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El inicio del mes de noviembre nos invita a pensar la muerte, la de los demás y la propia. La muerte de desconocidos en lugares lejanos que aparece en los medios de comunicación y quizá nos deja indiferentes; la muerte de alguien cercano, de la madre, del hijo, del amigo, que golpea violentamente nuestro corazón hasta hacer tambalear nuestras más íntimas convicciones. «¿Qué dice la filosofía sobre qué pasa después de la muerte?», me espetó hace algunos años una valiosa estudiante, llena de inquietudes y de preguntas. «Realmente nada, le contesté; lo que puedo ofrecerte es más bien mi religión». No es la filosofía, sino la religión —«todas las religiones», escribe Benedicto XVI en las primeras páginas de Jesús de Nazareth— la que intenta desvelar de algún modo el futuro. Los filósofos analizan o definen el concepto de muerte y suelen concluir que es la cesación de la vida, pero añaden poco más, pues la supervivencia de un elemento espiritual —al que desde Platón llamamos «alma»— les resulta del todo misteriosa.
De hecho, muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo viven como si la muerte no existiera o, al menos, como si no fuera con ellos. Es quizás otra muestra del «síndrome de Peter Pan» que afecta a tantas personas infantilizadas. Además, nuestra sociedad ha convertido la muerte en el espectáculo audiovisual por excelencia: llena los telediarios, los periódicos, las películas, pero se trata siempre de algo que, por así decir, les pasa a otros.
Recuerdo bien cuánto me impresionaba en mi infancia el letrero «No tocar. Peligro de muerte», bajo una calavera con dos tibias cruzadas, que había sobre la puerta de los controles eléctricos en el jardín del parvulario. Ahora, para no asustar a los niños, se han sustituido aquellos macabros huesos por un rayo amenazador. A mí siguen impresionándome los terroríficos letreros de las cajetillas de tabaco, rebordeados de negro como si fueran esquelas, advirtiendo que el tabaco mata, pero la mayor parte de los consumidores no parece hacer mucho caso a esas severas advertencias.
Todos los días pienso en mi muerte y eso me lleva a intentar aprovechar mejor el día: ¡carpe diem! Pensar en la muerte con realismo y con normalidad es sano porque nos ayuda a vivir con más intensidad y con más pasión la única vida que tenemos. Nos ayuda a viajar ligeros de equipaje, a tomar más helados, a decir «te quiero» y a dar más abrazos a quienes queremos. Pensar que nuestra vida es única y que se escapa como el agua entre los dedos de las manos, lleva a los poetas a lamentarse de la fugacidad del tiempo: «Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte/ contemplando/ cómo se pasa la vida/ cómo se viene la muerte/ tan callando». Pero, sobre todo, nos urge a disfrutar del presente que es el único tiempo verdadero, a prestar atención a las personas que nos rodean y a las tareas que llevamos efectivamente a cabo, dejando en el olvido el tiempo pasado y sin obsesionarnos tampoco con el futuro.
Pensar en la muerte nos invita también a no malograr la vida con las prisas. Para muchos, como escribió John Lennon en Beautiful Boy, «la vida es lo que te pasa cuando estás ocupado haciendo otros planes». Vivir con plenitud en el presente es la mejor forma de adoptar un estilo de vida con sentido. En uno de sus cuentos Borges describe la triste vida de aquellos semidioses que, como eran eternos, vivían dormitando aletargados en el barro: como nada iba a cambiar el curso de su vida nada tenía sentido para ellos.
Para quienes tenemos más años quizá la sección más consultada del periódico es la de las esquelas y las necrológicas. Nos muestran tanto la fugacidad de la vida como la plenitud de muchas vidas logradas. Quienes somos cristianos sabemos además que el tiempo que tenemos es un don de Dios que no podemos despilfarrar; que podemos redimir el tiempo y por eso ponemos a la vista el Crucifijo, para tener delante de nuestros ojos la clave del sentido de la vida y de la muerte.
Notas
Fuente: https://portaluz.org/opinion/804063162/Pensar-la-muerte.html
7 de noviembre de 2024. ESPAÑA