Se analiza la evolución de la idea de información desde sus iniciales contextos fenoménicos ordinarios preindustriales.
[Trabajo de investigación de doctorado dirigido por Juan Bautista Fuentes Ortega en el Departamento de Filosofía I de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, defendido por su autor en septiembre de 2009.]
Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2010/n095p13.htm
Prólogo
Situación y motivo de este trabajo: el horizonte de la Sociedad de la Información
«7. (…) Todas las personas, en todas partes, deben tener la oportunidad de participar, y nadie debería quedar excluido de los beneficios que ofrece la Sociedad de la Información. (…)
8. Reconocemos que la educación, el conocimiento, la información y la comunicación son esenciales para el progreso, la iniciativa y el bienestar de los seres humanos. Es más, las tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC) tienen inmensas repercusiones en prácticamente todos los aspectos de nuestras vidas. El rápido progreso de estas tecnologías brinda oportunidades sin precedentes para alcanzar niveles más elevados de desarrollo. La capacidad de las TIC para reducir muchos obstáculos tradicionales, especialmente el tiempo y la distancia, posibilitan, por primera vez en la historia, el uso del potencial de estas tecnologías en beneficio de millones de personas en todo el mundo. (…)
67. (…) Si tomamos las medidas pertinentes, pronto todos los individuos podrán juntos construir una nueva Sociedad de la Información basada en el intercambio de conocimientos y asentada en la solidaridad mundial y un mejor entendimiento mutuo entre los pueblos y las naciones. Confiamos en que estas medidas abran la vía hacia el futuro desarrollo de una verdadera sociedad del conocimiento.»{1}
En la España de mediados del siglo XX –y en esto sigo la relación que de ello me hacen mis abuelos y todavía mis padres, y no alguna autoridad de la Sociología de los medios de comunicación–, era acostumbrado que, durante la retransmisión del parte radiofónico o acaso de los primeros espectáculos televisados, los vecinos de mayor trato y demás clientela acudiesen a alguna de las casas pudientes del pueblo o el barrio para tomar asiento en el salón junto a sus anfitriones y seguir en silencio, durante las cortas horas que durase la emisión, la función del aparato receptor, cuya compra por aquellos años muy pocas familias podían asumir. Cuando la concurrencia pasaba de número y se arremolinaba en el salón, aún alguien espiaba desde fuera de la casa, a través de la ventana, las imágenes y sonidos procedentes del aparato receptor, que se montaba dentro de un mueble de carpintería que, en el caso de los televisores, podía llegar a levantar en altura más de un metro. La circuitería electrónica de los receptores de radiofonía y televisión era todavía dependiente de la tecnología de las válvulas de vacío –por lo general, válvulas que debían caldearse antes de alcanzar su estado de funcionamiento– y el tubo de rayos catódicos que barría la pantalla fosforescente de los televisores resultaba demasiado largo y pesado como para ser instalado en horizontal. En las siguientes décadas, la sustitución de los montajes de válvulas de vacío por transistores –amplificadores semiconductores inventados en 1948– permitió a los fabricantes de estos receptores reducir las dimensiones del aparato, simplificar el montaje y ajustar los costos para la producción en cadena. Mientras, las fórmulas financieras de la compra a plazos y el crédito abonaban la primavera de la «clase media» en las ciudades industriales del siglo XX, y con eso, permitían la proliferación de un mercado de consumo a gran escala de la electrónica de comunicaciones y entretenimiento –el género de tecnologías que ahora se envuelve pomposamente bajo el título «TIC» (Tecnologías de la Información y la Comunicación), incluyendo en él las computadoras electrónicas domésticas.
La constante ampliación y renovación de ese mercado pletórico de las tecnologías electrónicas se convirtió en la piedra de toque del desarrollo económico nacional, y fue ya entonces especial objeto de atención de los países que en el umbral del siglo XXI comenzarían a reunirse formalmente bajo el nombre colectivo de G-8{2}. Tras la popularización de los receptores de radio en los años 50, los televisores se distribuyeron por todos los hogares de la renovada «clase media»; y ya a comienzos de los ochenta, cuando el mercado de los receptores de televisión se consideraba «de acceso universal», los reproductores-grabadores de audio y vídeo de cinta electromagnética y las llamadas «computadoras personales» fueron incluidos en el aparejo de productos electrónicos que podía encontrarse sobre el mobiliario de muchas casas. En esas condiciones, con uno o dos televisores tras cada puerta, la costumbre de visitar a los vecinos para sentarse junto a ellos a escuchar el parte radiofónico o a mirar y oír la televisión quedaba sin lugar. Apenas unas décadas después –las que comprenden el paso del autor de estas páginas desde la infancia a la edad adulta– suele ya darse que, al tomar el tren subterráneo a cualquier hora del día, uno se tope con algún viajero manejando un ultrarreducido aparato de telefonía sin cable, o utilizando una pequeña computadora diseñada para ejecutar vistosos video-juegos y reproducir registros de cinematografía y sonido en soporte óptico o electromagnético digital; ese viajero que se sienta a nuestro lado estará, en fin, embebido por los fenómenos del dispositivo portátil, con la vista puesta en una pequeña pantalla de alta resolución, sus manos atentas al juego de las teclas, y taponando con dos discretos auriculares sus pabellones auditivos. La electrónica de los circuitos integrados ha permitido que llevemos en el bolsillo una colección a la carta de registros sonoros musicales que, por lo general, escuchamos con más agrado que la conversación de dos desconocidos que viajan con nosotros en el tren, y quizás, con más interés que la de los propios conocidos. La generación de españoles que conoció la costumbre de pasar a casa de los vecinos para reunirse con éstos frente al televisor ha ido dejando lugar a otra que desarrolla su quehacer cotidiano sobre un aparejo constante de facilidades electrónicas, una cubierta de funciones cibernéticas que la acompaña de un lugar a otro, como a un caracol su concha.
Ante esta «asunción electrónica del sujeto psicológico» –su «elevación a los cielos electrónicos (portátiles)», diríamos– que, en ese vagón del tren metropolitano al que habíamos entrado estará teniendo lugar, el posible afecto de nostalgia «por un pasado mejor» que experimentemos será tan ambivalente en su dirección –¿nostalgia por los tiempos que fueron el aviso de los que conocemos?– como inútil; aunque, dentro de su ambivalencia, podría estar ofreciéndonos un distingo de interés. Quizás el que nos veamos literal y progresivamente rodeados por un cuerpo de artefactos electrónicos o que incorporan un control automático electrónico no resulte intercambiable con otras de las situaciones históricas de «difusión masiva de las tecnologías y sus productos» que –por ejemplo, durante los tiempos del fordismo– canalizaron el proceso de la doble «Revolución industrial» hasta la II Guerra Mundial. Si, como ya refería Carlos Marx en un pasaje de Miseria de la filosofía, la invención de la máquina desmontadora de algodón en 1793 determinó que, en pocos años, la lana y el lino hubieran prácticamente desaparecido de nuestro vestuario –cuando hasta el siglo XIX sus hilos fueron la base de la industria textil popular–, también el desarrollo de la Química orgánica y la Ingeniería química ha facilitado que, en el siglo XX, los tejidos de poliéster y mixtos –más baratos en ocasiones que los obtenidos del algodón– hayan transformado igualmente la industria del tejido. La inexorable transformación del mundo contemporáneo demolería cualquier postura de «resistencia» motivada por la mera nostalgia –la nostalgia ante la pérdida de lo que queda desplazado. El sentido de nuestra mundanidad no es el de quedar «cristalizada» allí donde más cuadre a nuestras constancias biográficas.
Contando con esto último, nuestra tesis inicial es la de que quizás, y pese a que sólo sea así por razones que hay que desarrollar, la nostalgia del «ayer de nuestra infancia» que podamos experimentar puntualmente ante la difusión pletórica de las tecnologías electrónicas y los «entornos cibernéticos» sí lleve impresa su parte de razón. Sostendremos que la configuración histórico-política que se proyecta a sí misma sobre el espejo de la retórica como «Sociedad de la Información» y que pretende alcanzar la distribución universal de las «TIC» –a las que nos referiremos más sobriamente como tecnologías electrónicas de telecomunicación, computación y control- quizás no pueda pasar de ser, en los hechos, una concesión de las instituciones políticas contemporáneas a una necesidad de drástico reajuste: el reajuste del paisaje de los Estados nacionales contemporáneos a las nuevas formas sociológicas requeridas no tanto por la «informatización universal» y sus «beneficios humanos» en abstracto, sino por la roturación de esos paisajes históricos como «continuo espacio-temporal despejado», como «elemento de resistencia despreciable» en que pueda tener lugar la expresión al límite de los mercados opulentos, de la pujanza del negocio de las «nuevas tecnologías» y su introducción como «elemento diferenciador» en la automatización de los servicios y la industria –y, por tanto, en la multiplicación de la rentabilidad de los grandes capitales a una escala antes impensable– y, en definitiva, de la «carrera contra todos y contra el paso del tiempo» en que –parece– no podremos dejar de participar una vez la «Sociedad de la Información» quede implantada{3}. Presentar esa necesidad de la «informatización universal» como una virtud es, en buena parte, rendimiento de las confusiones a las que está sujeta la referencia a la idea de información. De ahí que este trabajo tenga que vérselas justamente con la crítica y prospección de los usos del término; usos que, en su genericidad e impropiedad, han acumulado sobre él un tesoro de oropeles que impide aprehenderlo en su realidad y respetar las notables diferencias de composición entre sus capas semánticas, que podrían responder a lógicas divergentes.
Ha de quedar claro que nuestro propósito no es el de lanzar una imprecación vaga contra las posibilidades abiertas por el desarrollo de ese género de tecnologías y por la extensión de la electrónica «en el campo del control y la comunicación». Es absurdo predicar la «necesidad ética« de prescindir del uso de estas nuevas tecnologías, colocando sobre ellas el título de «artefactos maléficos», o aconsejar la regulación de su uso mediante «códigos éticos» una vez están ya en circulación a gran escala y responden en su presencia a un imperativo material de la producción. Los poderes políticos, independientemente de «consideraciones éticas», se encargan ya de aprobar y aplicar leyes cuyo objeto específico es el de regular los desajustes derivados de esos «nuevos aspectos» propios de la «Sociedad informatizada» o «Sociedad de la Información»: regularlos precisamente para que se desarrollen a plena marcha y «en beneficio de tod@s»{4}. En los meses de redacción de este trabajo, el Gobierno de España anuncia en la prensa gratuita diaria su «Plan Avanza», con el que pretende –sin que deje claro qué beneficio tiene en principio eso para ellos– conceder a «estudiantes, PYMES y a la Ciudadanía» «préstamos de hasta 3.000 euros al 0%» para la adquisición, a título personal, de «todo lo necesario para estar conectado [a la red telemática Internet]», incluyendo un ordenador, impresora, programas y –por supuesto– contratación de servicios de acceso de banda ancha con un operador. Tales son los poderes de la socialdemocracia de la Información, en conjugación con la libertad de mercado.
Y del mismo modo en que insistimos en la impertinencia de un examen de las tecnologías electrónicas «de la información y la comunicación» que se limite a considerarlas «inhumanas», con este trabajo querríamos colaborar en la réplica al discurso «humanista» –propagandístico– propio de los espadachines de la «Sociedad de la Informatización» que presenta la difusión e incorporación universales de las «TIC» como condiciones del advenimiento de un cosmopolitismo angelical de la informatización o –según algunos sociólogos– Computopía. Esta fantasmagoría de la «democracia universal informatizada» sería, desde nuestro punto de vista, sólo la fórmula confusa de las efectivas e innegables novedades que supone, en el ejercicio de la construcción gnoseológica del mundo contemporáneo –el ejercicio de su Ontología dialéctica, en el extremo, aquella teoría que tiene que responder ante el desarrollo de las ciencias estrictas y sus tecnologías– la presencia de esos sistemas cibernéticos como «conceptos recurrentes», realidades a las que hay que remitirse desde una diversidad de campos o lógicas materiales para sostener el desarrollo propio de cada una de éstos. Dando ejemplos de esto último remitimos al lector a cuestiones de hecho que resultan, desde una perspectiva gnoseológica, críticas: por ejemplo, el que sólo mediante un piloto electrónico automático –una computadora de vuelo– pueda ajustarse la proporción de combustible y comburente que ha de inyectarse en cada uno de los motores de un cohete espacial para mantener su trayectoria y velocidad de despegue; el que sólo mediante la colocación en órbita sobre la Tierra de una capa de satélites artificiales –repletos de circuitería electrónica– y el uso de las computadoras más veloces puedan darse previsiones meteorológicas a corto y largo plazo; el que, gracias a la conmutación de llamadas mediante redes y centralitas automatizadas –igualmente electrónicas–, las compañías de teléfonos puedan canalizar a bajo costo, entre dos puntos cualesquiera de su red telefónica, una cantidad de llamadas por segundo que, en los tiempos de la operación manual de las centralitas, hubiese sido inalcanzable –precisamente por requerir el establecimiento de la comunicación de la intervención de uno o más operadores, que «rompían» con su operación manual el orden de magnitud temporal propio del funcionamiento de los aparatos.
De acuerdo con lo que los voceros de la «Sociedad informatizada como sociedad post-industrial» han querido darnos a entender desde los primeros años 80, asumiremos que nos podríamos encontrar, efectivamente, inmersos en una tercera Revolución Industrial. Es decir: contamos con que una aproximación positiva en coordenadas fenomenológicas al papel de las tecnologías electrónicas de computación, el control y comunicación en el eje de la producción desvelaría que éstas son parte formal de situaciones en que el sujeto concreto queda, a todos los efectos, situado en una nueva figura de verdad sintética, en la que la dialéctica entre el plano fenoménico y el plano fisicalista no se limita a «universalizar en demostraciones» las operaciones del sujeto y anular sus condiciones psicológicas (conductuales) de origen, o a «mecanizar» los resultados de una operación definida de ese sujeto y desplazarlo como operador, sino que puede llegar a reconstruir en términos de probabilidad parte de los rendimientos conductuales fenoménicos –conjeturales– que antes modulaban, por medio de la intervención del propio sujeto, el desarrollo de situaciones de «razonamiento probable» como «claves (fenoménicas) alternativas frente a situaciones (fenoménicas) contingentes». Esa nueva figura de verdad dejaría al sujeto situado al otro lado de un panel de control electrónico como mero «alfa y omega» de una dialéctica capaz de asumir, en el mismo desempeño y cierre de su función, cursos de operación alternativos; una dialéctica capaz de reajustarse en su desarrollo de cara al cierre funcional, ante posibles variaciones contingentes, sin requerir de nuevas intervenciones del operador conductual. Hablando de modo muy esquemático: vamos a dar argumentos para sostener que entre la mecanización y la automatización de una función no hay meras diferencias de grado, sino una solución de continuidad que exige la entrada de una reconstrucción de la información en su acepción tradicional. No pueden tomarse por la misma, desde este punto de vista, la situación en que un mecanismo de «piloto automático» compuesto por levas y palancas de los años de la II Guerra Mundial mantenía constantes la velocidad, rumbo y la altura de un avión en vuelo, y la situación en que un misil «fire and forget» se adelanta a las maniobras de un blanco pilotado en movimiento que intenta evitar su impacto y lo alcanza; tampoco podrían igualarse en abstracto una planta industrial de brazos robóticos capaces de funcionar para la «producción flexible» de piezas que se diseñan con un lápiz óptico sobre una pantalla controlada por una computadora, y la máquina tejedora de vapor del XVIII y el XIX –ni siquiera cuando nos encontrásemos con la famosa máquina «programable» de Jacquard, que podía producir tejidos de diferentes patrones, siguiendo la secuencia de movimientos que una ficha de cartón perforado determinaba al contacto con una de matriz de resortes mecánicos.
Hay, sin embargo, un punto en el que ya no podemos dar la razón a los espadachines de la Sociedad de la Información –ni siquiera al reconstruir y volver a interpretar sus argumentos desde nuestra posición. Cuando éstos pasan de sostener que la extensión de las «TIC» –su universalización, su inserción como soporte de algún tipo de universalidades urbi et orbi, aunque fueren las de los mercados y las finanzas «a ritmo cibernético»– supone, por la situación novedosa que introduce en el desarrollo de las «fuerzas productivas», una transformación drástica de nuestros paisajes históricos, podemos darles la razón. Pero si de la universalización de las «TIC» quieren derivar el espejismo de la «realización histórica» del programa del Humanismo metafísico que inspira, en nombre del Hombre –el Hombre en abstracto, sin patria ni condición, tan suspenso en el vacío como el ego cogito–, el papel histórico de la Organización de las Naciones Unidas y de los gobiernos nacionales que, como el español, se han convertido a su programa «cosmopolítico», entonces tendremos que lanzarles un ataque escéptico. El fondo de ese paralogismo que conduce desde el «efecto hipnótico» que la expresión Tecnologías de la Información y la Comunicación parece tener sobre el auditorio hasta el sentimiento de «bella eticidad universal» o panfilia que no distingue entre espejismos y realidades rebosa de algunos equívocos sobre el lugar de las mismas tecnologías electrónicas y su relación con otros desarrollos tecnológicos y enseres técnicos del pasado. Según ese equívoco fundamental de corte humanista y metafísico, el tam-tam, las tablillas de escritura cuneiforme, los manuscritos iluminados, los libros de imprenta, el teléfono, la televisión y las computadoras que se comunican a través de redes como Internet serían lo mismo: expresiones, instrumentos más o menos logrados o potentes de una «necesidad de comunicar y de recibir información» que sólo por las redes de computadoras electrónicas quedaría asumida y satisfecha a nivel industrial y universal, ofreciendo un gran rendimiento a bajo coste –del mismo modo en que el utilitario montado en cadena habría satisfecho el «deseo universal» de desplazamiento, colocando uno o dos vehículos de motor de combustión, de muy sencillo manejo, en cada unidad familiar de la «clase media». Compartiendo este equívoco fundamental, algunas de las objeciones que se han articulado frente al proyecto de la «Sociedad de la Información» se limitan a denunciar que, en tanto la fabricación y el uso de esas «tecnologías de la información» responda al interés capitalista, en tanto las instalaciones de telecomunicaciones estén explotadas como capital industrial bajo la propiedad privada y las agencias de «información internacional» estén bajo la sombra de la plutocracia, no habrá «transformación histórica»: las relaciones de producción no permitirán el desarrollo y empleo de las nuevas fuerzas productivas –las de la tecnología electrónica– sino en la medida en que puedan quedar reforzados por ellas los intereses de la clase dominante. Estas objeciones –levantadas en su mayoría por periodistas{5} o sociólogos de izquierdas, aunque ya previstas por el propio Norbert Wiener, como veremos– son a nuestro parecer insuficientes y no van al meollo del asunto: la crítica positiva de la realidad de la misma idea de Información. Nosotros hemos de intentar una respuesta a la siguiente cuestión: ¿por qué en la vieja URSS –de la que no vamos a decir que «sólo era comunista sobre el papel y reaccionaria en la política», sino que tomamos como referente de la realidad del comunismo– y sus países de influencia, se le tuvo que conceder y se le concedió su importancia –al menos tanta como en los países de economía capitalista– al desarrollo e implantación de las tecnologías electrónicas de computación, control y telecomunicación{6}? ¿Por qué tanto los países socialistas como los capitalistas han puesto sus esfuerzos –han tenido que ponerlos, por razones no meramente sociológicas o políticas, sino gnoseológicas– en el desarrollo de sistemas de telecomunicaciones por satélite en lugar de investigar la telepatía, la clarividencia o la telequinesia en institutos de Parapsicología? ¿Qué novísimo tipo de construcción del mundo, de logro de verdades sintéticas –de «despliegue controlado de materialidad»–, permite sostener esa tecnología, de modo que su desarrollo sea un factor determinante de la dialéctica histórica del presente? ¿No será justamente ese carácter determinante de su desarrollo el que ha llegado a tener una réplica ideológica en el plan de la «Sociedad de la Información», y el que justamente por estar arraigado un nivel gnoseológico y no meramente sociológico –de «sociología de la tecnología», diríamos–, ha de hacernos descartar por insuficientes o inadecuadas las objeciones «progresistas», políticas, éticas y periodísticas que más frecuentemente se hacen a ese plan?
A lo largo de este trabajo sostendremos que, como esos propagandistas de la «Sociedad de la Información» no pueden llegar a decir, el que nuestra vida cotidiana –y no sólo nuestro trabajo– transcurra inadvertidamente entre medias y a través de unos aparejos de objetos que incorporan ya tecnologías electrónicas «de la información», implica al nivel antropológico algo muy otro de lo que esos mismos voceros nos estarían sugiriendo que, «sociológicamente», lleva anejo el nacimiento de una «Sociedad de la Información». Si todavía en los años 30 y los primeros 50 era común que las noticias corrieran en provincias de boca en boca, leídas por un pregonero en la plaza del pueblo o compuestas en coplillas que, por la fuerza que hacía el común analfabetismo, se recitaban de memoria, en la segunda mitad del siglo XX la implantación en España del «Estado de bienestar» y el mercado opulento había permitido sustituir las informaciones –en plural– del alguacil o el coplista ciego por las del periodista profesional, que a kilómetros de distancia de aquellos que escuchan su voz o pueden verlo gracias a los aparatos receptores y en un lenguaje ajustado al principio económico de «transmisión de la mayor información en el menor tiempo», puede «hacerse presente» en millones de ubicaciones simultáneamente, convirtiéndose en el común interlocutor fantasmal de personas que no podrían verse, oírse o tocarse entre sí sin desplazarse. Según la clasificación de las tecnologías electrónicas que pretendemos ejercitar en páginas siguientes esta nueva posibilidad, como otras abiertas por la distribución de las llamadas «TIC», no supone una continuación de ninguna línea universal de progreso que «integrase armónicamente en un plan arquitectónico» la llegada de las tecnologías electrónicas con la pasada aparición de la escritura y la introducción de la imprenta –o incluso con la invención del telégrafo-; la introducción de esas «TIC» no puede considerarse, como algunos sociólogos pretenderían{7}, un «tercer y definitivo paso» en la «objetivación de la información», que pondría el suelo de un paso de la Humanidad hacia el «Estadio social positivo». La autocomprensión histórica dominante que nuestro presente ha desarrollado en torno de la proliferación de la tecnología electrónica, y que ha permitido que de ella nazca, como de la cabeza de un dios, la idea sociológica de «Sociedad de la Información», es heredera de una confusión fundamental sobre el nuevo significado que las tecnologías de la computación y las telecomunicaciones han construido en torno a la tradicional noción de información. Considerar, por principio, que no hay una diversidad discontinua de estratos semánticos –sujetos a posibles desajustes y antagonismos entre ellos– depositada en la realidad de la idea de información suele introducirnos en el espejismo de que, independientemente de los ejercicios, de las técnicas y tecnologías concretas que se han ido ocupando de «recogerla y conservarla» –de «objetivarla», diría Masuda–, la «información» siempre ha sido «objetiva», y «objetiva» precisamente en un modo en el que sólo las nuevas tecnologías «tecnologías de la información y la comunicación» alcanzan a ofrecérnosla y abarcarla «en su objetividad». Después, desde la madeja de este prejuicio de raíz positivista, se pasa a extraer el hilo de los corolarios sociológicos: sólo a través del aprovechamiento masivo de la informática y las telecomunicaciones electrónicas, el ciclo de la Historia universal, que comenzó con el desarrollo de la escritura –la primera «objetivación de la Información», la primera aproximación de ésta a su propia esencia– y se confirmó en la invención de la imprenta de caracteres móviles, puede cerrarse sobre sí y devolvernos a un estadio sociológico de no-alienación de nuestro trabajo, esto es, a la Computopía, al Paraíso posthistórico –por correspondencia con el de Adán y Eva, que sería el eco «religioso» del prehistórico.
Y en la preparación de esas confusiones fundamentales acerca de la idea de la información y del papel de las tecnologías electrónicas en el mundo contemporáneo colabora, también, nuestra postura ontológica sobre la construcción de las verdades de las ciencias estrictas, su alcance y su relación con las tecnologías, que nosotros no confundimos sin más con las técnicas y enseres técnicos todavía existentes o las fábricas que interesan a la investigación arqueológica. Si, desde luego, algún arqueólogo del futuro posthistórico tuviera ocasión de recuperar y clasificar, con una mirada de sorpresa –lo que es relativamente difícil, ya que con, toda probabilidad, ese arqueólogo estaría manejando asimismo tecnologías electrónicas– parte de los objetos que habitualmente aprehenden nuestras manos y por medio de los cuales desarrollamos nuestra actividad a lo largo del día, probablemente se referiría a nuestro nicho civilizatorio como «sociedad de la electrónica» o acaso «de los semiconductores» –y no más bien «de la información»–, de modo análogo a como nosotros mismos hablamos de «culturas del bronce». La cuestión que no podemos esquivar es la de si, en el momento en que hablamos propiamente de tecnologías y no de meros enseres técnicos o artesanos, no estaremos ya cerrando la puerta a una virtual clasificación arqueológica de esos mismos objetos (antropológicos) elaborada por los arqueólogos de otros tiempos. En el museo Arqueológico Nacional de Madrid pueden verse, además de mosaicos romanos, piezas medievales de joyería, e incluso monedas troqueladas con la efigie de Carlos III o lujosas cerámicas de Talavera fabricadas para el mercado nobiliario del siglo XVIII –es decir, fabricadas antes del desarrollo de los estudios arqueológicos. En cambio, es en las vitrinas del museo Nacional de Ciencia y Tecnología donde se exhiben colecciones que incluyen astrolabios, anteojos, reglas logarítmicas de cálculo, imprentas rotativas, muestras de las primeras bujías eléctricas de filamento incandescente, sistemas de teletipia o telegrafía, y algunas de las sumadoras mecánicas o electromecánicas –algunas de ellas fabricadas por International Businness Machines, la empresa norteamericana que introdujo el «Personal Computer», modelo de «ordenador personal» de bajo coste con que principió la «universalización de la informática»– que se utilizaban en comercios y administraciones durante la primera mitad del siglo XX. En definitiva, y remitiendo la cuestión al compromiso que se sigue de la propia idea de «Sociedad de la Información»: ¿es entonces esta «Sociedad de la Información», precisamente gracias a ese «carácter cibernético» de su configuración, un «Estadio final», un marco definitivo del desarrollo histórico? Nosotros apostaríamos que, antes de responder a esa dificultad, debemos hacerle la crítica a la idea de información, a partir de la realidad y el uso que le corresponden en nuestro presente.
Capítulo I
El concepto de información
antes de su refundición en el siglo XX
El aporte de las siguientes consideraciones a nuestro argumento debiera ser el de extraer, en clave histórico-filológica pero con un alcance ontológico, un elemento de contraste que nos permita señalar la capa semántica a partir de la cual el término «información» adquiere el carácter de idea y noción transcendental –»todo es información en proceso», «el mundo es información», «conocer es procesar información»– con el que llegará ya a nuestro presente. En efecto, puede constatarse con facilidad que, muy especialmente en la segunda mitad del siglo XX, el concepto de información, después de quedar sometido a una drástica refundición en su propia realidad –y no meramente en la «psicología del hablante»–, se manejará ya como término propio de diferentes disciplinas –la Ingeniería de comunicaciones y computadoras, la Fisiología, la Psicología cognitiva, la Lingüística, el periodismo profesionalizado, etcétera…– y llegará a adquirir un papel central en la Epistemología (académica) como «piedra angular» de la defensa del programa de la naturalización del Conocimiento{8} y del progreso paralelo de las Ciencias Cognitivas.
El descubrimiento del enrarecimiento y confusión de los viejos usos del término –usos en la propiedad del decir, por lo general– en el uso genérico y oblicuo del mismo que será dominante en nuestros tiempos, supone la operación de interpretar pasajes de las obras de nuestros poetas y novelistas clásicos –recomponerlos en su sentido desde nuestra propia posición histórica de hombres del siglo XX– en los que la aparición del término comienza a resultar incongruente con nuestros hábitos de discurso. Allí donde el término resulte cacofónico o parezca romper el sentido del texto tendremos ocasión de iniciar nuestra prospección. Aquí vamos a evitar entrar en polémicas sobre el alcance de la disociación entre el uso y el significado de las palabras, dando por sentado que ni la tarea filológica de la Real Academia en su Diccionario (normativo) al «limpiar y fijar» el término, ni la tarea clasificatoria y sociológica a la que se enfrentaría un diccionario de uso al «recogerlo», pueden dejar de ser filosóficas –dialécticas–, al menos en lo que eviten sustancializar la lengua como un «campo científico propio» y se enfrenten de modo enciclopédico a los aspectos reales del concepto: un concepto que, lejos de «fijarse por siempre» por ser universal, se transforma junto a otros en el mundo –y de ahí recibe toda la universalidad que un concepto puede desplegar. Trataremos, pues, de practicar una suerte de excavación arqueológica, suponiendo que nos movemos de salida, de modo confuso, sobre las capas dominantes del término –dominantes en nuestro uso y entre las acepciones actuales del término– y que, a partir de cierto nivel, se verá que es el depósito de una de estas capas dominantes en el concepto, y no de cualquiera de ellas, el que determina un cambio de composición de las que se hayan agregado y compactado después junto a ésa, a partir del desprendimiento de materiales propios de otros saberes. Contamos con hallar, entonces, una capa conceptual determinante sobre la que los usos y sentidos dominantes del término en nuestros tiempos se hayan podido asentar y conglomerar como una corteza dura, en relativa confusión y solidaridad, que habría que romper para llegar a recuperar –de modo parcial– los restos de aquellos usos del término que hayan quedado sepultados por las capas inmediatas, entre cuyo aumento parece perderse el significado de la propia palabra o extenderse hasta la trivialidad de una generalidad vacía. Como defenderemos después, la capa semántica dominante que determina, en su propia rectitud y realidad, la agregación más o menos oblicua de los otros usos contemporáneos del término, será la impuesta por la refundición de la idea de información en el contexto tecnológico «terminal» de la electrónica de telecomunicaciones, computación y control automático, es decir, en el primer curso de la llamada «ciencia cibernética». Desde ahí, la idea será lanzada a la aventura de la «interdisciplinariedad».
1. El término «información» en la lengua española y el verbo «informar» en el Tesoro de Covarrubias. Acepción ontológica y acepción mundana del término.
La primera acepción del término en el Diccionario de la lengua española de la RAE{9} insiste, todavía en el siglo XXI, en introducirlo como «acción y efecto de informar». Independientemente de que dicha acepción se sitúe la primera y se dé siguiendo exclusivamente criterios filológicos –según los propios académicos–, posee la virtud, desde nuestro punto de vista, de subrayar en el significado del término aquellos aspectos suyos que lo hacen correlativo de un acto del que no puede evadirse, nombrando su desempeño y resultado. Si bien en principio esta definición parece introducirnos en un círculo vicioso, después descubriremos que podría estar ofreciéndonos una clave imprescindible a la hora de evitar la trampa que la comprensión dominante de la información nos tiende: ésta no tendría que ser sustancializada –como ocurre cuando hablamos de la información que contiene un disco óptico, o la información que transmite el nervio óptico, o también del «acceso universal y gratuito a la información»– sino que debe mantenerse referida al acto mismo de informar, a un acto pasajero que se toma su tiempo y que deja su correspondiente resultado: en ese caso, vuelve a ser posible hablar, junto a una pluralidad de actos, de una pluralidad de informaciones –cada una resultado de uno de ellos–, y no de una Información coextensiva –como idea– a la idea de mundo, una Información de la que simplemente se estuviesen recogiendo o señalando partes por medio del acto de informar. Justamente en lo que dejemos el término al margen de sus nuevas acepciones de «datos en un sistema informático» o «capacidad de una secuencia genética para…», este primer sentido suyo –»acción y efecto…»– podrá valer también como pivote de los siguientes, reuniéndolos en torno suyo en la unidad de una equivocidad por analogía –por oposición a la equivocidad total– que da cuenta de la polisemia.
A pesar de que un retorno a la etimología latina del término puede ser muy provechoso, aquí nos encontramos con que el asentamiento de éste en la lengua española moderna y en los orígenes del romance castellano se debió, principalmente, a su uso recto por parte de juristas, religiosos y otras personas de letras (latinas) que, con toda probabilidad, decantaron el término castellano directamente desde un latín medieval y eclesiástico que ellos mismos manejaban con soltura: su etimología llevaría a un plano sincrónico, y no tanto hasta la Antigüedad. Con el término «información» habría pasado algo semejante a lo que ocurrió con el adjetivo «transcendental»: de oírse, de boca de teólogos y conocedores de la doctrina católica, que «el pecado de Adán y Eva es transcendental [transciende a todos sus descendientes]», se habría pasado a decir que «el descubrimiento de los gérmenes fue transcendental para la constitución de la Medicina moderna». Lo que sí dejamos pendiente por falta de tiempo y alcance, y a sabiendas de su relevancia, es el examen de la hipótesis de que en la misma composición del término hay ya una referencia a la distinción filosófica entre materia y forma, tal como los teólogos de la Iglesia –ante todo, Tomás de Aquino — la habrían recuperado y se la habrían apropiado a partir de Aristóteles.
En 1611, el Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias registraba ya –folio 77v de la edición citada– los siguientes sentidos del verbo del cual es acción y efecto esa información:
«INFORMAR, dar forma a vna cosa, y ponerla en su punto, y ser; pero vulgarmente se toma por la relación, que se haze al juez, ô a otra persona del hecho de la verdad, y de la justicia en algún negocio, y caso : y de allí se dize, informante, el Letrado de la parte que informa al juez, o al consejero : y el memorial que da, información : también lo es la que se haze de palabra, y la que el juez haze tomando testigos, y haciendo otras aueriguaciones en vna causa : estar informado, estar enterado del caso, y de la verdad del negocio : informe, lo que no tiene forma.»{10} [La negrita, aquí y en las siguientes citas, es nuestra].
Curiosamente, en el artículo que el citado Diccionario de la RAE abre para el término «información», éste aparece ya distribuido en una pluralidad de usos determinados y formales –algunos vigentes– en su acepción jurídica: información de dominio, de pobreza, de vita et móribus, en derecho. Sin embargo, Covarrubias consideraba que la acepción y variantes flexivas –los nombres de los parónimos{11}– del verbo «informar» en el ámbito jurídico son, como acabamos de leer, vicarias –derivadas por el entendimiento común, metafóricas– de un sentido primero y etimológico del término que él sitúa en un otro nivel: un nivel que, en nuestro contexto, tendríamos que llamar ontológico –aunque fuese sólo «ontológico» como parte de una filosofía católica popular, de una comprensión «filosófica» propia de una sociedad en la que, como en la España de la Contrarreforma, el catolicismo en ejercicio es carácter de la sociedad civil, llegando hasta ella en la vida política, en los sacramentos y la doctrina moral que dan forma a la biografía de los propios individuos, y asimismo, en el calendario de fiestas, en el teatro y la novela. Decir que informar es «poner en su punto o ser» al dar forma –no necesariamente forma en el sentido de contorno espacial–, presupone la diferencia entre la forma y la materia de un algo: Covarrubias podría estar refiriéndose a la doctrina de raíz aristotélica según la cual es la forma la esencia de algo, y es precisamente ella, y no la materia, la que hace de ese algo un algo determinado –un individuo de una especie ínfima, y no más bien de otra– y permite aprehenderlo como lo que es en verdad –un perro, un hombre. «El punto y ser» propios de una sustancia hilemórfica estribarían, justamente, en su conformación según un aspecto universal, formal, que la diferencia específicamente de cualquier otra –evitando que el perro individual sea, al mismo tiempo que perro, asno individual.
2. Antología rapsódica de los usos del término «información» en el siglo XIV: uso teológico (información de Dios al alma racional) y uso pragmático (información entre hablantes) de esas acepciones.
Retrocediendo a dos autores castellanos clásicos del siglo XIV, encontramos que la distinción de Covarrubias entre una acepción ontológica y una acepción vulgar –con uso jurídico– es acertada, y se corresponde con los diferentes usos del término en las obras de estos dos. Por ejemplo, al comienzo del Libro de buen amor de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, en un excurso de inspiración agustiniana sobre las facultades del alma racional –entendimiento, voluntad y memoria, «las quales, digo, si buenas son, que traen al alma conssolaçión e aluengan la vida al cuerpo, e dan le onrra con pro e buena fama»–, excurso inserto a modo de prólogo tras la cuarteta 10, puede leerse:
«Ca luego, es el buen entendimiento en los que temen a Dios. (…) Otrosí, dize Salamón en el Libro de la Sapiençia: «qui timet Deum façiet bona», e esto se entiende en la primera rrazón del verso que yo començé, en lo que dize: «Intellectum tibi dabo». E desque está informada e instruida el alma que se ha de salvar en el cuerpo linpio, e pienssa e ama e desea omne el buen amor de Dios e sus mandamientos.»{12}
Este quedar informada el alma, el alma que Dios «pone en su punto y ser» al concederle buen entendimiento — «intellectum»–, lleva al hombre a acogerse, ante las tentaciones –el Diablo, el mundo y la carne– a la vía de su salvación; a acogerse libremente a esa vía según Dios instruye en el hombre mortal, es decir, según Dios le facilita obrar en orden al «buen amor de Él e sus mandamientos», permitiéndole discriminar entre lo que es bueno y lo que es dañino, en lo natural y lo que toca a su salvación. Al estar informada e instruida por las Sagradas Escrituras y la autoridad de la Iglesia, el alma se resitúa en el orden amoroso de sus fines naturales y su fin sobrenatural, y en ese sentido, queda devuelta a su causa. A este nivel comienzan a cruzarse cuestiones que pertenecerían tanto al dogma católico como a la consideración de los que Juan Ruiz llama «doctores philósophos» –es decir, doctores de la Iglesia–, y resuenan los ecos de la doctrina biopsicológica de Aristóteles –la forma del cuerpo viviente es el alma– y el debate de la relación entre el intelecto agente, el intelecto paciente y el cuerpo corruptible del hombre. El hablar de un «buen amor de Dios» –en genitivo subjetivo y objetivo– que es correlativo a la información del alma del hombre requiere de una interpretación teológica de la idea de causa (final) compuesta en la clave del buen amor entre el alma y Dios –si se quiere, de una teleología del hombre en Dios como su Creador; de una antropología cristiana. Todas estas dificultades, que aquí no vamos a desarrollar, podrían ser las que estuvieran teniendo una repercusión incontrolada en nuestro siglo XX, precisamente cuando el proyecto de la Cibernética necesite incorporar, de cara a la automatización del control en tecnologías militares e industriales, un modelo de la finalidad en la conducta y fisiología de los animales superiores y del papel de la información en el reajuste del sistema en función del logro de un objetivo. Hasta aquí tendríamos un ejemplo de ese primer sentido del informar que recogerá Covarrubias a comienzos del XVII.
Del sentido «vulgar» del término, un pasaje del «Ejemplo I —De lo que aconteció a un rey con un su privado» de El conde Lucanor, también clásico castellano de la primera mitad del siglo XIV, nos deja esta muestra:
«—Señor –dijo Patronio–, era un rey que había un privado en que fiaba mucho. E porque non puede ser que, los hombres que alguna buena andanza han, algunos otros non hayan envidia dellos, por la privanza e bien andanza que aquel su privado había, otros privados daquel rey habían dél muy gran envidia e trabajábanse de le buscar mal con el rey, su señor (…) E aquellos otros que buscaban mal a aquel su privado, dijéronle de una manera muy engañosa cómo podría probar que era verdad aquello que ellos decían [a saber: que el privado conspiraba por la muerte del rey y para tener su reino], e informaron bien al rey en manera engañosa, según adelante oiréis, cómo hablaría con su privado.»{13}
Aquí el sentido del término concuerda, pese al propósito torcido de la información que hacen los privados envidiosos al rey, con el que pueda tener en su uso judicial. Si, de acuerdo con el Tesoro, decíamos antes que ante el juez la parte informante refería la consideración legal del caso, por escrito o de viva palabra, a una situación remota que ya se había producido, y lo hacía tal y como tocaba a la reposición de la «verdad y justicia» del asunto, ahora decimos que los envidiosos informan al rey sobre una situación que ha de producirse –también, por tanto, remota–, y llaman la atención sobre el modo en que el informado pudiera conducirse en aquella situación venidera{14}para tener de su primer privado alguna respuesta que –y ahí el engaño– pudiese ser, en apariencia, prueba para la acusación que los envidiosos han levantado en falso y en secreto contra él. Ambas informaciones –en plural{15}– tienen en común el estar teniendo lugar entre partes{16} que, presentes fenoménicamente la una a la otra –por un lado el juez y el letrado que expone, o al menos, la relación escrita que le ha presentado, o los testigos; el rey y los envidiosos, por otro lado– y no meramente situados entre sí a una cierta distancia –¿un metro, dos, menos de cincuenta?–, actúan las unas respecto de las otras de tal modo que, al escuchar el informado –o leer sobre el papel el escrito que se dice relación o información, que el leer es también, a su modo, escuchar lo que se dice{17}– el discurso de la parte informante, puede alcanzar a reconstruir aspectos formales de una situación significativa remota, en la que el propio informado no se ha situado ni ha tenido parte en persona. El juez, en efecto, no habrá participado directamente de la situación pasada o remota que ha dado lugar al desarrollo del proceder jurídico, y sólo conoce los aspectos de ésta relevantes al Derecho por medio de la escucha de discursos que sí puede oír directamente o tener presentes por medio de la lectura de una relación escrita, que está viendo y sosteniendo; por el momento, los jueces no recurren a la telepatía, al espiritismo o a ningún médium clarividente para quedar informados de la verdad del asunto.
Esa situación remota, que se tiene delante sólo en mientes –»mentalmente presente», diría un subjetivista– por medio de las operaciones de lectura de una relación escrita o al atender el discurso hablado de una parte informante, no tiene por qué ser simultánea en el tiempo con la información –generalmente será una situación contingente pasada o término de una conjetura sobre el futuro– y además, tendría que haberse producido o preparado con la participación directa –en cualquier grado o calidad de presencia, incluso la de testigo– de la parte informante, y nunca de la parte informada. Es esa situación relativamente ausente o remota, en alguno de sus aspectos, la que concentra todo el sentido formal del acto de informar una parte a la otra, de modo que sólo en lo que la parte informante permita, con su relación, que la parte informada participe efectivamente –aunque sólo sea en mientes– de aspectos de esa situación –en la que, por su parte, el informado no había tenido papel alguno o no conjeturaba participar– hay in-formación: inclusión formal en el desarrollo de la situación presente y las operaciones de la parte informada –la resolución y averiguación del caso, para el juez; la disposición de una conversación capciosa con su primer privado, por parte del rey– de una situación que, fenoménicamente remota y ausente –puede que conjeturada–, ha sido «traída en mientes», y que en tanto ha sido efectivamente «traída» y presentada –en algún aspecto– ha configurado el desarrollo de la situación inmediata de informado e informante, poniéndole un término de «logro», finalidad, y si se quiere, «ser y punto»: el veredicto del juez sobre los hechos o la disposición del rey en la venidera conversación serán «en su ser y punto», y adecuadas al logro de su fin, en la medida en que hayan quedado in-formadas en función de la situación remota, que ya se produjo –el asunto del caso– o que podría tener lugar –la respuesta del privado ante la capciosa oferta del rey. En efecto, en la situación del juicio o la investigación judicial del caso la información tiene por objeto llevar la consideración hasta aquella situación remota que dio lugar al litigio, y evitar que la resolución se limite a sopesar los meros eventos que hayan tenido lugar durante el desarrollo del caso en el procedimiento legal y en los que el juez haya participado personalmente: pues sólo en lo que el juez se forme un juicio en función de lo que pasó y de cómo pasó, quedando informado y enterado de ello, y no juzgue sólo la buena oratoria o la habilidad procedimental de los letrados de las partes, puede tener sentido el desarrollo del juicio y de sus averiguaciones.
La información no supone, por cierto, que el sujeto informado quede plenamente al margen de la situación de la que se informa, o enterado de ella sólo de modo pasivo y mecánico, siendo in-formada su «mente» por los signos lingüísticos como la materia caliente de la cera queda moldeada por la impresión de un sello sobre ella –por retomar un símil propio de Locke o Descartes–, o sus «cogniciones» por medio de los inputs procesados por el área del cerebro que intervenga en la comprensión del lenguaje. El juez, sin haber participado de la situación personalmente, podrá envolverla en significados legales mediante su resolución e investigación del caso, recurrir a la ayuda de la Policía científica para reconstruir partes de la situación fenoménica (significativa) desde correlatos fisicalistas, etcétera. Y en cuanto a la «objetividad» de la información, que tanto persiguen los periodistas –considerando precisamente la información no como el acto de escribir o hablar ante un informado particular, sino como una sustancia incorpórea que puede reflejarse y trasladarse de un lugar a otro sin ser modificada por el portador–, podemos decir que sólo hay información cuando, en alguna medida, por el encuentro entre parte informada e informante puede tener lugar, mediante operaciones fenoménicas de sujetos corpóreos vivientes, una reconstrucción parcial –en toda la positividad de la parcialidad– de la situación ausente: parcial, en la medida en que no hay lenguaje histórico conocido que pueda hacer algo más que traer en mientes, o que consiga reponer la materia misma de aquello sobre lo que habla –algo que sería, desde luego, milagroso: hablar de Fulanito y concederle existencia por el mismo acto de nombrarlo. Pero esto, insistimos, no obsta para que en la parcialidad de la información pueda tener lugar la verdad, y lo tenga en la medida en que hablemos de una auténtica y lograda información. Por ejemplo, en el caso del juez, éste puede reconfigurar un conjunto de testimonios –que pueden no formar una buena figura entre sí, o estar en parte errados– para quedar enterado de la verdad del caso en la parte que toque al Derecho, yendo más allá de la intervención de la parte informante según su experiencia y su oficio en el corregir y contrastar las informaciones. La parte informada está, por tanto, no sometida pasivamente a la informante, sino ejercitando una interpretación de sus palabras: entonces tiene lugar la información. Y por supuesto, no es la parte informante un mero «vehículo transparente» que se disuelva en la nada ante la reconstrucción de la situación remota, ni un «medio» para un «origen remoto del mensaje» –un origen que, en un extremo absurdo, podría ser el mundo histórico mismo, en el que «saltaría la información» como brota el petróleo de una bolsa subterránea. La propia operación de habla o de escritura de la parte informante es la que permite la información, y es acertada en la medida en que da ocasión, mediante la adecuada configuración de la palabra escrita o viva, del «traer en mientes» a la parte informada los aspectos de la situación remota que a la sazón sean relevantes. No hay, por tanto, telepatía, transferencia o «revelación de la Información por los arcángeles periodísticos», sino que deben tener lugar operaciones durante la misma información –como acto y efecto– que rompen el principio de «objetividad» en que los propios periodistas pretenden transmitir la información –en singular. Pero –insistimos– ello no obsta para que, por medio de esas operaciones, tenga lugar una verdad.
Podríamos seguir adelante con este desarrollo de los desajustes e incongruencias entre las capas más viejas del concepto de información y las han ido formándose sobre ellas tras su reciente reconstrucción ingenieril. Más adelante volveremos sobre ello. Ahora necesitamos confirmar que nuestra apropiación del término en estos dos textos clásicos del siglo XIV guarda, pese a la diversidad y diferente acabamiento de los usos, una continuidad en la literatura de la España contrarreformista: se trata de encontrar, en los contemporáneos de Covarrubias –cuyo Tesoro habíamos seguido en nuestra interpretación inicial de esos primeros usos del término en castellano, quizás introduciéndonos en un circulo vicioso–, contrastes para las acepciones que él se ocupa de diferenciar, y elementos sobre los que ir más allá de su letra.
3. Continuación de esa antología de usos en los siglos XVI y XVII. Persisten en el concepto las acepciones estudiadas, y se empiezan a manifestar las discordancias entre éstas y nuestra comprensión mediana del término.
En un arco de más de tres siglos, que se extendería –según decíamos, y por lo que ahora diremos– desde la primera mitad del XIV hasta la segunda del XVII, siguen confirmándose las acepciones del término «información» que habíamos señalado: una ontológica y otra mundana, de uso jurídico y uso popular. La realidad del concepto no recibirá, por el momento, depósitos tecnológicos que pudiesen aglutinarse sobre ella y transformarla. La aparición de la imprenta de caracteres móviles –que no es entonces una tecnología, sino un ingenio artesanal–, que sustituía la operación del manucopista por la composición de páginas de imprenta{18}, no supuso entonces un cambio en los significados del acto de informar y su correlativa información, aunque acabase transformando los propios de la figura del libro y el manucopista y dando lugar al oficio de impresor. Este mantenimiento de los límites del concepto quizás tenga que ver con el hecho de que las informaciones judiciales de los letrados, en su sentido canónico de relaciones escritas, continuaron siendo compuestas a mano; y con que, al menos hasta la aparición de las grandes tiradas de periódicos diarios reproducidos sobre las imprentas rotativas y dirigidos a un «lector medio» –a mediados del siglo XIX–, las noticias sobre acontecimientos en lugares remotos tuvieran que llegar, de nuevo, de viva palabra o en documentos manuscritos que no se dirigían a periodistas anónimos. A falta de los primeros sistemas tecnológicos de telecomunicaciones del siglo XIX –el telégrafo y el teléfono– y el gran montaje a escala industrial del periodismo y la imprenta, sólo después de esas informaciones –en el sentido señalado– los editores de las escasas gacetas impresas de noticias del siglo XVII podían hacerse cargo de «hacer llegar la información a la sociedad» –que diría no un impresor de entonces, sino un contemporáneo.
Podemos, entonces, reanudar nuestra antología en el siglo XVI sin romper el concepto. En la misma acepción mundana que habíamos señalado, Teresa de Jesús recurre al término en una carta, que dirige a una aspirante al ingreso en las casas del Carmen reformado a la que no conoce en persona, y a la que invita a incorporarse a la regla:
«Ocasión ha sido ésta con que fácilmente me pudiera vuestra merced persuadir a que es muy buena y capaz para hija de nuestra Señora entrando en esta sagrada Orden suya. Plega a Dios que vaya vuestra merced tan adelante en sus santos deseos y obras, que no tenga yo que quejarme del padre Juan de León, de cuya información yo estoy tan satisfecha que no quiero otra, y tan consolada de pensar que ha de ser vuestra merced una gran santa, que con sola su persona quedara muy satisfecha.»{19}
Hay aquí una situación análoga a la del juez «al que se hace información» sobre la verdad del asunto, según explicaba Covarrubias. Santa Teresa debe reunir elementos de juicio sobre la admisión de una aspirante de cuya conducta y condición no tiene conocimiento directo; considerando suficiente la información del padre Juan de León –puede que hecha de palabra– sobre la joven, la autoriza finalmente al ingreso: dice no querer otra, lo que implica la posibilidad de que haya informaciones –en plural. Vuelve a ser pertinente el apuntar que esta información de la que la carmelita dice estar satisfecha no es una colección de «contenidos representacionales» que haya podido «almacenar en su mente» para, después de que se hayan desencadenado ciertas transformaciones cognitivas y procesos mentales –puede que inconscientes–, la deliberación se haya resuelto en la admisión de la joven. El propio acto y efecto de informar el padre Juan de León a la carmelita acerca de la conducta y calidad de la joven, present&
Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2010/n095p13.htm
SPAIN. Enero de 2010
todo muy bonito pero la realidad es que millones de personas estan en el cuento de la internet pero todos como bolas de billarpool que ni idea tienen de para donde van,mientras los grandes y poderosos de la informatica lucrandose con la ignorancia…que bueno que todo esto cambiara aprovechando lo que ofrece la tecnosfera para asi superar los problemas del hombre moderno que tanto lo agobian….