La filosofía se bebe a sorbos, lenta, pausada, interminablemente. Es así
como nos la ofrece José Blanco Regueira en La odisea del liberto: hace de
su concomitante ímpetu avizor un “conato guerrillero”. Empeño radical
y solitario que se abalanza estrepitosamente contra la solidez de una Razón
que se devora a sí misma.
En el recorrido de tres minuciosos ensayos que componen la obra, Blanco
Regueira nos regala toda una diversidad de planteamientos que evidencian no
sólo la erudición y el prolijo uso del lenguaje, sino que brindan la
oportunidad de revivir la producción filosófica; a través de una lectura
que exora –neciamente quizás– escuchar la voz que hoy, por el desatino
humano, se torna inasequible.
Así, con rigurosa vehemencia, nuestro autor se priva de glorificar al
hombre en sus reflexiones. Hombre fétido que enarbola la posibilidad de
habitar un paraíso que el racionalismo ensalza, cuyos principios no son
más que fundamentos endebles que sustentan los logros de una modernidad que
escinde de la tarea básica de la filosofía: echar luz sobre la vida del
hombre. Modernidad que no es sino producto de una esquizoide naturaleza que
cimienta toda razón eficiente en el delirio, la agonía.
Blanco Regueira se priva de brindarle al hombre loas adictas. Elogios
innecesarios que sólo han agitado su lánguida existencia al hacer de su
ser y experiencia vital un esfuerzo ciego que, junto a su porvenir, se
vierten en un hedor que termina enfermándolo paulatinamente, ubicándolo
como espectador que observa cómo se corrompe su vida y cómo,
inevitablemente, se ahogan junto a él los reclamos superfluos de una época
incierta que se desvanece en un abismo insondable: la ruina.
Pues bien, “Odisea del Liberto” es el título de la obra y el primer
capítulo. En él se escucha el grito de una voz desengañada, liberada de
sus propias ataduras. Así, lejos de la conquista de la libertad y el ánimo
tranquilo que pudiera propinar ésta, la palabra del “libre esclavo” se
yergue inesperada, incómodamente ante la ignorancia y conocimiento de una
condición que le es propia. El liberto vacila, se detiene, emprende la
marcha nuevamente y se soporta con paciencia en un estruendoso camino en el
que no halla sino a su propia sombra.
El liberto posee un carácter que se asemeja a ese “espíritu vigoroso y
sufrido” del que nos habla Nietzsche. Su caminar es el paso lento en medio
de un desierto que la conciencia vislumbra como edén. Lugar ameno y
exquisito cuyo esplendor hace mirar la “carga de la libertad” como un
obsequio largamente deseado.
En el texto intitulado “De estoicos y modernos” vuelve a nosotros la
idea de la filosofía como tránsito. Paso permanente entre la ignorancia y
la sabiduría. Paso sin fin que baila a caballo del desconocimiento de lo
que se sabe y el conocimiento de lo que se ignora. La filosofía vuelva a
mirarse, entonces, como una evocación fantasmagórica que tiene por
naturaleza “seguir procreando el Porvenir del Hombre”. Como una
alteración de la conciencia que le hace ver el mundo sin tapujos. Como una
ventana abierta cuya visión le propicia al hombre un estado de
intranquilidad que se desprende, no de saberse encarcelado a los productos
de su propia creación, sino que es fruto de esa espera voluntaria de la
muerte. Del presentimiento de su fatal condición.
Para ello, nuestro flébil autor dice: “la filosofía despunta allí
donde se abre paso el saber de nuestra condición in-sapiente, la conciencia
de que elhombre es el único animal que necesita aprender a vivir para
estar vivo y aprender a morir para estar muerto”. En este sentido, la
filosofía como necedad, como necesidad de una peculiar manera de entender
el mundo, exige no sólo la capacidad de concebirlo como un todo, unidad
perfectamente armónica que se rige por un compás inviolable, intocable,
eterno, sino que, paralelamente, resulta imprescindible mirar la podredumbre
enclaustrada en el hombre y la Tierra; que refleja la mentira de una
existencia que parece nuestra.
Blanco Regueira ve en el hombre un “ser esforzado”, un ser que ha de
“someterse a lo inexorable, la apariencia azarosa, el dolor, la muerte”.
Al mismo tiempo, confía en que el vacío que se busca llenar con palabras
desnudas, suspiros, terquedades, sea aniquilado por la única arma que se
dibuja en la odisea de una conciencia atormentada e impotente; el único
instrumento ciertamente virtuoso en el camino contrito de un ser denodado:
el silencio.
El silencio como respuesta, como reclamo; como un estado subsiguiente a una
conciencia apegada, fiel a sí misma. El silencio como estandarte de una
guerra declarada en contra de un “yo parlante” que se encuentra entre la
paradoja ineluctable de tolerar su estupidez o enmudecer su penuria.
Para finalizar, en “La fractura del cimiento” se cuestiona el inquirir
humano. Se somete a revisión la obra cartesiana y se ubica en tela de
juicio el ego cogitans, del cual se desprenden interrogantes que aún
esperan respuesta. De esta forma, José Blanco Regueira dice: “[En] el
Discurso del método, las Meditaciones metafísicas y en general toda la
obra cartesiana, [se] reitera[n] una y otra vez este mismo tema: el problema
del ser es el problema del estar”. Pero la cuestión que más nos aqueja y
tambalea es aquella que fija su atención en la duración de nuestra
condición como ser-es existentes. “¿Por cuánto tiempo aún? ¿Por
cuánto tiempo aquí, en la Tierra? ¿Por cuánto tiempo habremos de seguir
muriendo nuestra vida o viviendo nuestra muerte? ¿Por cuánto tiempo aún
debemos deambular arrastrando nuestro cadáver a cuestas? ¿Debemos acaso,
como dice Montaigne, aprender a soportar pacientemente lo que no podemos
evitar debidamente?
Es este un panorama harto trunco de La odisea del liberto, necesario, sin
embargo, para exhortar al arrojo de una lectura que provoca en el lector la
salivación amarga que emerge de la radiografía del mundo moderno y del
habitante achacoso que intenta abrirse camino en una batalla de antemano
perdida.
José Blanco Regueira, La odisea del liberto, Instituto Mexiquense de
Cultura, Cuadernos de Malinalco 24, Toluca, 1997, 71 pp.
Fuente: Germán Iván Martínez
29 de octubre de 2010