El poder debe ser entendido en la filosofía política y sobre todo en su práctica concreta como un medio para realizar o intentar realizar el bien común, de lo contrario derivaría inapropiadamente en un fin en sí mismo
En el análisis y debate acerca de la democracia y el Estado de Derecho surge como un aspecto particularmente sensible el tema del poder, tanto desde la perspectiva conceptual, como desde el punto de vista de su ejercicio y realización práctica.
Entre los múltiples objetivos y finalidades referidos a la construcción de la democracia moderna, orientados principalmente al reconocimiento de los derechos y garantías fundamentales del ciudadano y de la persona en general, destacan los mecanismos institucionales y jurídicos que establecen un sistema de límites al poder como garantía de esos derechos fundamentales, pues de poco servirían el reconocimiento constitucional a la integridad, dignidad y libertad de la persona, la reafirmación de la justicia y los principios de legalidad y legitimidad, entre otros, si no existiera al mismo tiempo un mecanismo de control al ejercicio el poder, a la concentración del mismo y a la voluntad de mantenerlo indefinidamente en manos de quien lo ejerce.
Por esa razón, junto a los valores y principios que sustentan los derechos ciudadanos, deben establecerse los mecanismos que limitan el ejercicio del poder, pues de no ser así, esos derechos fundamentales de la persona se verían atropellados por un poder que no reconoce y no tiene los límites necesarios para garantizar un ejercicio que no vulnere esos valores y principios sustantivos.
Es por ello que principios como los de supremacía de la Constitución, jerarquía de la norma jurídica, separación e independencia de los poderes del Estado, y esencialmente el principio de subordinación del poder a la ley, constituyen referentes absolutamente necesarios para el respeto a la democracia, el Estado de Derecho y los Derechos Humanos.
En nuestra Constitución Política, el artículo 183 establece de manera categórica que: “Ningún poder del Estado, organismo de gobierno o funcionario tendrá otra autoridad, facultad o jurisdicción que las que le confiere la Constitución Política y las leyes de la República”.
La fundamentación filosófica de un sistema de esa naturaleza, requiere necesariamente la convergencia de tres categorías constitutivas; la validez formal mediante la cual se reafirma la legalidad de la norma jurídica y, en consecuencia, la subordinación del poder a la ley; la validez social, que confirma que la norma jurídica debe ser la expresión legal de la voluntad general de la sociedad respectiva; y la validez moral, en virtud de la cual la voluntad general debe estar sustentada en valores y principios universales como el derecho a la integridad, dignidad y libertad de la persona y todos aquellos basados en las normas de los Derechos Humanos.
En ese contexto el poder es lo que la ley dice que es; la ley, lo que la voluntad social determina; y esta última, lo que los valores y principios morales de los Derechos Humanos establecen. El poder solo se justifica en esas condiciones.
El debate contemporáneo sobre el tema es complejo y profundo. En relación con él habría que señalar que las grandes líneas teóricas de la política, no así necesariamente su práctica, se separan cada vez más de las ideas de La República de Platón, de El Príncipe de Nicolás de Maquiavelo, y del Leviatán de Thomas Hobbes, que conducen al autoritarismo político, y en cambio se aproximan a la idea original de la Ilustración, con las transformaciones que el tiempo y circunstancia han venido determinando.
Esa línea de pensamiento se ve fortalecida en los aportes que el pensamiento filosófico y político relativamente reciente ha aportado al debate, particularmente John Rawls, Karl Otto Apel, Jurgens Habermas y Karl Popper, para mencionar algunos de los pensadores más destacados.
En este sentido considero de importancia hacer referencia a la Teoría de la Justicia de Rawls, cuya fundamentación de la “justicia como imparcialidad” ha tenido una gran influencia en el pensamiento contemporáneo desde los años setenta del siglo XX; a Jurgen Habermas y Karl Otto Apel con sus estudios sobre la Ética del Discurso y de la Acción Comunicativa, y a Karl Popper en sus obras La Sociedad Abierta y sus Enemigos y en Razón Práctica y Democracia, obras estas últimas en las que da un paso audaz al desechar la tesis de la legitimidad social del poder y centrarse exclusivamente en el control técnico del mismo a través del sistema legal y las instituciones.
En efecto, Popper considera que la pegunta sobre la legitimidad del poder ha traído solo inconveniencias, pues toda fundamentación de la legitimidad, el gran discurso teórico desde los griegos hasta hoy, conlleva el germen de la arbitrariedad y el autoritarismo, una vez que se encuentra legitimada la naturaleza del poder.
Por ello recomienda sustituir las preguntas sobre la legitimidad del poder y su fuente, por otra que interrogue sobre los controles y mecanismos institucionales que impidan el abuso del poder y permitan salir de los malos gobernantes sin violencia ni confrontaciones.
Pienso que la idea de Popper al limitarse únicamente a los mecanismos institucionales dejando de lado el tema de la legitimidad y la ética del poder se debilita conceptualmente. El poder debe tener legitimidad y en base a ella construirse la legalidad e institucionalidad que permitan su adecuado ejercicio. En caso contrario, como con frecuencia ocurre, el poder usa la ley como instrumento para sus propios fines y se instala en una legalidad sin legitimidad. Por ello puede pensarse que es insustituible el binomio legalidad y legitimidad, por el que el poder debe estar sometido a la ley, la ley a la voluntad general y ambos a los valores y principios de la filosofía de los Derechos Humanos y de una auténtica ética política.
El poder debe ser entendido en la filosofía política y sobre todo en su práctica concreta como un medio para realizar o intentar realizar el bien común, de lo contrario derivaría inapropiadamente en un fin en sí mismo. Es lo que se denomina la autarquía del poder para caracterizar la separación, tanto de su origen social, la voluntad general, como de su finalidad, la búsqueda del bien colectivo.
Solo integrando legalidad y legitimidad en una unidad indisociable fundada en valores y principios éticos de validez universal, será posible construir una verdadera ética del poder y la política, garantizar la institucionalidad y consolidar la democracia y el Estado de Derecho.
El autor es jurista y filósofo nicaragüense.
Fuente: http://www.laprensa.com.ni/2017/08/06/columna-del-dia/2274902-los-limites-del-poder
7 de agosto de 2017. NICARAGUA