El ser humano se ha vuelto esclavo de la banalidad y las tecnologías digitales, en una huida, delirante, de la profundidad que aportan siempre las humanidades. Es justamente hoy cuando más sentido cobra la forma en que Marx termina el prefacio de su tesis doctoral Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y en Epicuro. Nos recuerda Marx lo que Prometeo, el liberador, condenado y encadenado, le dice, con dignidad, a Hermes, esclavo servidor de dioses: “Has de saber que yo no cambiaría mi mísera suerte por tu servidumbre.”
“Librito”, “obrillas” y “modesto librito”, llama Catulo a lo que escribe, e implora que la inteligencia sobreviva intacto más de un siglo. Foto La Jornada Semanal
En el siglo primero antes de nuestra era, al dedicar sus Poemas a Cornelio Nepote, Cayo Valerio Catulo lo hace de la siguiente manera: “¿A quién le voy a dedicar este librito, nuevo y simpático, con la áspera piedra pómez recién alisados sus bordes? A ti, Cornelio; pues tú solías considerar de algún valor mis obrillas, ya entonces cuando, el único entre los itálicos, te atreviste a explicar la historia universal en tres volúmenes, eruditos, por Júpiter, y laboriosos. Por ello, acepta este modesto librito, cualquiera que sea su valor; que él, oh virgen protectora, sobreviva intacto más de un siglo.”
“Librito”, “obrillas” y “modesto librito”, llama Catulo a lo que escribe y publica, e implora a la musa que ese trabajo de la emoción y la inteligencia sobreviva intacto más de un siglo. ¡Pero ha sobrevivido no sólo más de un siglo, sino más de veinte!, y mucho más sobrevivirá, pues mientras los lectores sigan buscando la gran poesía, imperecedera, Catulo estará siempre para ellos.
Admiremos el hecho de que la paradójica modestia antigua no ocultase el anhelo, después de haber afinado, laboriosamente, el libro, con la áspera piedra pómez de la exigencia y la autocrítica, de que ese libro sobreviviera algo más de cien años. Hoy, en cambio, los escritores comerciales, más venales que nunca, publican libros desechables que aspiran, cuando más, ¡y no puede ser más!, al instante apoteósico de algunas semanas o algunos meses, en las manos de lectores que tampoco aspiran a más que a ese entretenimiento banal que no deja ningún poso de cultura antes de pasar, vertiginosamente, al olvido.
Jorge Luis Borges advirtió que escribir un libro con el único propósito de escribir un libro es el peor motivo para escribirlo, pues “los libros deben escribirse solos, por medio del autor o a pesar de él”. En el caso de la lectura se puede decir algo parecido, tal como lo formuló Stephen Vizinczey: “Leer un libro para poder charlar sobre él no es lo mismo que comprenderlo”, y, a fin de cuentas, es el peor motivo para leerlo. Por otra parte, escribir y leer libros pueden ser dos divertidos pasatiempos, pero, mientras más lo sean, menos conducirán a un proceso transformador de la existencia. Los lectores deben saber que “ningún escritor ha logrado jamás complacer a lectores que no estuvieran aproximadamente en su mismo nivel de inteligencia general, que no compartieran su actitud básica ante la vida, la muerte, el sexo, la política o el dinero”. Lo dijo también Vizinczey.
Desde el surgimiento de internet, el discurso facilista acogió con alborozo lo que se dio en llamar la “democratización del conocimiento”. Se trata de una desmesura. Internet amplió la información, pero no profundizó en ella como para obtener mayor “conocimiento”. Si queremos usar este verbo equívoco (“democratizar”) con su sentido estadístico, lo que se consiguió con internet fue “democratizar”, esto es, ampliar, las fuentes de información, pero también el consumismo y la banalidad, pues si algo caracteriza a internet es la ideología del consumo. Por ello, no deja de ser cómico el entusiasmo ingenuo, por decir lo menos, que ponía Al Gore, entonces vicepresidente de Estados Unidos, en la década del noventa del siglo anterior, cuando afirmaba que “internet es un servicio universal accesible a todos los miembros de nuestras sociedades, lo que permitirá una especie de conversación global en la que cada persona que lo desee podrá decir su palabra”, concluyendo con un símil que raya en la ridiculez: “Veo en ello una nueva edad ateniense de la democracia.”
Que cada persona que lo desee diga su palabra, y parlotee a sus anchas sobre todo y sobre nada, está muy lejos de compararse con el ágora ateniense y con la filosofía socrática. Internet no ha servido ni siquiera para “democratizar” la alta cultura libresca, sino, cuando mucho, para chacharear sobre lo que se ha leído, que es la peor razón para leer un libro. ¡Y hay que ver, además, sobre qué clase de libros se chacharea!
A decir de Bruno Estañol, para un lector empedernido, para un lector irreductible, “la vida es una lectura y una escritura interminables. Es mejor leer y escribir que vivir una vida plena de aventuras”. Para quien ya conoció los libros y se prendó de ellos, vivir sin libros es una existencia muy poco interesante. Leer, en serio, aunque se comience por lecturas de “actualidad”, más temprano que tarde tiene que llevar a la gran biblioteca de la historia humana: al canon, donde está depositado y conservado el conocimiento, que se reactiva y vivifica con cada lector, y si la lectura no conduce a esa biblioteca, es bastante probable que estemos perdiendo el tiempo. ¡Muy nuestro gusto, esto es verdad! Pero sólo la lectura de las obras y los autores canónicos es la que puede mostrarnos por qué hay tanto libro y tantas lecturas que no son indispensables.
Harold Bloom ha escrito: “La Edad de la Información pone énfasis en la pantalla –el cine, la televisión, el ordenador personal–, y el libro electrónico parece ser una alternativa al libro impreso, [pero] mis alumnos de Yale tienen el mismo talento que sus predecesores, y sin embargo han leído menos.” Es fácil saber por qué han leído menos: en la era de la información se pierde el tiempo en las infinitas fruslerías que ofrece internet, y quienes no leen libros en papel tampoco lo hacen en pantalla: se solazan en el ancho mar de los retazos; desdeñan, cada vez más, la integridad de la obra, la unidad del libro. Por lo demás, como concluye Bloom, “la cuestión fundamental, el meollo de todo el asunto, es qué se lee”.
Los nativos digitales superpueblan las generaciones que han perdido por completo la noción de intimidad; ésas que únicamente le encuentran sentido a las cosas, y especialmente a su vida, si las convierten en un espectáculo para la atención global. Se aburren de lo “íntimo”, y su mayor aspiración es que “todo el mundo se entere” de sus “secretos” que, por supuesto, han perdido su preciso significado: “Oculto, ignorado, escondido y separado de la vista o del conocimiento de los demás.”
La vida espiritual, que es parte del “yo” intransferible, no tiene importancia para ellos: para que sea importante debe “viralizarse”, convertirse en trending topic. Su mayor aspiración es ser protagonistas: los reyes de las redes sociales, y no les avergüenza lo que tengan que hacer para conseguirlo. Para esto usan la escritura y la lectura las generaciones digitales. Un ejemplo es la siguiente “carta”, muy reciente, que una supuesta joven llamada Andrea, de veintiún años, escribió en una bolsa de papel (sintomáticamente, de las que se usan para el vómito, lo cual no puede ser más simbólico) que dejó, con todo propósito, en un avión, para que “alguien” (otro pasajero) la encontrara y la difundiera por medio de las redes sociales:
-Si estás leyendo esto, hola :). Mi nombre es Andrea y estoy increíblemente aburrida. Justo ahora este vuelo va de Miami a d.c. Tengo 21 años. Compré el boleto anoche a las 4 a.m. porque estoy muy enamorada de mi mejor amigo. Él está volando de Boston a Nueva Orleans y tiene una escala en d.c. De hecho, yo vivo en d.c. y de todos modos iba a viajar pronto, así que pensé: ¿por qué no sorprenderlo en el aeropuerto durante su escala? Le voy a decir que estoy enamorada de él. Audaz movimiento, ¿cierto? Pero, mira, en cuatro días voy a irme a Australia por un semestre y no lo veré en cinco meses, así que realmente es la última oportunidad que tengo. Realmente no sé lo que voy a decir, pero voy a hacerlo. ¿Por qué no? Es decir, me voy, así que ¿a quién le importa? No lo sé. Deséame suerte quienquiera que seas. Sí, sí, soy patética por escribir esto en una bolsa de basura, pero estoy aburrida, mi wifi no funciona y estoy nerviosa como una mierda, así que este es mi desahogo. El enorme Starbucks bombeado con cafeína probablemente tampoco ayuda. De todos modos, espero que esto haya hecho que tu vuelo sea un poco menos aburrido. Hazme un favor y hoy haz algo loco como yo. Buena suerte, quienquiera que seas. Andrea.-
Parece una confesión apócrifa; demasiado pensada, en cada palabra, y del todo efectista. Pero, aunque la tal “Andrea” pueda ser un invento de otro internauta que busca llamar la atención y crear una “historia viral”, dicho internauta (y no, necesariamente, una persona; bien puede ser una empresa publicitaria) sabe muy bien que, en la sociedad del espectáculo, cuya plataforma es internet, estas historias bobas corren como el fuego sobre caminos de pólvora.
En primer término, es absurdo y estúpido esperar que la “carta” que se deja en el avión sea encontrada por otro pasajero que abordará esa misma aeronave. ¿No saben, acaso, muchos millennials, que, antes de cada abordaje, el personal de limpieza recoge toda la basura y los objetos olvidados que dejan los anteriores pasajeros? (A lo mejor no lo saben, puesto que, cuando salen y regresan de su casa, encuentran sus habitaciones exactamente como las dejaron.) En segundo lugar, la ficticia o auténtica “Andrea” da por hecho que las cosas han salido como las imaginó, pues se está dirigiendo a un pasajero, o pasajera, que ha encontrado y está leyendo su “mensaje”, y hasta le sugiere que haga “algo loco” como ella. Pero, como era de esperarse, quien encontró el “recado” fue una de las encargadas de la limpieza de la aeronave y, previsiblemente, también alguien loca por este tipo de historias en las redes sociales, y fue ella la que lo dio a conocer, según las “notas informativas” que se publicaron, en la red social Reddit, de donde saltó a los periódicos y a los diversos sitios de internet para el entretenimiento de quienes se ocupan de estos chismes porque no tienen nada mejor que hacer.
Toda esta historia tiene la pinta de ser una chambona tomadura de pelo, pero refleja, perfectamente, la realidad de una sociedad extasiada por el vacío, el aburrimiento, la tontería, la frivolidad y la banalidad, entre otras simplezas, pues, hoy, según la información, “todos están buscando a Andrea, para saber cómo ha sido el desenlace de esta historia de amor”, y Yahoo! Noticias se congratula, para mayor solaz de los bobos: “Los finales felices y las historias románticas nos gustan a todos, y ese es el motivo por el que todo el mundo en las redes está buscando el paradero de Andrea.” Tal es el espejo en el que se mira nuestra empobrecida sociedad.
El ser humano se ha vuelto esclavo de la banalidad y las tecnologías digitales, en una huida, delirante, de la profundidad que aportan siempre las humanidades. Es justamente hoy cuando más sentido cobra la forma en que Marx termina el prefacio de su tesis doctoral Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y en Epicuro. Nos recuerda Marx lo que Prometeo, el liberador, condenado y encadenado, le dice, con dignidad, a Hermes, esclavo servidor de dioses: “Has de saber que yo no cambiaría mi mísera suerte por tu servidumbre.”
Notas:
11 de febrero de 2019. MÉXICO
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