueblo de Israel; hasta el punto de hablar de un segundo Antiguo Testamento y referirse a Platón como un «Moisés ático»[40], o hacer decir a san Agustín que, en lugar de tanto culto a dioses inútiles, los paganos debían haber levantado un templo a Platón, pues «a este Platón habría que ponerlo entre los semidioses»[41].
Pero no seríamos justos si sólo dejáramos planteado el problema así, aunque ya con ello es mucho lo dicho. Porque Platón aporta un último elemento, que es el que da título a esta semblanza que hacemos de él: En busca del centro divino.
«Hay algo que deseo desde niño —dice Sócrates—, como otros desean otras cosas. Quién desea tener caballos, quién perros, quién oro, quién honores. A mí, sin embargo, estas cosas me dejan frío, no así el tener amigos, cosa que me apasiona; y tener un buen amigo me gustaría más que la mejor codorniz del mundo o el mejor gallo, e incluso, por Zeus, más que el mejor caballo, que el mejor perro. Y creo, por el perro, que preferiría, con mucho, tener un compañero, a todo el oro de Darío. ¡Tan amigo soy de los amigos!»[42]
Y pregunta con toda ingenuidad, «… de qué modo se hace uno amigo de otro». Esta indagación por la amistad (en la que coincide con los más grandes espíritus de nuestra tradición occidental que reconocen a la amistad un papel principal en la vida humana —«sin amigos nadie querría vivir», dice Aristóteles al comienzo del libro VIII de la Ética[43]—) le lleva a encontrar «lo primero amado»: «aquello que es lo primero amado y por causa de lo cual decimos que todas las otras cosas son amadas…».
«Todas las cosas de las que decimos que somos amigos por causa de otras nos engañan, como si fueran simulacros de ellas; pero donde está este primer principio, allí está lo verdaderamente querido»[44]
Y, aunque distinguirá una primera causa del deseo y del amor en el anhelo de aquello de que se carece, pronto aparecerá «otra causa del querer y del ser querido»[45] más poderosa y verdadera (pues aun «cuando desaparezcan los males, habrá, según parece, algunas cosas queridas»[46]): aquello en lo que reconocemos lo más propio de nuestra naturaleza, de nosotros mismos, y a lo que pertenecemos; «el amor, la amistad, el deseo apuntan, al parecer, a lo más propio y próximo», «si vosotros sois amigos entre vosotros es que, en cierto sentido, os pertenecéis mutuamente por naturaleza… En efecto, si el uno desea al otro, o lo ama, no lo desearía o amaría o querría, si no hubiese una cierta connaturalidad hacia el amado… aquellos que se pertenecen por naturaleza tienen que amarse».
De este modo, dice Platón, «el bien es connatural a todo y lo malo extraño»[47].
Esta concepción del amor, como el movimiento por el cual el hombre se unifica interiormente y retorna al lugar al que pertenece y en el que más propiamente se reconoce, retorna al bien, funda la concepción moral de Platón y con ello la intuición compartida por la tradición occidental que hace descansar en el interior del alma humana una huella de la divinidad, «aquello primero amado».
En esto consiste la verdadera aportación de Platón: localizar el centro divino del hombre y encaminar hacia allí la vida humana. No es posible leer sus diálogos sin admirarse por la genialidad de sus intuiciones ni la belleza de sus desarrollos, que han influido en la historia del mundo y nuestra cultura como muy pocas otras figuras lo han hecho. Pero la conmoción mayor es la que produce el descubrimiento de la belleza, grandeza y sencillez con la que concibe la vida humana.
Sólo nos ha dejado una oración en sus Diálogos, pero en ella habla de la vida humana como un camino a recorrer con amigos, y para el que es preciso pedir a Dios que nos conceda lo único que es necesario: bondad de alma, aprecio a la sabiduría y amor a la pobreza.
Esperemos que el Dios verdadero nos lo conceda también a nosotros.
«Sóc.¾¿Y no es propio que los que vayan a ponerse en camino hagan una plegaria?
Fed.¾¿Por qué no?
Sóc.¾Oh querido Pan, y todos los otros dioses que aquí habitéis, concededme que llegue a ser bello por dentro, y todo lo que tengo por fuera se enlace en amistad con lo de dentro; que considere rico al sabio; que todo el dinero que tenga sea el que puede llevar y transportar consigo un hombre sensato, y no otro ¿Necesitamos de alguna otra cosa, Fedro? A mí me basta con lo que he pedido.
Fed.¾Pide todo esto también para mí, ya que son comunes las cosas de los amigos.
Sóc.¾Vayámonos»[48]
PLATÓN Banquete
«Éstas son, pues, las cosas del amor en cuyo misterio también tú, Sócrates, tal vez podrías iniciarte. Pero en los ritos finales y suprema revelación, por cuya causa existen aquéllas, si se procede correctamente, no sé si serías capaz de iniciarte. Por consiguiente, yo misma te los diré —afirmó— y no escatimaré ningún esfuerzo; intenta seguirme, si puedes. Es preciso, en efecto —dijo— que quien quiera ir por el recto camino a ese fin comience desde joven a dirigirse hacia los cuerpos bellos. Y, si su guía lo dirige rectamente, enamorarse en primer lugar de un solo cuerpo y engendrar en él bellos razonamientos; luego debe comprender que la belleza que hay en cualquier cuerpo es afín a la que hay en otro y que, si es preciso perseguir la belleza de la forma, es una gran necedad no considerar una y la misma belleza que hay en todos los cuerpos. Una vez que haya comprendido esto, debe hacerse amante de todos los cuerpos bellos y calmar ese fuerte arrebato por uno solo, despreciándolo y considerándolo insignificante. A continuación debe considerar más valiosa la belleza de las almas que la del cuerpo, de suerte que si alguien es virtuoso del alma, aunque tenga un escaso esplendor, séale suficiente para amarle, cuidarlo, engendrar y buscar razonamientos tales que hagan mejores a los jóvenes, para que sea obligado, una vez más, a contemplar la belleza que reside en las normas de conducta y a reconocer que todo lo bello está emparentado consigo mismo, y considere de esta forma la belleza del cuerpo como algo insignificante. Después de las normas de conducta debe conducirle a las ciencias, para que vea también la belleza de éstas y, fijando ya su mirada en esa inmensa belleza, no sea, por servil dependencia, mediocre y corto de espíritu, apegándose como esclavo, a la belleza de un solo ser, cual la de un muchacho, de un hombre o de una norma de conducta, sino que, vuelto hacia ese mar de lo bello y contemplándolo, engendre muchos bellos y magníficos discursos y pensamientos en ilimitado amor por la sabiduría, hasta que fortalecido entonces y crecido descubra una única ciencia cual es la ciencia de una belleza como la siguiente. Intenta ahora —ahora— prestarme la máxima atención posible. En efecto, quien hasta aquí haya sido instruido en las cosas del amor, tras haber contemplado las cosas bellas en ordenada y correcta sucesión, descubrirá de repente, llegando ya al término de su iniciación amorosa, algo maravillosamente bello por naturaleza, a saber, aquello mismo, Sócrates, por lo que precisamente se hicieron todos los esfuerzos anteriores, que, en primer lugar, existe siempre y ni nace ni perece, ni crece ni decrece; en segundo lugar, no es bello en un aspecto y feo en otro, ni unas veces bello y otras no, ni bello respecto a una cosa y feo respecto a otra, ni aquí bello y allí feo, como si fuera para unos bello y para otros feo. Ni tampoco se le aparecerá esta belleza bajo la forma de un rostro ni de unas manos ni de cualquier otra cosa de las que participa un cuerpo, ni como razonamiento, ni como una ciencia, ni como existente en otra cosa, por ejemplo, en un ser vivo, en la tierra, en el cielo o en algún otro, sino la belleza en sí, que es siempre consigo misma específicamente única, mientras que todas las otras cosas participan de ella de una manera tal que el nacimiento y muerte de éstas no le causa ni aumento ni disminución, ni le ocurre absolutamente nada. Por consiguiente, cuando alguien asciende a partir de las cosas de este mundo mediante el recto amor de los jóvenes y empieza a divisar aquella belleza, puede decirse que toca casi el fin. Pues esta es justamente la manera correcta de acercarse a las cosas del amor o de ser conducido por otro: empezando por las cosas bellas de aquí y sirviéndose de ellas como de peldaños ir ascendiendo continuamente, en base a aquella belleza, de uno solo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a los bellos conocimientos, y partiendo de estos terminar en aquel conocimiento que es conocimiento no de otra cosa sino de aquella belleza absoluta, para que conozca al fin lo que es la belleza en si. En este periodo de la vida, querido Sócrates —dijo la extranjera de Mantinea—, mas que en ningún otro, le parece la pena al hombre vivir: cuando contempla la belleza en si. Si alguna vez llegas a verla, te parecerá que no es comparable ni con el oro ni con los vestidos, ni con los jóvenes y adolescentes bellos, ante cuya presencia ahora te quedas extasiado y estás dispuesto, tanto tú como otros muchos, con tal de poder ver al amado y estar siempre con él, a no comer ni beber, si fuera posible, sino únicamente a contemplarlo y estar en su compañía. ¿Qué debemos imaginar, pues —dijo—, si le fuera posible a alguno ver la belleza en si, pura, limpia, sin mezcla y no infectada de carnes humanas, ni de colores, ni de, en sume, de oras muchas fruslerías mortales, y pudiera contemplar la divina belleza en sí, específicamente única? ¿Acaso crees —dijo—que es vana la vida de un hombre que mira en esa dirección, que contempla esa belleza con lo que es necesario contemplarla y vive en su compañía? ¿O no crees que sólo entonces, cuando vea la belleza con lo que es visible, le será posible engendrar, no ya imágenes de virtud, al no estar en contacto con una imagen, sino virtudes verdaderas, ya que está en contacto con la verdad? Y al que ha engendrado y criado una virtud verdadera ¿No crees que le es posible hacerse amigo de los Dioses y llegar a ser, si algún otro hombre puede serlo, inmortal también él?
Esto, Fedro, y demás amigos, dijo Diótima y yo quedé convencido; y convencido intento también persuadir a los demás de que para adquirir esta posesión difícilmente podría uno tomar un colaborador de la naturaleza humana mejor que Eros. Precisamente, por eso, yo afirmo que todo hombre debe honrar a Eros, y no sólo yo mismo honro las cosas del Amor y las practico sobremanera, sino que también las recomiendo a los demás y ahora y siempre elogio el poder y valentía de Eros, en la medida en que soy capaz. Considera, pues, Fedro, este discurso, si quieres, como un encomio dicho en honor de Eros o, si prefieres, dale el nombre que te guste y como te guste»[49].
[1] DIÓGENES LAERCIO Vidas y opiniones de los filósofos eminentes, L. III, 4
[2] TUCIDIDES Historia de las guerras del Peloponeso
[3] JAEGER, W. (1962) Paideia: los ideales de la cultura griega. FCE, Madrid, pág. 373.
[4] PLATÓN, Carta VII, 324 b
[5] PLATÓN, Carta VII 325 a
[6] PLATÓN, Carta VII, 325 d
[7] PLATÓN, Carta VII 326 c
[8] JAEGER, W. (1962) Paideia: los ideales de la cultura griega, pág. 19.
[9] Ibidem, pág. 375.
[10] PLATÓN Fedro 276 e-277 a
[11] PLATÓN Banquete 209 c
[12] PLATÓN Carta VII 341 c—d
[13] Ibídem
[14] SANTO TOMÁS, Sum. Theol. III, 1. 42, a. 4 resp.
[15] PLATÓN Fedro 278 a
[16] Ibídem
[17] Hará decir a Sócrates (que en sus setenta años de vida sólo ejerció en una ocasión una magistratura en Atenas), «yo creo ser uno de los pocos atenienses, por no decir el único, que tienen su mente puesta en el verdadero arte político, y soy el único que hoy día ejerce la verdadera política» (PLATÓN Gorgias 522 c)
[18] GUTHRIE, W.K.C. (1988) Historia de la filosofía griega, vol. IV. Gredos, Madrid, pág. 16
[19] Entre las múltiples clasificaciones que existen, todas ellas más o menos coincidentes en las obras más importantes, desde el periodo de madurez en adelante, tomamos la que incluye E. Lledó en su estudio introductorio a las Obras completas de Platón, no porque nos parezca mejor que los otros, sino porque tiene la virtud de agrupar en un solo periodo, el de madurez, los cuatro diálogos más importantes (LLEDÓ ÍÑIGO, E. [1981] Introducción general, en PLATÓN Diálogos, vol. I. Gredos, Madrid, pp. 7—135)
[20] HIRSCHBERGER, J. (1974) Historia de la filosofía. Herder, Barcelona, pág. 87.
[21] REALE, G. y ANTISERI, D. (1995) Historia del pensamiento filosófico y científico. T. I. Barcelona, Herder, pág. 126.
[22] PLATÓN Fedón 97 c y ss.
[23] PLATÓN Fedón 99 d y ss.
[24] «En realidad, todo el pensamiento quedará decisivamente condicionado por esa distinción: ya sea en la medida en que se la acepte, como es obvio, o en la medida en que no se la acepte. En este último caso tendrá que justificar de un modo polémico su no aceptación y siempre quedará dialécticamente condicionado por dicha polémica» (REALE, G y ANTISERI, D. [1995] Historia del pensamiento filosófico y científico, pág. 128).
[25] JAEGER, W. (1946) Aristóteles. FCE, Méjico, D.F., pág. 32.
[26] PLATÓN República 368 c
[27] SANTO TOMÁS In Sententia Ethic., lib. 3 l. 13 n. 2
[28] PLATÓN República 443 d-e
[29] De este modo define Platón cada uno de los regímenes políticos corrompidos que examina a partir de una progresiva degradación en los bienes que cautivan el alma del hombre, y en torno a los cuales se reúnen los ciudadanos, desde el bien superior del apetito irascible hasta los bienes sensibles más bajos (la ‘timocracia’ se define como «el régimen político basado en el amor al honor» [República 545 b]; la ‘oligarquía’ como el de los «amigos de la riqueza y de acrecentamiento de ésta» [República 551 a]; a su vez la ‘democracia’ como el régimen en el que el hombre «pone todos los placeres en pie de igualdad; [y] vive así transfiriendo sin cesar el mando de sí mismo al [placer] que caiga a su lado, como si fuera cuestión de azar, hasta que se sacia y luego se vuelve hacia otro, sin desdeñar a ninguno, sino alimentando a todos por igual» [República 561 b] y, al no prevalecer bien alguno que ordene la vida humana, se tiene «la libertad de hacer en el Estado lo que a cada uno le da la gana» [República 557 b]; y, por último, la ‘tiranía’, en el que la anomía de una vida desordenada y entregada a satisfacer el placer «engendra en él un amor que se ponga a la cabeza de los deseos ociosos…, como un gran zángano alado… implantando en él el aguijón de la pasión insatisfecha» que hace enloquecer al hombre y le «viste con la esclavitud más dura y más amarga, la de los esclavos» [República 569c], «¿Y no será por este motivo por lo que desde hace mucho se dice que Eros es tirano?» [República 573 b].
[30] SAN AGUSTÍN La Ciudad de Dios XIX, 24
[31] SANTO TOMAS DE AQUINO, Sum. Theol. II-II, q. 179, a. 1 resp.
[32] PLATÓN República 588 c-e
[33] PLATÓN Banquete 189 d – 190 e
[34] PLATÓN Banquete, 189 d-192 e
[35] PLATÓN República 572 b
[36] PLATÓN República 574 e
[37] PLATÓN República 576 b
[38] PLATÓN República 608 b
[39] Y esto no sólo en términos metafóricos, sino en el más realista sentido en que siempre se ha entendido la salvación cuando se habla de la vida del hombre: el mito sobre el juicio final que aparece en el Fedón (Fedón 113 d – 115 b) dando confianza a Sócrates («es bella la competición y la esperanza grande» [Fedón 114 c]), es el mismo que aparece en el Critón como elemento argumentativo definitivo frente al sofista Calícles [Gorgias, 522 e y ss], y en el relato del soldado de Panfilia, el mito de Er, en la República (República 614 b – 621 b), que finalmente hace exclamar a Sócrates confiado: «de este modo, Glaucón, se salvó el relato y no se perdió, y también podrá salvarnos a nosotros, si le hacemos caso».
[40] CLEMENTE DE ALEJANDRÍA Stromata I, 22. San Agustín refiere que tal era la coincidencia de la filosofía de Platón con las verdades cristianas, que muchos (él entre ellos) creían que Platón había tenido acceso a las Sagradas Escrituras en sus viajes a Egipto («Se admiran algunos, unidos a nosotros, de la gracia de Cristo cuando oyen o leen que Platón ha tenido este conocimiento de Dios, que reconocen tan en armonía con la verdad de nuestra religión. Por ello han pensado algunos que al ir a Egipto oyó al profeta Jeremías o leyó en el mismo viaje los libros proféticos; y yo mismo consigné esta opinión en algunos de mis libros»), pero el cómputo diligente de las fechas prueba que no fue así. Y es la afirmación del ser inmutable e idéntico a sí mismo como fundamento de toda la realidad mutable, lo que más movió a san Agustín a considerar que Platón debía haber conocido la Revelación: « Lo que ha influido muchísimo en mí para llegar casi a creer que Platón no fue un desconocedor de los Sagrados Libros es esto: las palabras de Dios llevadas por el ángel a Moisés… “Yo soy El que soy. Esto le dirás a los israelitas: Yo soy, me envía a vosotros”. Como si en comparación de ‘El que es’ por ser inmutable no existieran las cosas que son mudables. Platón sostuvo esto con tenacidad y lo recomendó con toda solicitud. Yo no sabría decir si esto se encuentra en alguno de los libros que existieron antes de Patón, a no ser donde se dijo: “Yo soy el que soy. Yo soy me envía a vosotros”» (SAN AGUSTÍN La Ciudad de Dios VIII, 11)
[41] SAN AGUSTÍN La Ciudad de Dios II, 13
[42] PLATON Lisis 211 d
[43] ARISTÓTELES Ética a Nicómaco VIII, 1 (1155 a), y santo Tomás comenta que es verdad, porque «nadie elegiría vivir teniendo todos los bienes exteriores pero sin amigos» (TOMAS DE AQUINO In Sententia Ethic., lib. 8 l. 1 n. 2).
[44] PLATÓN Lisis 219 c-d
[45] PLATÓN Lisis, 221 d
[46] PLATÓN Lisis 221 b
[47] PLATÓN Lisis 221 e-222 c
[48] PLATÓN Lisis 279 b
[49] PLATON, El Banquete 210 a-212 b
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24 de febrero de 2013