Anne Dufourmantelle, filósofa y sicoanalista, invita al notable filósofo francés Jacques Derrida a dialogar acerca del tema de la hospitalidad. Le solicita el texto de las dos clases: la hospitalidad y la hostilidad, el otro y el extranjero, dictadas en su seminario. Es éste el material del que se compone el interesante texto La hospitalidad, publicado por Ediciones de la Flor (Buenos Aires, 2000).
Ante la pregunta sobre la hospitalidad, Derrida no responde, más bien despliega la pregunta, insiste en la misma, se pregunta y nos interroga sobre la hospitalidad, “acerca de la acogida, de aquél, aquélla o aquello que acogemos o que no acogemos en nosotros, en nuestra casa, en nuestro lugar-propio, en el chez-soi”.
Dufourmantelle, conocedora del pensamiento derridiano, expresa en el prólogo: “La hospitalidad se ofrece, o no se ofrece, al extranjero, a lo extranjero, a lo ajeno, a lo otro. Y lo otro, en la medida misma en que es lo otro, nos cuestiona, nos pregunta. Nos cuestiona en nuestros supuestos saberes, en nuestras certezas, en nuestras legalidades, nos pregunta por ellas y así introduce la posibilidad de cierta separación dentro de nosotros mismos, de nosotros para con nosotros. Introduce cierta cantidad de muerte, de ausencia, de inquietud allí donde tal vez nunca nos habíamos preguntado, o donde hemos dejado ya de preguntarnos, allí donde tenemos la respuesta pronta, entera, satisfecha, la respuesta allí donde afirmamos nuestra seguridad, nuestro amparo”.
Acoger al extranjero, brindarle hospitalidad nos pregunta y nos confronta sin ambages sobre nuestro propio desamparo, sobre aquello extranjero que a todos nos habita y contra lo cual nos defendemos con la ilusoria fantasía narcisista de completud, de unidad, de invulnerabilidad. Por tanto, negar la pregunta que el extranjero, el otro, plantean y nos plantea implica reforzar la negación, acudir a la omnipotencia, reforzar el narcisismo y desemboca, por tanto, en la hostilidad hacia aquél o aquello que amenaza nuestra ilusionada completud. “El anfitrión se hace vulnerable cuando acepta la pregunta”. Por tanto, es preferible erigir muros que aíslen al otro, legislar de manera arbitraria o bien perseguir o matar a aquél que amenaza con su otredad los frágiles límites que una vez traspasados nos confrontan con la propia otredad que no sólo nos habita, sino que nos constituye.
Derrida opta así por la pregunta, honestamente, ingenuamente, poéticamente. Y en este discurrir aparece, inevitablemente la poética, lo mítico y lo ancestral. Aparece Edipo, el extranjero desde siempre y para siempre, “muerto fuera de la ley, más allá de la ley, sin tierra ni tumba (…) Sólo la poesía es capaz de decir, y no, aquello que, entre, entre la ley y la transgresión, puede hacer de ésta una ley: ¿cómo entender, si no, la trágica figura de Antígona, aquélla que es íntegra, fiel a sí misma, ahí donde transgrede?”
Para Derrida la poesía es amparo abierto, aquélla que puede ayudarnos en la defensa contra la “antipoesía tecnológica que amenaza invadir la intimidad, pervertirla, hacerla pública, introduciéndose en lo más íntimo de esa intimidad”. Por tanto, Derrida enuncia: “¡Un acto de hospitalidad no puede ser sino poético”.
El extranjero al planear la pregunta “me pone en duda”. El extranjero sacude, a decir de Derrida, el dogmatismo amenazante del logos paterno: el ser que es, y el no-ser que no es. El extranjero comienza por refutar la autoridad del jefe, del padre, del amo de la familia, del dueño de casa, del poder de la hospitalidad. Mueve en el otro las mismas inquietudes que no se atreve a cuestionar. Cree vanamente que, sometiendo u hostilizando al amenazante extranjero, podrá acallar o ignorar sus propios cuestionamientos. El oído y la xenofobia que vemos intensificarse en la actualidad intentan fallidamente devastar desde dentro una relación originaria con la alteridad. Ojalá pudieran entenderlo nuestros vecinos del norte, la comunidad europea y el mundo en general.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2008/07/18/index.php?section=opinion&article=a06a1cul