Maquinas con rostro humano

Los hombres están enseñando a los robots a pensar. ¿Cómo? Con la lógica borrosa
La lógica dice que Sócrates era mortal (ya que Sócrates era humano y todos los humanos son mortales), pero no si era alto o bajo, ni si cobraba un sueldo digno o era friolero. Ser “alto” es un concepto difuso, y enseñárselo a una máquina requiere un nuevo tipo de “lógica borrosa”. El problema es importante porque la mayoría de las situaciones de la vida real son difusas. ¿Hace calor o “se está bien”? ¿Cuándo pisar o soltar el freno? ¿Tiene gastritis el paciente? ¿Hay crisis o desaceleración?

“La lógica clásica aristotélica se ha mostrado eficaz en ciencias duras como la matemática o la física”, dice el científico de la computación Jorge Elorza, de la Universidad de Navarra. “Pero resulta insuficiente cuando los predicados contienen imprecisión, incertidumbre o vaguedad, que es como funciona el razonamiento humano; la lógica borrosa ayuda a que los programas informáticos interpreten juicios de ese tipo”.

Elorza cita como ejemplo los criterios para diagnosticar gastritis aguda: “Dolores difusos en el estómago, náuseas con o sin vómitos y molestias inespecíficas”. Para que los ordenadores ayuden en el diagnóstico médico, deben programarse con la lógica borrosa, más similar a la que aplican los médicos en estos casos. “Se trata de computar con palabras en vez de con números”, dice.

En la lógica borrosa, las cosas no son verdad o mentira. Una cosa puede ser verdadera al 15% (técnicamente, su “grado de verdad” es del 0,15). Y las variables (o categorías) no son números, sino nombres sin fronteras precisas (hace calor, frío o “se está normal”), y los operadores que los modifican son “bastante” o “no mucho”.

Como sabe cualquier oficinista o consumidor de grandes almacenes, que haga calor, haga frío o se esté normal son tres cosas que pueden ser verdad a la vez. Y que además suelen serlo, dependiendo de a quién pregunte uno. Un termostato borroso sopesa los grados de verdad de las tres descripciones para decidir si enchufar más o menos aire frío en la sala. Esto, por cierto, elimina la clásica distinción entre optimistas y pesimistas, porque el vaso ya no está medio lleno o medio vacío, sino lleno con un grado de verdad del 0,5. Y vacío en el mismo grado. Si el vaso está a tres cuartos de su capacidad, es verdad (al 0,75) que está lleno, pero también es verdad (al 0,25) que está vacío.

Las aplicaciones de la lógica borrosa en la ingeniería crecen con ímpetu. De hecho, ya forman parte de la vida cotidiana. “Mi lavadora es de una de las dos marcas que ya usan la lógica borrosa”, asegura Elorza. Las dos marcas son AEG y Miele, y utilizan estos métodos de computación para moderar el programa de lavado si la ropa “no está muy sucia”: un concepto difuso.

La técnica también está extendida en los sistemas de frenado de los coches, el foco automático de las cámaras fotográficas, control de los ascensores en edificios públicos, filtros de spam (correo basura) y videojuegos. Los fabricantes no han publicitado estos avances por una razón evidente. “Frenos controlados por lógica borrosa” no es la clase de mensaje que más coches puede vender.

Pero la mala fama de la lógica borrosa se debe a que tiene el nombre mal puesto. Lo que es borroso no es la lógica -que tiene una definición matemática precisa-, sino el mundo al que se aplica, incluida nuestra percepción de sus fronteras y sus categorías.

“Las máquinas codifican lo que nosotros les transmitimos y calculan muy deprisa, pero carecen del menor grado de generalización”, explica Elorza. “Los últimos avances engloban métodos que, junto con la lógica borrosa, pivotan sobre redes neuronales y algoritmos genéticos, una enriquecedora combinación de técnicas denominada soft computing El concepto de soft computing, que podría traducirse por “computación blanda” (aunque nadie lo suele hacer), fue introducido en la década pasada por el matemático azerbaiyano-iraní Lofti Zadeh, de la Universidad de Berkeley. El propio Zadeh había inventado la lógica borrosa en los años sesenta y setenta. Los avances posteriores en redes neurales (programas que aprenden de la experiencia) y algoritmos genéticos (programas que evolucionan en el tiempo) le parecieron a Zadeh un complemento idóneo para su lógica borrosa.

La combinación de estas herramientas (el soft computing) permite a las máquinas aprender a manejar conceptos difusos, muy al estilo humano. El Congreso Español sobre Tecnologías y Lógica Fuzzy va por su decimocuarta edición, que se ha celebrado esta semana en las cuencas mineras asturianas (Langreo-Mieres).

Un ejemplo en que el soft computing ha logrado notables avances es el reconocimiento de la escritura manual. Se trata de un problema correoso para la computación convencional, porque es difícil imaginar una descripción matemática precisa de la letra a que abarque a todas las aes que escribimos (y reconocemos) las personas. El soft computing sí puede manejar categorías como “más o menos una a”. Recuerden que, en la lógica difusa, una cosa puede ser una a con un grado de verdad del 0,7, por ejemplo. El sistema de reconocimiento de escritura falla mucho con cada nuevo usuario, pero luego se adapta a las peculiaridades de sus trazos. Para esto sirven las redes neurales.

Las redes neurales son programas inspirados en la biología. Se componen de neuronas que reciben varios inputs y los combinan para emitir un solo output, como las neuronas de verdad. Y, también como éstas, modifican la fuerza de sus conexiones en función de la experiencia. Su aprendizaje suele ser “guiado”, es decir, se basa en la comparación del resultado propuesto por la máquina con la solución correcta de la vida real.

Estos programas no pretenden ser un modelo del funcionamiento real del cerebro -tanto las neuronas individuales como sus conexiones son una caricatura de su versión biológica-, pero son capaces de aprender de la experiencia.

El 75% de los coches que se fabrican van equipados con el sistema de frenado ABS. Intel Corporation, el gigante de los chips, es también uno de los proveedores de controles electrónicos para el ABS, y utiliza la lógica borrosa. La función del ABS es manipular los frenos para evitar que el coche patine. Un largo encadenamiento de silogismos aristotélicos no ayuda mucho en esas situaciones, como sabe cualquier conductor. Los sistemas de visión artificial dependen con fuerza de la lógica borrosa. A nosotros nos parece fácil descomponer una escena visual en objetos, pero situar sus fronteras es un asunto dificultoso que nuestro cerebro tiene que resolver cada segundo.

La frontera real llega a nuestros ojos desdibujada por la imprecisión del foco, las sombras y los claroscuros. Varias interpretaciones pueden ser verdad a la vez, y es ponderando el grado de verdad como la máquina decide. Nuestro córtex visual también funciona así. Lo mismo cabe decir de los sistemas de identificación facial, reconocimiento del habla e interpretación de los gestos, algunos aparatos de diagnóstico medio y un creciente número de aplicaciones financieras.

La lógica difusa puede presumir de unos orígenes venerables. Hace ya 2.400 años que Parménides de Elea sugirió que una proposición podía ser verdadera y falsa al mismo tiempo. Su gran admirador Platón le hizo caso y llegó a admitir una tercera región entre los polos de la verdad y la falsedad. Pero estas ideas tuvieron que esperar a Zadeh para cristalizar en una forma matemática precisa, y por tanto útil para los ingenieros.

La idea de que el cerebro humano utiliza un mecanismo análogo a la lógica borrosa debe mucho al lingüista William Labov, fundador de la moderna sociolingüística. Labov demostró en 1973 que las categorías “taza” y “cuenco” son difusas en nuestro cerebro: solapan una con otra, y su uso depende más del contexto y la experiencia del hablante que del tamaño real del recipiente. Por ejemplo, muchos sujetos del experimento consideraron el mismo recipiente como una taza (si se les decía que contenía café) y como un cuenco (cuando un rato después se les sugirió que servía para comer). La decisión entre los dos nombres depende a la vez de otros factores: tener un asa, ser de cristal, llevar un plato debajo y exhibir un diámetro creciente de base a boca restan puntos a “cuenco” y empujan al hablante hacia “taza”. El resultado de Labov es muy similar a la lógica borrosa: en nuestro cerebro, un objeto puede ser un cuenco con un grado de verdad del 0,7 y una taza con un grado de verdad del 0,3. Y esos grados se ajustan continuamente en función del contexto y la experiencia del hablante.

La neurobiología más reciente ha confirmado las ideas de Labov de una forma inesperada, en una serie de experimentos que han iluminado el problema central de la semántica -¿cómo atribuimos un significado a las palabras?- e incluso un tema clave de la filosofía de la mente: qué son los conceptos, los símbolos mentales con los que se teje el pensamiento humano.

La idea convencional es que los conceptos son entidades estables, que se forman y manipulan en las altas instancias del córtex cerebral (los lóbulos frontales, agigantados durante la evolución humana). El concepto “flor” sería un auténtico “símbolo” por lo mismo que lo es la palabra flor: porque se ha independizado de su significado y se puede manejar sin tener delante una flor.

Pero los datos están revelando que el símbolo y su significado son en gran medida lo mismo para nuestro cerebro. Pensar en algo rojo, o incluso pensar en abstracto sobre el color rojo, activa los mismos circuitos cerebrales que verlo físicamente.

Una pregunta común en los tests psicológicos es si dos dibujos distintos representan dos orientaciones del mismo objeto. Lo resolvemos “rotando mentalmente” el objeto, como pone de manifiesto un hecho elocuente: nuestro tiempo de respuesta es directamente proporcional al ángulo que distingue a un dibujo de otro.

El laboratorio de Herbert Bauer, en Viena, demostró el año pasado que la “rotación mental” es indisociable de la actividad de una parte del córtex motor, la misma que usamos cuando queremos mover un objeto de verdad. Se trata, según Bauer, de “una simulación interna de la rotación real de un objeto”.

Cuando una persona lee el verbo “saltar” no sólo se activan sus lóbulos frontales, sino también las áreas que reciben la información de los sentidos y las motoras que rigen sus acciones. Los conceptos que manejamos se parecen menos a las definiciones de la lógica formal que a las verdades de la lógica borrosa: relativas, provisionales y tejidas con las hebras del mundo real.
Fuente: http://www.elpais.com/articulo/sociedad/Maquinas/rostro/humano/elpepusoc/20080921elpepisoc_1/Tes

21/09/2008

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