La finalidad de la discusión filosófica es garantizar el debate democrático, en la medida en que trate de no caer en demagogia doxológica (en la cual se expresan las opiniones sin exigir su validación y su argumentación racional); o en demagogia sofística, (en la que se busca convencer al otro, en vez de convencerse a sí mismo, castrando la exigencia de búsqueda de la verdad en una comunidad y así someterla a una voluntad).
Apropósito del conflicto latente en nuestra sociedad hondureña y de la crisis provocada por los acontecimientos de antes y después del 28 de junio, los alumnos de la universidad esperan siempre de sus maestros, que les den respuestas concretas, pertinentes a los fenómenos sociales y que les digan exactamente cuáles son las soluciones a tales conflictos.
La finalidad de la discusión filosófica es garantizar el debate democrático, en la medida en que trate de no caer en demagogia doxológica (en la cual se expresan las opiniones sin exigir su validación y su argumentación racional); o en demagogia sofística, (en la que se busca convencer al otro, en vez de convencerse a sí mismo, castrando la exigencia de búsqueda de la verdad en una comunidad y así someterla a una voluntad).
El filósofo, por lo tanto, no expone verdades absolutas, sino que ayuda a aclarar la realidad desde su profunda esencia.
Es lo que justamente trataré de hacer, a partir de la pregunta propuesta por alumnos en la clase de filosofía:
¿Cuál es el papel que deben jugar los partidos políticos en una democracia?
La vitalidad de la democracia está en la multiplicidad de los partidos, los cuales deben preservar las divergencias, las diferencias y la heterogeneidad de la sociedad. La pluralidad de los partidos debe tender hacia la pluralidad de los individuos que forman parte del círculo de la “polis”. En ese sentido, los partidos deben ser el aporte del régimen democrático que resuelva la diversidad y la contradicción entre las opiniones. Ellos deben ser, además, la expresión de la dialéctica de lo particular (la suma de los individuos) y de lo general (el bien común). Ese es el primer significado que le podemos atribuir al vínculo teórico que une a los partidos con la democracia: en síntesis, la naturaleza de los partidos consiste en ser el espejo de toda la sociedad.
Pero si la democracia identifica el ejercicio de un poder cuyo seno, origen, ejercicio y destino es el pueblo, el significado del concepto “partido” toma un significado menos transparente e incluso polémico en relación a la democracia. En efecto, en la práctica los partidos se presentan menos como una mediación entre el pueblo y el ejercicio del gobierno y más como originadores de la mediación entre el pueblo y el poder. En este caso, el poder se condensa en las manos de unos pocos, se desliga de la esfera civil, circula, se intercambia, se transfiere a un círculo muy restringido del espacio partidario, según unas reglas que tienen poco que ver con el juego democrático. Los partidos deberían manifestar la posibilidad para cada ciudadano de abandonar la esfera privada para comprometerse en la esfera pública, participando en la deliberación común, en la elaboración de una unidad que sustituya los conflictos particulares. Al contrario, ellos parecen reforzar esa dicotomía entre el pueblo y sus dirigentes, entre los gobernados y los gobernantes. El sistema de los partidos parece pues compartir su suerte con la democracia, al mismo tiempo que parece pervertirla desde el interior.
Esta ambivalencia fundamental, e incluso esencial de los partidos de ser a la vez mediación y obstáculo en el espacio democrático, ¿debe ser considerada como una dificultad irreductible sobre la cual viene a chocar la teoría del poder en el sistema democrático? O, al contrario, esta ambivalencia puede darse como condición de posibilidad de la democracia que queda rezagada a la práctica política de los partidos?
La invención de los partidos va de la mano con el surgimiento de la democracia moderna representativa, con la cual soñaba Rousseau.
La idea de “partido” designa «lo parcial». Este elemento hace que el partido se ubique en el territorio precario de lo relativo, es decir, no puede pretender lo absoluto o lo global, aunque busque realizar su proyecto dentro de la esfera de lo general y de lo universal. Hacer triunfar sus ideas es nada menos que reconocer su universalidad, su carácter operatorio, más allá de la visión partidista misma. Por tanto, el partido es ante todo la afirmación de una nueva concepción del mundo en el espacio político, en el cual la verdad no es absoluta ni dogmática.
La opinión y su confrontación con otras antagónicas, se vuelve entonces la regla de acción. En ese sentido, el bien común no es más el producto de la reflexión de los sabios, como lo era en la democracia directa platónica, sino la construcción laboriosa de los políticos, quienes lo que buscan es el encuentro polémico de los puntos de vista.
Los partidos, pues, expulsan la visión sinóptica y prefieren el punto de vista. Con el nacimiento de los partidos surge la nueva idea de la práctica política, en la cual el bien de la “polis” (la sociedad) no es el resultado de una verdad que hay que descubrir, sino el resultado de un debate que hay que realizar para elaborar el interés general, en el proceso mismo de la contradicción.
En cierta manera la visión aristotélica del «hombre prudente» supera la visión platónica de la política como ciencia. Así, el partido es la afirmación de la autonomía del hombre; es su habilidad de construir el orden común. El manifestaría el paso de una trascendencia (un orden inmutable que se alcanzaría para buscar la verdad en política) a una inmanencia (el hombre y su razón práctica, lo que Aristóteles llamaba “fronesis”, la cual era el atributo esencial del sabio en política). Para los partidos el absoluto no debe existir; la concepción pragmática de lo que es la sociedad, choca con la sociedad ideal soñada por Platón, la cual consistía en un orden perfecto correspondiente a una armonía superior. En este escenario la verdad cambia de significado y pasa a ser algo que se construye: es un horizonte y no una realidad antihistórica; no es un principio deductivo desconectado de todo contexto social, económico o histórico, sino que es una creación humana; es decir precaria, volátil, siempre en fase de reconstrucción.
Con el establecimiento del partido dentro de la vida política, se reconoce implícitamente que es en la confrontación de lo parcial (la parcialidad) que se puede edificar el orden común. Partidos y Democracia se alimentan de relaciones homólogas.
El círculo de la democracia se construye en el encuentro de lo uno con lo múltiple. ¿Cómo resolver la heterogeneidad de los individuos y de la construcción única del bien común? ¿Cómo hacer pasar las voces discordantes de los miembros de una sociedad hacia una del acuerdo? El peligro de esta situación polémica es el de hacer naufragar toda estabilidad política por el cuestionamiento perpetuo de los fundamentos del espacio político. ¿Cómo entonces hacer posible a la vez el debate y la continuidad del Estado?
Los partidos políticos surgieron dentro del espacio público a partir de la desaparición de las facciones y del reconocimiento definitivo de la legitimidad del Estado. Esto mismo permitió la integración de los partidos como tal y la institucionalización del debate. El problema de los partidos está ligado indisolublemente desde su origen con el asunto de la legitimidad del régimen.
La existencia de los partidos tiene como idea fundamental que el régimen y sus fundamentos no pueden ser puestos en tela de juicio, aunque, al contrario, sus mecanismos y sus orientaciones están abiertos a la reforma, e incluso a la contestación radical. Aquí es en donde constatamos que los partidos deben superar el conflicto que representan las facciones, las cuales ponen en el peligro la seguridad del Estado. Los partidos entonces deben condensar y reconciliar las virtuales violencias que surgen en los disturbios, en las sublevaciones, en las contestaciones o en las emociones populares.
Sin embargo, aunque los partidos le deben dar un lugar al debate entre contradicciones, también deben autorizar la reducción de la heterogeneidad. Los partidos son plurales y por lo tanto asumen ese paso de lo múltiple a lo singular. Por tanto, cuando la pluralidad no caracteriza más al sistema de los partidos, estos se convierten en el Partido; es decir, ya no en una emanación de los individuos, sino en el movimiento inverso que es el movimiento del poder.
Se debe establecer, pues, una relación de homologación entre las significaciones partidistas y la democracia, cosa que no sucede en el totalitarismo, el cual se apoya sobre el régimen del partido único y absorbe a la sociedad, confundiendo lo social dentro de lo político. Al contrario, no es la estructura partidista la que asegura el intercambio democrático, sino la pluralidad de partidos.
La dimensión particular de los partidos se encuentra, pues, en la mediación y en la reducción: ellos deben situarse en la intersección del poder y de la sociedad no organizada políticamente; ellos deben mediatizar la multitud y la heterogeneidad de voces y reduce su amplitud en un discurso único. En fin, entendido de esta manera, los partidos sepultan el mito de la democracia directa e intentan establecer la representación institucional de las opiniones, antes que la representación política de los individuos. Ellos son la solución a la contradicción de la democracia directa de los griegos o la imposibilidad de delegación de los poderes, como lo proponía Rousseau.
En conclusión, los partidos deben ser el espejo microcósmico de la democracia; es decir, de un pueblo compuesto por militantes, de una oficina política con una estructura jerárquica que refleja la del gobierno del momento en el estado democrático.
Además, son el espejo de los procesos de elección con representaciones y delegaciones definidas por los estatutos que, a su vez, son el eco de una Constitución Democrática. Este sistema de partidos debe permitir ordenar los discursos heterogéneos, los cuales han de ser integrados, anexados institucionalmente dentro de la construcción democrática, para que esta no esté en peligro. Ellos deben permitir neutralizar la violencia ideológica e integrarla en el espacio de construcción de la democracia.
Fuente: http://www.elheraldo.hn/Ediciones/2009/11/29/Opinion/Los-partidos-politicos-y-la-democracia
HONDURAS. 29 de noviembre de 2009
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