La muerte de Umberto Eco ha traído un aluvión de merecidos elogios sobre sus casi ofensivos conocimientos. Capaz de hablar con autoridad del origen del espagueti a la boloñesa, el libro de chistes sobre el futbolista Francesco Totti, santo Tomás de Aquino y el mito de Superman, Eco entendió que el copioso universo estaba hecho de signos descifrables.
Su capacidad para combinar lo culto y lo popular permitió que El nombre de la rosa -escrita en buena parte en latín- se convirtiera en un best seller instantáneo. Sus casi ilimitados saberes lo llevaron a escribir libros enciclopédicos sobre la belleza y la fealdad, pero de modo sorprendente escapó al tedio que suele producir quien, en sentido literal, agota un tema. Lejos del experto en nimiedades que se complace en descubrir la errata en una nota de pie de página o del erudito que acumula datos hasta sufrir una congestión mental, Eco entendió la cultura como un gozoso entretenimiento. Su sentido del humor lo puso a salvo de tomarse demasiado en serio y lo llevó a confesar sus predicamentos para lidiar con el servibar del hotel o con el salmón escandinavo que debía llevar a Italia.
Amante de los volúmenes que coleccionaba con selectivo capricho y arrebatos fetichistas, centró su vida en la lectura. Cuando se vio necesitado de una definición para el objeto que definía su existencia, lo comparó con otros sencillos e imprescindibles instrumentos: “El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez inventado, no se puede hacer nada mejor”. ¿Hay modo de perfeccionar el tenedor o el alfiler?
Con saludable ironía, este lector de dieta omnívora aquilataba los libros que no había leído. En sus insoslayables conversaciones con otro eminente bibliófilo, Jean-Claude Carrière, guionista de Luis Buñuel, comenta: “Estamos profundamente influidos por los libros que no hemos leído”. La sabiduría no consiste en absorber todos los tomos de una biblioteca, sino en estar consciente de lo que se ignora y de lo que se sabe a medias. Hay que tener la destreza de valorar lo que se desconoce. En ocasiones, esto se logra con el arte de la lectura parcial o en diagonal: “¿Quién ha leído de verdad la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis? Si sumo todos los fragmentos que he leído en circunstancias distintas, puedo alardear de haber leído casi un tercio. Pero no más. Y, de todas formas, tengo una idea muy precisa de lo que no he leído”. Esto lleva a una pregunta esencial: “¿Cómo es posible que conozcamos libros que no hemos leído?”. Si en verdad se trata de obras de importancia, su mensaje llega a nosotros por variados caminos.
Ser culto implica arreglárselas de muy diversos modos para cerrar lagunas de conocimiento. Cuando vivía en un internado en Turín, Eco iba con frecuencia al teatro, pero tenía que salir antes de que terminara la función para llegar a tiempo a su dormitorio. Años después trabó amistad con Paolo Fabbri, semiólogo como él, que en su juventud trabajó en un teatro donde despachaba los boletos. Como tenía que cerrar la caja, veía la obra ya comenzada. A Eco le faltaban los finales del teatro clásico y a Fabbri los principios. Conversando, se enteraron de lo que no sabían.
Con frecuencia, quien entra a una biblioteca privada suele preguntarle al dueño de casa si ya leyó todos esos libros. Lo importante, según Eco, es tener libros precisamente porque no se han leído (si no, ¿qué sorpresa nos depararían?), a riesgo, desde luego, de que al tomar un libro descubramos que, por razones culturales o atmosféricas, ya sabíamos de qué trataba.
Pero una vez que se conoce algo hay que saber desconfiar de ello. Internet ha traído la superstición de que podemos llegar de inmediato a datos confiables, que en realidad pueden ser falsos. En consecuencia, el profesor de semiótica aconsejaba a sus alumnos que actuaran como nuevos escolásticos, consultando distintos sitios en la red para someterlos a interpretación. No es casual que su lema de vida haya sido la máxima de Boscoe Pertwee: “Hace tiempo estaba indeciso, pero ya no estoy tan seguro”. Por cierto que Pertwee es uno de esos autores que se conocen sin ser leídos. Se le ubica en el siglo XVIII pero muchos dudan de su existencia. Nada más lógico que el descifrador de signos se apoyara en un fantasma.
Fuente: REFORMA.COM
26 de febrero de 2016. MÉXICO