De acuerdo con la filosofía tomista, si alguien es llamado a servir a la comunidad, es porque la caridad le ordena acudir a una necesidad apremiante… el tomismo se opone frontalmente a la violencia como método organizador de la sociedad.
Harto fácil es afirmar con tino que la senda elegida por Felipe Calderón para atacar el problema del desorden social que arrastra el crimen organizado, está condenada al fracaso. Pues es una creencia ilusoria que el combate al mal basado en la violencia lo erradica; por el contrario, solamente lo agrava. Así ha sido desde los albores del tiempo. Sustituir la construcción de un orden por una estrategia castrense aniquilante pervierte el concepto mismo de un buen gobierno republicano y democrático.
Los católicos medianamente cultos y, sobre todo, coherentes consigo mismos lo saben muy bien. Y debo suponer que Calderón, formado en el canon de la doctrina social de la Iglesia Romana está enterado de todo esto. Según dicha doctrina, la sociedad debe ordenarse para provecho de todos y cada uno de sus miembros, de modo que asegure la primacía del bien común en el orden práctico o político.
Esta idea se remonta al siglo XIII de nuestra era, a la filosofía tomista; así llamada por haber surgido de la cabeza del genio de Tomás, el de Aquino (1225-1274), que hermanó la fe cristiana y la razón aristotélica.
De esta suerte, como lo ha sostenido Alejandro Tagliavini, el tomismo se opone frontalmente a la violencia como método organizador de la sociedad. Ni siquiera es válido infligir algún detrimento a la parte —los criminales, que, después de todo, son personas, son pueblo; pueblo sin esperanza, sin brújula moral alguna— para salvar el todo. En tal caso, el empleo de la violencia institucional solamente se justifica como legítima defensa en situaciones extremas, sin retos estridentes, y después de haber agotado todos los medios que, en estas circunstancias, no son otros que profundas políticas públicas de educación, salud, empleo, asistencia social…
Cuando, en los primeros días de su gobierno, Calderón se ostentó como comandante en jefe de las fuerzas armadas, no sólo hizo constar su paradójica debilidad política, sino contrarió los principios en los que se funda su partido cuya inspiración católica es evidente. Es decir, nos hizo saber a los mexicanos que no gobernaría con la justicia sino con la potencia; que el imperio de la ley, entendida como la regla de conducta proclamada por la autoridad para el bien común, cedería su lugar a un orden represivo y cruento; que, en fin, estaba dispuesto a sacrificar vidas; vidas de personas cuyo valor es inmensurable según el espíritu cristiano, pues que en cada persona brilla el esplendor divino.
De acuerdo con la filosofía tomista, si alguien es llamado a servir a la comunidad, es porque la caridad le ordena acudir a una necesidad apremiante. En el gobierno de Calderón no hay comprensión del fenómeno con el cual está lidiando, inscrito en los abismos de la desigualdad social y en la bancarrota espiritual de amplios segmentos de nuestro pueblo; no hay prudencia, no hay caridad, no hay nada sino impotencia y necedad. Pío XII, en su encíclica Humani generis, afirmó que el tomismo es la guía más segura para la doctrina católica. Calderón la ha arrojado por la borda y navega en una atroz incertidumbre; el aire angelical de su partido, Acción Nacional, cuando era una oposición sin expectativa alguna, ha sido reemplazado por el pragmatismo de una camarilla de políticos que convalidan cualquier comportamiento demencial. Su herencia para México: vulgaridad, pobreza y ríos de sangre.
Fuente: http://diarioportal.com/2009/07/los-principios-traicionados/
Diario editado en Toluca, Estado de México. 30 Julio 2009