El libro de Timothy Mitchell, Carbon Democracy: Political Power in the Age of Oil (Londres: Verso, 2011), sirve para analizar las conexiones entre el auge del yihadismo, el petróleo, y las democracias de mercado.
McYihad: petróleo, islamismo y democracia
El año 2015 se inició con el grave ataque islamista de París y las reacciones que suscitó, encapsuladas en la fórmula Je suis Charlie. En los días siguientes, las milicias de Boko Haram masacraron a 2000 personas en Nigeria en nombre de Alá siguiendo una aplicación estricta de la ley coránica. No han faltado voces sorprendidas de la poca repercusión mediática de la masacre nigeriana en comparación con la francesa. Tampoco han faltado las justificaciones de este desequilibrio alegando la importancia simbólica y geopolítica de París, la significación histórico-filosófica de la iconoclastia respecto a la figura de Mahoma, o simplemente que se da el caso de que los atentados de París ocurrieron «en casa» y, nos guste o no, estos hechos no cabe abordarlos desde una perspectiva ética abstracta –el número de individuos humanos muertos–.
Los análisis dirigidos a vincular ambos hechos según lo que tienen en común –el yihadismo– han sido menos numerosos. Entre éstos, han destacado las interpretaciones en tono psicológico como las del filósofo esloveno Slavoj Zizek en términos de un supuesto complejo de inferioridad de los musulmanes ante los electores-consumidores democráticos. Más ajustadas a la forma histórica y política del problema han sido aquellos análisis que denunciaron el papel de las potencias europeas y norteamericanas en permitir que las corrientes más duras del islamismo hayan ganado poder político y social tanto en las mezquitas de los barrios europeos como en los Estados califales. Es importante aclarar que estas denuncias se han realizado desde diferentes franjas del espectro político, tanto por parte de los grupos llamados «ultraderechistas» que alertan sobre la radicalización del Islam en Europa como de los llamados «progresistas» que quieren limpiar al Islam moderado de la etiqueta de terrorista.
Porque es cierto que los hombres islamizados se rigen por instituciones a menudo incompatibles con las nuestras. Entre éstas, la más relevante al caso que nos ocupa es la de la iconoclastia, es decir, la renuncia a la figuración y por tanto a la comprensión representativa de «santos» y otros componentes del curso histórico de la religión islámica (una renuncia que es irracional en tanto rechaza esa comprensión, pero que por supuesto contiene el funcionalismo propio de la racionalidad mitológica). Pero lo que es también innegable es que estas instituciones pueden ganar o perder peso político según las alianzas con que cuenten las sectas y grupos que componen el mundo islámico. Incluso la prohibición de representar al Profeta es relativamente reciente en la historia del Islam. Por ejemplo, hace poco menos de 50 años un tebeo servía a los niños de las escuelas sirias para entender la vida Mahoma mediante su representación. Del mismo modo, tampoco podemos olvidar que hace pocas décadas en países hoy fuertemente islamizados como Irán o Afganistán las universidades florecían al abrirse a tradiciones occidentales y las mujeres lucían minifaldas en vez de velos. Esta radicalización la viven hoy día en directo países como Egipto o Turquía. Si el fundamentalismo islámico se erige en intolerante tanto en Arabia Saudí como en París es porque puede hacerlo, es decir, porque se le ha cedido terreno para que se imponga. La pregunta se plantea sola: ¿por qué ha sido esto así?
Para ayudar al lector a responder, le ofrezco en lo que sigue un somero resumen crítico del libro de Timothy Mitchell, Carbon democracy: political power in the age of oil{1} Su autor, reputado historiador del Asia Menor contemporánea, desarrolla el concepto de McYihad (McJihad) para capturar el extraño hermanamiento entre capitalismo industrial e islamismo fundamentalista; según esto, la respuesta a la pregunta formulada en el párrafo anterior es clara: por los petrodólares.
Aunque esta conexión es reconocida frecuentemente, escasean las interpretaciones suficientemente profundas de la misma y de su historia. Y Carbon democracy ofrece precisamente eso, puesto que construye un relato histórico de la economía política de los dos últimos siglos a escala universal a partir del petróleo. Ni más ni menos. La clave está en reconocer que la relación de las sociedades occidentales con el petróleo no es cosa accidental ni el resultado fortuito de los intereses de un puñado de empresarios y políticos ambiciosos. Más bien el petróleo, como fuente principal de energía de la que se nutren esas sociedades, las funda y a la vez define su metabolismo.
El análisis de Mitchell es conscientemente materialista en tanto sitúa la energía en la base de las sociedades políticas actuales. Mientras el idealismo cree posible entender una sociedad política y su evolución histórica atendiendo a su «espíritu» (por ejemplo, liberal o servil) o a su forma de gobierno (por ejemplo, democrática o dictatorial), el materialismo hace brotar de la capa basal de las sociedades políticas las relaciones de poder político entre sus habitantes y con otras sociedades de su entorno. Pero el materialismo de Mitchell no cae en el reduccionismo propio del esquema simplista de la distinción entre base y estructura, del que rehúye explícitamente. Como Gustavo Bueno defendió en el Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas, a la sociedad política le conviene más la metáfora del organismo que la del edificio, puesto que el esqueleto sustenta el resto de órganos y tejidos pero al mismo tiempo se alimenta de ellos, crece con ellos, y de ellos obtiene su consistencia. Igualmente, Mitchell argumenta que el petróleo alimenta las democracias de mercado pletórico y utiliza este hecho para explicar instituciones tan diversas como las huelgas de trabajadores, las escuelas islámicas, el concepto de Producto Interior Bruto o la idea de auto-determinación. Pero lo hace prestando especial atención al papel imprescindible de algunas de estas instituciones para que el petróleo pueda emerger a la superficie terrestre y ser transportado en viajes transatlánticos y transformado en los bienes y mercancías de los que dependemos y que configuran nuestro mundo hasta puntos a veces insospechados.
Dada esta metodología, una de las mayores originalidades del libro de Mitchell es que combina la historia económica, política, religiosa y militar con análisis técnicos de las operaciones necesarias para extraer y utilizar combustibles fósiles y sus derivados. Y las características técnicas de la industria del petróleo adquieren significado político primordial en un libro en el que los oleoductos y los containers aparecen como la continuación de la política por otros medios.
El relato de Carbon democracy, en su mayor parte presentado cronológicamente, comienza en las minas de carbón inglesas, el escenario del nacimiento de los movimientos obreros decimonónicos de aquel país. Las llamadas a la democracia de las tradiciones liberal e ilustrada eran netamente oligárquicas y referidas a los propietarios, pero esto cambió cuando los trabajadores del carbón y del ferrocarril dispusieron de la fuerza suficiente para controlar los «puntos de paso obligatorios» para el flujo del carbón. Esto les dio la capacidad de paralizar completamente el sistema por el que las nuevas fábricas industriales transformaban materiales orgánicos provenientes de los territorios colonizados.
El petróleo habría comenzado a aparecer como alternativa al carbón en el primer tercio del siglo XX precisamente por sus virtudes para contrarrestar el inmenso poder combinado de mineros, maquinistas y trabajadores portuarios, puesto que podía extraerse y transformarse sin su participación y por tanto evitando las temidas huelgas sindicales capaces de frenar la producción o distribución a escala local o nacional. Las incipientes compañías de petróleo se esforzaron en promover la transición del carbón al petróleo en Estados Unidos y en Europa (y el Plan Marshall habría jugado un importante papel en ello). Oriente Medio se convirtió en el punto clave desde el que controlar esta transición energética. Allí, y a todo lo largo del siglo XX, se mantuvieron y transformaron imperios políticos (primero el británico y después el americano) y se constituyó un sistema de escasez.
Mitchell describe lo primero, el mantenimiento de imperios políticos en Oriente Medio, a través de una historia de la idea de auto-determinación elaborada como momento ideológico para arropar prácticas tecnológicas, políticas y militares: la auto-determinación, entendida al modo de Wilson primero y las Naciones Unidas después, sería poco más que un instrumento para generar el «consentimiento de los gobernados» a través de acuerdos con las élites locales y de intervenciones directas justificadas por la protección de minorías. El petróleo se fue convirtiendo en la razón y el medio para mantener esta forma barata de poder imperial. El ejemplo más claro y mejor conocido de esto es clave para entender el auge de las corrientes más radicales del islamismo: lafundación en 1932 de Arabia Saudita como un nuevo país cuyo nombre mismo refleja su dependencia de los pactos de Estados Unidos con una familia poderosa. El problema es que el gobierno despótico de la dinastía Al-Saud se apoyó desde sus comienzos en sectas wahhabistas, que son rigoristas y expansionistas y que gracias al petróleo han adquirido un poder sin precedentes en todo el mundo musulmán –también en los barrios parisinos–.
Arreglos de este tipo son los que quiere recoger el término McYihad, según el cual la economía política mundial ha reforzado el islam político y fundamentalista hasta el punto de depender de él, contribuyendo así a la constitución de un mundo inestable y contradictorio. Toda sociedad política, en tanto compuesto (asertivamente) corpóreo de partes heterogéneas y amalgamadas más o menos violentamente, está sujeta a corrupción, es imposible que sea eterna y lleva en sí, por así decir, las semillas de su propia destrucción. Lo interesante del análisis es que no basta con denunciar la política estadounidense por imprudente –la consabida crítica de que fueron ellos quienes armaron y financiaron frente a la Unión Soviética al saudí que luego sería su verdugo el 11-S, Osama Bin Laden– sino que hay que certificar que esta política es a la vez la que ha servido de base al incremento espectacular del consumo de masas en occidente a lo largo del siglo XX de bienes producidos por mano de obra barata en países lejanos interconectados por el petróleo, y que esto ha sido necesario para el no menos espectacular incremento de la población mundial.
El segundo objetivo de las empresas petrolíferas en Asia Menor es uno de los temas recurrentes del libro y se recoge en una fórmula voluntariamente paradójica: la producción de escasez. Los historiadores de la tecnología y la producción industrial suelen dar por sentado que el incremento de la producción es un objetivo interno de los sistemas e innovaciones tecnológicas. Desde Adam Smith es común caracterizar al capitalismo precisamente por la tendencia al crecimiento ilimitado. Pero Mitchell, siguiendo a Thorstein Veblen y otros, destaca que a menudo el objetivo de los agentes económicos consiste precisamente en retrasar o sabotear la producción. Con vistas a mantener los precios altos y evitar competidores, las grandes compañías petroleras adquirieron derechos de prospección, extracción y distribución que no tenían intención de utilizar (sin que esto tenga por qué desmentir que la tendencia general a la mayor productividad funcione en determinados contextos).
Como pudo verse en la guerra de Irak iniciada por Bush II o la más reciente de Libia apoyada por Obama, en ambos casos con intención de, entre otras cosas, bloquear el acceso de China al petróleo de aquellos países, uno de los medios clásicos de producir escasez y de evitar que otros consumidores tengan acceso a las mercancías, es la promoción de la inestabilidad y la guerra. Según Mitchell, la misma Guerra Fría se alentaba desde Estados Unidos para justificar la presencia militar en Oriente Medio. En esta parte del análisis, Mitchell parece otorgar demasiado peso al interés privado de las compañías y a minusvalorar la competencia real por los recursos petrolíferos y de otro tipo entre el imperio estadounidense y el de la Unión Soviética.
Como veremos al analizar la conclusión del libro, aquí puede residir la mayor flaqueza de su análisis, en la carencia de una teoría del Estado que vaya más allá de un instrumento utilizado por los poderosos para someter a los trabajadores nacionales o foráneos e impedir su supuesta tendencia a la democracia y la igualdad. Porque lo cierto es que la URSS tenía gran interés en el petróleo de Oriente Medio y, por tanto, la competencia era real. Paradójicamente, ese interés estribaba muchas veces en razones similares pero inversas a las que alentaban a las empresas estadounidenses: el bloqueo del acceso al petróleo por parte del bloque occidental para poder exportar allí tanto gas como crudo. Autores como Per Högselius y Roberto Cantoni han demostrado que los tubos de acero real perforaban el telón de acero metafórico, algo que supuso muchos quebraderos de cabeza para la OTAN durante la Guerra Fría y que está en el origen de la dependencia energética de Europa con respecto de Rusia. La gran batalla de la energía que enfrentará a las grandes potencias en el siglo XXI ya ha comenzado, y tanto la guerra de Irak como la de Ucrania demuestran que la competencia por recursos finitos va más allá de los intereses puntuales de algún grupo económico.
En cualquier caso, Mitchell describe cómo la violencia en Oriente Próximo se constituyó en un mecanismo que no sólo lograba refrenar la extracción de crudo sino que permitía la exportación de armas americanas y, por tanto, la obtención de retornos provenientes de los países productores de petróleo una vez que éstos habían conquistado la soberanía sobre sus pozos en las décadas de 1960 y 1970. Este mecanismo fue esencial para mantener el sistema de Bretton Woods y el poder del dólar como moneda de intercambio internacional. Dado que el petróleo se convirtió en la mercancía más intercambiada en el comercio internacional, el control militar y político de pozos, refinería y oleoductos era esencial para vencer en la batalla por el sistema monetario internacional.
De nuevo podemos trasladar el análisis de Mitchell a la situación actual, y de nuevo al hacerlo constatamos que el autor no otorga suficiente peso histórico a la figura del Estado y del imperio: la espectacular bajada del precio del petróleo en los últimos meses, sostenida sobre todo por Arabia Saudí, se dirige en gran parte contra el rublo y, por tanto, contra los llamados BRICS en la lucha por la hegemonía monetaria en los intercambios comerciales. A Arabia Saudí le interesa esta guerra de precios porque elimina del mercado competidores estadounidenses pioneros en el método de la fracturación hidráulica (fracking), a los países europeos les interesa porque el petróleo barato hace más viable sus economías, a la OTAN le interesa porque debilita a Rusia en la guerra de Ucrania, pero una de las razones de fondo por las que interesa a Estados Unidos, principal aliado de los sauditas, es la guerra de divisas. De nuevo el petróleo y el orden mundial van de la mano y se hace imposible distinguir la economía de la política.
Sobre esta distinción versa una de las partes más interesantes del libro de Mitchell. El sistema mundial de intercambios económicos instaurado tras la Segunda Guerra Mundial en base a la hegemonía yanqui dependía del petróleo no sólo para su funcionamiento, sino para su misma formulación conceptual. Según Mitchell, el sistema combinado de los sistemas de imperio y escasez permitió el nacimiento de «la economía» como un nuevo campo categorial. Al contrario de la economía política decimonónica, la economía de la que comenzaron a hablar tanto Keynes y los socialdemócratas como Hayek y los neoliberales ya no aspiraba a organizar la sociedad política. En cambio, su interés estribaba en sostener un sistema de magnitudes macroeconómicas en el que la referencia a los recursos materiales quedaban totalmente abstraídas. Aunque las «economías nacionales» se consolidaban como las unidades de análisis, éstas figuraban como meros marcos para el intercambio de dinero y por tanto como exentas con respecto a la geopolítica y al control de los recursos.
Pero, continúa Mitchell, si los recursos podían darse por supuestos era debido a la disponibilidad de petróleo barato y aparentemente ilimitado. Esta misma disponibilidad fomentaba la visión ideológica de la naturaleza como una «cornucopia», una fuente infinita para el crecimiento ilimitado que caracterizaba las democracias de mercado pletórico de bienes, un mercado que el petróleo barato hacía posible.
El frágil equilibrio de la economía mundial del petróleo, sin embargo, era patente en al menos dos frentes. Por un lado, la economía política de los recursos y de los límites del crecimiento, así como las refutaciones maltusianas de Adam Smith, regresaron a las discusiones universitarias y políticas (The limits to growth apareció en 1972) a medida que se hacía evidente que el petróleo no iba a manar eternamente de los pozos y que cada vez sería más costoso extraerlo. Pseudoconceptos como «el mercado» y «el medioambiente global» habrían emergido entonces como nuevas fórmulas ideológicas para tratar de optimizar los recursos mundiales para un nuevo sistema energético.
Como anuncié más arriba, la conclusión de Mitchell no mantiene la metodología materialista del resto del libro, al limitarse a sugerir que el previsible fin del petróleo barato podrá traer nuevas formas de democracia, pero sin esforzarse en explicar qué entiende por democracia y por qué suerte de ley natural debieran las sociedades tender a ella. El principal problema del análisis prospectivo de la conclusión de Mitchell es que no otorga ningún peso a la figura del Estado, como si su libro hubiera demostrado que éste no es más que un epifenómeno de los intereses de unas pocas grandes compañías petrolíferas. Esta ausencia del Estado es probablemente la gran falla de la línea ideológica de la muy interesante editorial Verso, que publica Carbon democracy, y cuyos promotores son los que ya se habían reunido en torno a Perry Anderson y la New Left Review. Pero una izquierda indefinida respecto al Estado pierde su capacidad de acción política. Porque el libro de Mitchell lo que demuestra es justo lo contrario: en contraposición a su propia conclusión, uno de los principales intereses del análisis de Carbon democracy es que deja claro que la economía aislada no es más que una abstracción confusa, que es siempre de hecho economía política en la que la lucha de distintas sociedades políticas por el control de los recursos está en la base de multitud de configuraciones de éstas mismas sociedades en sus diferentes capas de poder.
Pero al considerar a los Estados como cantidades despreciables a la hora de especular sobre la democracia post-petróleo, la conclusión Carbon democracy pasa a asumir intencionalmente la perspectiva de un «nosotros» universal preparado para actuar como un sujeto político con un interés común en la igualdad económica y con capacidad para poner freno a una de las herencias de la era de los combustibles fósiles: el aumento del volumen de CO2 en la atmósfera y sus consiguientes efectos sobre la temperatura media global. Sin embargo, ¿dónde podremos encontrar ese sujeto universal común, esa Humanidad capaz de caminar con un solo paso hacia una nueva era basada en nuevas fuentes de energía?
El lector interesado en los detalles del argumento de Carbon democracyhará bien en acudir al original. La cantidad y complejidad de las tramas y argumentos tratados en la obra supondrán seguramente que los expertos en alguno de los muchos campos tratados en ella detecten debilidades; y, sin embargo la potencia de este libro reside precisamente en la amplitud de su escala y en el acierto de profundizar en las interacciones entre la capa basal de las sociedades políticas, en concreto en la energía, y el resto de poderes constituidos en esa sociedad, es decir, del metabolismo capaz de encauzar esa energía.
Volviendo al problema planteado al inicio de este artículo, un análisis de los atentados de París y del yihadismo que los alienta tiene que incorporar la historia del propio Islam y el yihad: así como la sociología de los terroristas actuales, pero para entender la situación debemos asumir el doble papel del petróleo como sustento de nuestras sociedades políticas y como sustento de los enemigos declarados de éstas.
{1} Una versión inglesa y reducida de esta reseña apareció en la revista lisboeta Journal of History of Science and Technology, vol 6, otoño 2012.
Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2015/n156p01.htm
2 de marzo de 2015. ESPAÑA