Mi amigo me invitó a comer. Acudí a su casa, en medio de la ciudad. Una refulgencia sorollana lo inundaba todo. Matices, luz de luminosidades. Un destello sobre fondo plateado, claridad mediterránea intensa, cálida, difusa y penetrante que se introduce no solo por los ojos, sino que embriaga los sentidos.
En medio de ese espectáculo de color, unas alubias y un buen vaso de vino. Mano a mano. De pronto surge la conversación, al trasluz, penetrante, intuitiva, densa, a media voz. Fluye mansamente. Y una pregunta arrolladora e irresoluble. ¿Por qué existe el mal? Faltó poco para atragantarme. Un tema que cualquier mortal, precisamente por su mortalidad, se hace con alguna frecuencia: ¿por qué he de morir? ¿Qué he hecho para semejante tránsito? Su pregunta-traca final me conmueve por su soltura, profundidad y confianza. ¿Puedes explicármelo? No, le dije. Solo la religión alcanza una solución seria, a condición de admitir el misterio.
Desde el punto de vista filosófico, las respuestas han sido varias. La de Platón, el primero que se lo plantea, es equívoca, y claramente desatinada por insuficiente: el mal es un error del conocimiento, el mundo de las ideas es el verdadero; el real, es pura apariencia. Y en el espectro cavernícola, el error, que es sombra, es lo normal de la condición de abatimiento humano. La maldad no es más que ceguera: se equivocó. No hay malos, sino ignorantes que yerran.
Para Aristóteles, la cosa es más compleja. La vida lograda, la eudaimonia, es para lo que estamos hechos, ni más ni menos. Y para alcanzar esa felicidad que anhelamos, hemos de andar por el camino de la virtud. Aristóteles, más contundente, por realista, que Platón, dirá que el mal es sencillamente un mal logro de la voluntad que, eligiendo la parte por el todo, da al traste con la plenitud al quedarse anclada en el camino sin llegar a la meta; y, aunque reconoce que Platón, su maestro, dice algo con sentido («todo malvado desconoce lo que debe hacer y aquello de lo que debe apartarse, y por una falta de este tipo se hace el hombre injusto y, en general, malo»), indica que no es solo un espejismo, sino también una falta de temple, de querer: una eticidad sin consumar. El que es robado, siempre puede recuperar lo sustraído; pero el que roba, no: porque se hace ladrón, se hace malo a sí mismo.
En el progreso de lo humano, las respuestas han oscilado básicamente entre ambos lados. Aunque caben aún dos interpretaciones más: la de ignorar el mal como si no existiese, que choca frontalmente con la realidad histórica: la postura estoica, el que no me afecte; y las orientalistas, fatalistas y maniqueas: hay un malvado y dañino dios empeñado en amargarnos la existencia.
¿Y “inquirió” si estamos así, cómo se explica? Mal, dolor, sufrimiento y muerte son los cuatro jinetes del Apocalipsis que asolan nuestra existencia. La bestia en estado puro. Me acordé de un estupendo libro que C. S. Lewis, el autor de Las crónicas de Narnia, redactó a la muerte de su esposa: «Una pena en observación»; y de la que se realizó una estupenda adaptación cinematográfica: Tierras de penumbra. En medio del dolor con que vislumbra su vida rota, resquebrajada, Lewis se aferra a sus firmes convicciones religiosas. Y considera el sufrimiento a la luz de su fe. Sus conclusiones, nada filosóficas sino existencialmente religiosas, son lo mejor del libro: el sufrimiento, dirá, es el cincel que Dios emplea para perfeccionar al hombre?, porque nos lanza al mundo de los demás. Lo experimenta con el desgarrón del que vive en carne viva: aunque permanecemos en tierras de penumbra, hay luz en la oscuridad. Pero esto solo es posible a condición de que aceptemos un Dios que muere por nosotros: al misterio de la iniquidad del hombre, el Dios cristiano responde con el misterio de su inmenso y deslumbrante amor, porque también por él han pasado los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Fuente: http://www.levante-emv.com/opinion/2014/04/17/cuatro-jinetes-apocalipsis/1101872.html?utm_medium=rss
17 de abril de 2014. España