Piketty «supera» el capital. Por Carlos Rodríguez Braun

Analíticamente endeble, el autor presenta en ‘Capital e ideología’ un nuevo paradigma comunista, con limitaciones a la propiedad

Foto: Deusto

Reseñamos aquí hace un lustro El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty (Clichy, 1971) y también atendimos a su texto más divulgador, La crisis del capital en el siglo. El presente volumen del economista francés es un ejemplo más de lo que Popper llamó “La miseria del historicismo”, es decir, pretender conocer las leyes de la historia. Así como Marx redujo la historia a la lucha de clases, el talismán clave para Piketty es la desigualdad, que explica lo que sucede en la sociedad en todos los lugares y en todos los tiempos. Es un mal que se sustenta en la propiedad privada y el mercado; y la “ideología”, que, como es sabido, es lo que piensan los otros, sirve para justificar la desigualdad, la propiedad y el mercado.

Insiste en que no quiere destruir el capitalismo sino “superarlo”. Repite que vivimos en un deplorable “hipercapitalismo”, y que lo realmente malo es la “sacralización” de la propiedad privada y, en tiempos modernos, su defensa exagerada por parte de los “neopropietaristas”. Juega con una tercera vía, supuestamente moderada entre el “conservadurismo elitista” y el “mesianismo revolucionario”. Equipara capitalismo y socialismo, para intentar convencer al lector de que la Unión Soviética, salvo al final, era igual de próspera que los Estados Unidos. No niega el progreso global, no es un necio, pero sí el papel del capitalismo en ese progreso. De hecho, no explica por qué la economía crece: solo le interesa que es un progreso desigual y contaminador.

    Insiste Piketty en que no quiere destruir el capitalismo sino “superarlo”, jugando con una tercera vía

Después de 700 páginas de condenas a la propiedad privada, que asocia con la opresión de los trabajadores, el colonialismo y la esclavitud, Piketty llega al sistema que acabó con esa propiedad. Y el balance es suave, hasta el afirmar que el fracaso de puede medirse por la cantidad de presos, población que inmediatamente compara con los encarcelados en Estados Unidos. Celebra el éxito económico del comunismo bajo Stalin, por “haber sacado al pueblo ruso del zarismo y la miseria”. Y si hay que criticar el comunismo es por su desigualdad, y porque en el fondo es como el capitalismo: “ambas ideologías son víctimas de una forma de sacralización, en un caso de la propiedad privada, en el otro de la propiedad estatal”. Como si solo fueran dos formas apenas diferentes de la misma cosa.

Desdeña a pensadores liberales, como Tocqueville y Montesquieu, pero sobre todo a Hayek, a quien se refiere varias veces asociándolo con la dictadura de Pinochet. No dice ni una palabra de los intelectuales que apoyaron las dictaduras comunistas. Y tampoco menciona los millones de trabajadores muertos de hambre por el sistema anticapitalista. El mensaje que transmite es que lo malo del comunismo vino después de la caída del Muro, por la “desilusión poscomunista” que tendió a “debilitar la esperanza en una mayor justicia”.

Piketty incurre en la vieja falacia, recuperada por Mazzucato entre otros, de que los ricos no merecen su riqueza, porque no es suya sino de la sociedad y propone acabar con la desigualdad mediante una gran subida del gasto público y los impuestos.

   Analíticamente endeble, el autor presenta un nuevo paradigma comunista, con limitaciones a la propiedad

La retórica es aparentemente delicada, “socialismo participativo” y “propiedad temporal”, pero se trata de un proyecto antiliberal redistributivo a gran escala, que recomienda expropiar la mitad de la propiedad y el control de todas las empresas, “incluidas las más pequeñas”, y lanzar una vasta intrusión en la vida de la personas, sus propiedades y sus ahorros, llegando a aplicar una fiscalidad progresiva a las fundaciones privadas en la enseñanza, la cultura, la salud o los medios de comunicación. Anhela estatizar por completo la educación, pero, eso sí, se muestra tolerante en la vestimenta: puede seguir siendo privada.

Endeble analíticamente, y con datos crecientemente cuestionados en el mundo académico, como recordó hace poco The Economist, sus ardides y neologismos no pueden ocultar su proyecto: una vez más, el socialismo, o el comunismo, porque reprocha a los socialistas no haber subido aún más los impuestos, fantaseando con que en Occidente las economías “han dejado de ser economías mixtas”, y que el aumento de la deuda pública se debe a “una estrategia deliberada orientada a reducir el peso del Estado”.

Presenta un nuevo paradigma comunista, con limitaciones a la propiedad y al Estado nación, para poder subir los impuestos sin las actuales cortapisas, como la regla de la unanimidad de la UE. Es cierto que su proyecto aspira a sustituir el socialdemócrata, como señaló el economista Jean Pisani-Ferry en Letras Libres. Sin embargo, ayudará a toda la izquierda en la medida en que subraya consignas caras al antiliberalismo actual, como la lucha contra las desigualdades y el apocalipsis climático. Arremete contra los paraísos fiscales, y todo el rato habla de “deliberación democrática”, no vayamos a creer que es un comunista de los de antes.

Alude a mutualizar la deuda, o impagarla, y resuelve incluso el independentismo catalán mediante la ingeniosa solución de que los catalanes paguen impuestos a Europa y no a España. Como siempre, su socialismo será puro beneficio, dará propiedad a todos y acabará con las tensiones fronterizas y los conflictos políticos.

En esta atractiva “tentación liberticida”, como la llamó Philippe Trainar en Les Echos, Thomas Piketty se ocupa de centrar el foco en los ricos, y hay que rebuscar con paciencia y cuidado para encontrar el reconocimiento de que, como siempre, este nuevo socialismo descarga su coste sobre la masa del pueblo: “El hecho de que las clases populares y medias paguen impuestos significativos no es ciertamente un problema en sí mismo”.

 

Notas

@rodriguezbraun

Capital e ideología.  Thomas Piketty.  Deusto. Barcelona, 2019. 1.248 páginas. 29,95 € . Ebook: 12,99 €

Fuente: https://elcultural.com/piketty-supera-el-capital

22 de enero de 2020

1 comentario Piketty «supera» el capital. Por Carlos Rodríguez Braun

  1. JM

    Autor: Álvaro García Linera:

    “Curva de elefante” y clase media

    Thomas Piketyy en su más reciente libro, Capital e ideología, retoma una gráfica de Milanovic para representar las desigualdades en el mundo en las últimas décadas. Lo notable de esa curva que mide los ingresos de la población es que toma la forma de una “curva de elefante”. Los primeros deciles, que abarcan a las personas del planeta más pobres han experimentado un crecimiento porcentual notable de su capacidad adquisitiva. Los deciles intermedios, es decir los “sectores medios“ han tenido un aumento, pero moderado, en tanto que el decil superior, especialmente el uno por ciento más rico ha experimentado un crecimiento exponencial de sus ingresos, tomando la forma de una pronunciada trompa.

    Salvando las diferencias numéricas es posible también representar la distribución de los ingresos en Bolivia desde el año 2006 al 2018 como una “curva de elefante” moderada.

    Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), entre 2006 y 2018, el 33 por ciento de los bolivianos anteriormente pobres alcanzaron ingresos medios (entre 5 y 50 dólares/día), pasando de 3.3 a 7 millones. El salario mínimo del país, que reciben la mayoría de los asalariados, subió de 440 bolivianos a 2 mil 122 (de 55 a 303 dólares, es decir, 550 por ciento). Como señala el Banco Mundial, Bolivia fue la nación que más favoreció en la pasada década –con distintas políticas redistributivas– los ingresos de 40 por ciento de la población vulnerable, en promedio 11 por ciento anual; por lo que está claro que la primera parte de la curva de Piketty está verificada.

    Las clases altas por su parte, después de la nacionalización de los hidrocarburos, electricidad agua y telecomunicaciones, han tenido también un notable crecimiento de sus ingresos. La rentabilidad anual de la banca ha saltado de 21 a 208 millones anuales. Los productores mineros privados y la agroindustria han pasado de exportar 794 y 160 millones de dólares en 2006 a 4,001 y 434 en 2018. Por su parte, el monto global de la ganancia registrada del sector empresarial ha pasado de 6 mil 700 en 2005 a 29 mil 800 millones de bolivianos en 2018, 440 por ciento más. Lo que verifica la trompa de la curva; con una diferencia respecto a lo que sucedió escala mundial: una reducción drástica de la desigualdad entre el 10 por ciento más rico con respecto al 10 por ciento más pobre que se redujo de 128 veces a 36, fruto de las cargas impositivas a las empresas ( government take gasífero de 80 por ciento, bancario de 50 por ciento y minero de entre 35 y 40 por ciento); por lo que debemos hablar de una trompa de elefante recortada o moderada.

    Lo que falta ahora es saber que pasó con el sector medio de la sociedad.

    Las clases medias tradicionales

    Se trata de un sector social muy diverso en oficios y propiedad formado después de la revolución de 1952 con los retazos de la vieja oligarquía derrotada, pero cohesionada en torno al reciclado sentido común de un mundo racializado en su orden y lógica de funcionamiento. Son profesionales de segunda generación, oficinistas, oficiales uniformados, intermediarios comerciales del Estado, pequeños empresarios ocasionales, ex latifundistas, propietarios de inmuebles alquilados, políticos de oficio, etcétera.

    A primera vista han tenido un incremento de sus ingresos y del valor de sus bienes inmuebles. La tasa de crecimiento de la economía en 14 años, en promedio 5 por ciento anual, ha favorecido en general a toda la sociedad. Pero mientras las clases plebeyas tuvieron un incremento de sus ingresos de al menos 11 por ciento cada año y los asalariados más pobres 500 por ciento en 13 años. En el caso de los salarios altos, el presidente Evo Morales fijó como remuneración máxima el salario presidencial, que se redujo de 26 mil bolivianos a 15 mil; y en 13 años sólo subió a 22 mil, es decir, 46 por ciento, lo que llevó a que los ingresos de los profesionales con cargos más altos tengan que apretarse como acordeón por debajo del techo presidencial. Así, mientras la economía nominalmente pasaba de 9 mil 500 a 41 mil millones de dólares, un aumento de 430 por ciento, las clases medias profesionales sólo tuvieron un incremento menor a 95 por ciento por ciento de su salario promedio. Para las nuevas clases medias populares ascendentes era una gran conquista de igualdad, pero para las tradicionales, posiblemente un agravio.

    Los propietarios de bienes inmuebles no sufrieron una depreciación de sus propiedades ni mucho menos una expropiación, pero el riguroso control de la inflación que ejerció el gobierno (alrededor de 5.4 por ciento en promedio en los pasados 13 años) y la gigantesca política de fomento a la construcción de viviendas, ya sea mediante cientos de miles viviendas estatales donadas y la obligatoriedad de crédito bancario a la construcción de vivienda a una tasa de interés de 6 por ciento, llevó a una amplia oferta que atempero el aumento de los precios de las viviendas en un tope no mayor a 80 por ciento en toda una década.

    De esta manera las clases medias tradicionales tuvieron un incremento moderado de sus ingresos, porcentualmente mucho menor que el de las clases populares y las clases altas, lo que completa la parte baja de la “curva de elefante” de las desigualdades nacionales.

    Si a ello sumamos que en este mismo tiempo a los 3 millones de personas de “ingresos medios” que ya existían en 2005 se sumaran otros 3.7 millones, resulta que para un puesto laboral donde habían tres ofertantes, ahora habrán seis; llevando a una devaluación de facto de 50 por ciento de las oportunidades de la clase media tradicional.

    Esta “devaluación” de la condición social de la clase media se vuelve tanto más visible si ampliamos la forma de medir los bienes de las clases sociales a otros componentes más allá de los ingresos monetarios y el patrimonio, como el capital social, cultural y simbólico.

    Toda sociedad moderna tiene mecanismos formales e informales de regulación de influencias sociales sobre las decisiones estatales. Ya sea para debatir leyes, defender intereses sectoriales, ampliación de derechos, acceso a información relevante, puestos laborales, contratación de obras, créditos, etcétera, los partidos, pero también los lobbys profesionales, los bufetes de abogados y las redes familiares funcionan como herramientas de incidencia sobre acciones estatales. En el caso de Bolivia hasta hace 14 años, los “apellidos notables”, los vínculos familiares, los círculos de promoción estudiantil, las fraternidades, las amistades de residencia gatillaban una economía de favores en el aparato estatal.

    Un apellido siempre ha sido un certificado de “honorabilidad” y, a falta de ello, el paso por determinados colegios, universidades privadas, lugares de esparcimiento o pertenencia a una logia desempeñaban el resorte de parcial blanqueamiento social.

    Ya sea en gobiernos militares o neoliberales siempre había una lógica implícita de los privilegios estatales y de los lugares preestablecidos, social y geográficamente, que las personas debían ocupar.

    Por eso cuando el “proceso de cambio” introduce otros mecanismos de intermediación eficiente hacia el Estado, las certezas seculares del mundo de la clase media tradicional se conmocionan y escandalizan. La alcurnia, la blanquitud y la logia, incluidas su retórica y su estética, son expulsadas por el vínculo sindical y colectivo. Las grandes decisiones de inversión, las medidas públicas importantes, las leyes relevantes ya no se resuelven en el tenis club con gente de suéteres blancos, sino en atestadas sedes sindicales frente a manojos de hojas de coca. La liturgia colectiva sustituye la ilusión del mérito: 80 por ciento de los alcaldes han sido elegidos por los sindicatos; 55 por ciento de los asambleístas nacionales y 85 por ciento de los departamentales provienen de alguna organización social. Los puestos laborales en la administración pública, las contrataciones de obras pequeñas, la propia atención ministerial requiere el aval de algún sindicato urbano o rural. Hasta la “servidumbre doméstica”, vieja herencia colonial del sometimiento de las mujeres indígenas, ahora impone derechos laborales y de trato digno. Los “indios están alzados”, y la indianitud anteriormente arrojada como estigma o veto al reconocimiento, ahora es un plus que se exhibe para decir quien tiene el poder. En todo ello hay una inversión de la polaridad del capital étnico: del indio discriminado se pasa al indio empoderado.

    La plebe, anteriormente arrinconada a las villas y anillos periféricos, invade los barrios de las “clases bien” comprando y alquilando domicilios vecinos rompiendo las tradicionales geografías de clase. Las universidades se llenan de hijos de obreros y campesinos. Los exclusivos shoppings se vulgarizan con familias populares que traen sus costumbres de cargar su comida en aguayo y meterse a los jardines de los prados. Y las oficinas antes llenas de traje, corbata y falda tubo, ahora están atravesados por ponchos, chamarras y polleras.

    Para la clase media es el declive del individuo frene al colectivo, del “buen gusto” frente al cholaje que lo envuelve todo y en todas partes. Hasta las clases altas más hábiles en entender el nuevo relato social se agrupan también como gremio y se vuelven diestras en las puestas en escena corporativas.

    Pero la clase media tradicional no. La simulación siempre ha sido un estilo de su clase, pero que ahora no le da réditos. Otras apariencias más cobrizas, otros hábitos e incluso otros lenguajes ahora desplazan lo que siempre consideró un derecho hereditario. Y antes que racionalizar el hecho histórico, prefiere ahogarse en las emociones de una decadencia social inconsulta. El resultado será un estado de resentimiento de clase contra la igualdad que lo irradiará hasta sus hijos y nietos. Por eso su consigna preferida es “resistencia”. Se trata de resistir la caída del viejo mundo estamental. Y para ello el fascismo es su modo de encostrarse.

    Así, más que una querella por los bienes no adquiridos la rebelión de la clase media tradicional es un rencor encolerizado por lo que considera un desorden moral del mundo, de los lugares que la gente debiera ocupar y de la distribución de reconocimientos que por tradición les debiera llegar.

    Por eso el odio es el lenguaje de una clase envilecida que no duda en calificar de “salvajes” al cholaje que la está desplazando. Y es que al final no se puede ganar impunemente la lucha contra la desigualdad. Siempre tendrá un costo social y moral para los menos, pero lo cobrarán.

    Esta es también una de las preocupaciones de Piketty en su libro, pues está dando lugar a un surgimiento de un tipo de populismo de derechas y de fascismo alentado por la insatisfacción de estos sectores medios con nulo o bajo crecimiento de sus ingresos. Y en el caso de Bolivia a un tipo de neofascismo con envoltura religiosa.

    Álvaro García Linera es Ex vicepresidente de Bolivia en el exilio

    Fuente: https://www.jornada.com.mx/2020/02/08/opinion/018a1mun
    8 de febrero de 2020. MÉXICO

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