Aristóteles observó llamativas semejanzas entre los delfines y los seres humanos. Ambas especies, observó, son resueltas, se complacen en el ejercicio de sus poderes y habilidades, les impulsa la curiosidad y noles falta coraje. Sin duda, Aristóteles pensaba que los orígenes de la ética no estaban lejos de las vidas de otros animales. Sin embargo, nuestra visión actual es muy diferente:
nos educan para creer que los seres humanos somos distintos del resto de animales; prueba de ello es que pensamos y analizamos nuestras motivaciones, afectos e impulsos guiados por el afán de descubrir las causas de nuestra conducta. De ese modo pretendemos ser conscientes de nosotros mismos tratando de lograr que nuestras acciones sean el resultado de nuestras elecciones.
La divisa de Sócrates, “Conócete a ti mismo”, fue su gran legado, una semilla implantada en las mentes de los grandes filósofos futuros, desde Platón a Marx. Ellos, y otros después de ellos, han creído que la conciencia es nuestra esencia y que una vida buena es aquella que vive un individuo plenamente autónomo, porque nuestra autonomía se manifiesta cuando actuamos conforme a motivos que nosotros hemos escogido conscientemente. Sin embargo, profundas crisis como la actual han puesto patas arriba nuestras fantasías de ser sujetos autónomos.
En el taoísmo, la vida buena se relaciona con la espontaneidad; pero ser espontáneo es diferente de actuar por impulso, o guiados por la subjetividad, como creían los románticos. En el taoísmo significa actuar desapasionadamente, apoyados en una visión objetiva de la situación concreta. Los moralistas occidentales siempre se preguntarán por la finalidad de tal o cual acción, pero para los taoístas la vida buena no tiene ninguna finalidad. Es como nadar en un remolino, respondiendo a las corrientes según van y vienen.
Para las personas sometidas a las restricciones de la moral, la vida buena es una lucha incesante. Para el taoísmo es vivir sin esfuerzo, porque el ser humano más libre no es aquel que vive según los motivos que él mismo elige, sino el que nunca tiene que elegir. No vive según elige, sino según debe.
Públicamente afirmamos que la moral debe prevalecer y que ella sirve de guía a nuestra conducta y a nuestras vidas, pero en realidad (es decir, privadamente) no nos lo creemos. Creemos, en cambio, que nada puede hacernos invulnerables al destino, la casualidad y esta maldita crisis.
Fuente: http://www.aragondigital.es/noticia.asp?notid=96253&secid=21
ESPAÑA. 19 de junio de 2012