La ideología socialdemócrata

Se reconstruyen las líneas generales que sirvieron de base para la intervención del autor en la sesión del 27 de enero de 2010 dentro del Ciclo de Conferencias titulado El espíritu del Ateneo, organizado en homenaje a la generación del Ateneo de la Juventud
«Stirner cree que «a ‘los buenos ciudadanos’ puede serles indiferente quién les protege a ellos y a sus principios, si un rey absoluto, un rey constitucional o una república, &c.». Esto es «indiferente», por supuesto, para los «buenos ciudadanos» que beben tranquilamente su cerveza blanca en una bodega berlinesa, pero no lo es, ni mucho menos, para los ciudadanos históricos. Y es que el «buen ciudadano» «Stirner» se imagina aquí una vez más, como en todo el capítulo, que los burgueses de Francia, de Norteamérica y de Inglaterra son los buenos filisteos berlineses bebedores de cerveza blanca.» (Carlos Marx y Federico Engels, La ideología alemana.)

«El pensamiento Alicia pierde todo su mordiente crítico y funciona como una suerte de ensoñación infantil o, si se prefiere, como una ensoñación simplista, propia del adolescente que habiendo ya alcanzado, desde luego, el uso de la razón –por tanto, la posibilidad de una coherencia interna en sus discursos–, sin embargo se deja llevar por las razones abstractas que corresponden a una única línea de discurso y, por tanto, procede acríticamente, encubriendo la realidad en lugar de analizarla… El pensamiento Alicia, en efecto, sólo tira de un hilo de la madeja, sin querer saber nada de los otros hilos en los que está enredado, y por eso este pensamiento es simplista. Tira y tira de un hilo solitario («¡Paz, Paz, Paz, no a la Guerra!») hasta que el hilo se desliza del ovillo que va cayendo, entrechocando con otros ovillos, siguiendo su propio impulso. El pensamiento Alicia procede, por ejemplo, de este modo: constatando una semejanza particular entre dos realidades o sistemas diferentes, extiende la semejanza a toda esa realidad o sistema, sin tener en cuenta que la composición de esos contenidos semejantes con las otras partes del sistema da lugar también a resultados diferentes: es el mismo procedimiento del niño con sed que bebe el líquido contenido en una botella llena de una disolución alcohólica transparente, apoyándose en la semejanza que esa disolución tiene con el agua clara de las botellas de su despensa.» (Gustavo Bueno, Zapatero y el Pensamiento Alicia. Un presidente en el país de las maravillas, 2006)

I

La ponencia cuyo contenido encuentra aquí una más amplia exposición, y que fue presentada en la sesión del 27 de enero pasado en el espléndido Ciclo de Conferencias organizado con motivo del centenario del Ateneo de la Juventud –El espíritu del Ateneo fue el rótulo general de la convocatoria que, bajo la encomiable orquestación de Federica González Luna, fue hecha por un pequeño y selecto grupo de filósofos jóvenes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM–, vio modificada su perspectiva global en virtud de las razones que ahora se comentan: en un primer momento, estaba en nuestro interés situar nuestras consideraciones en una perspectiva académica en el sentido habitual (universitario-gremial) del término, es decir, aquella perspectiva en la que auditorio y ponente comparten una sintonía académico-universitaria en donde es dable –y obligado, diríamos– profundizar en cuestiones teóricas y conceptuales hasta el más alto nivel posible, haciendo la presentación del tema o temas de referencia con el propósito de llegar a la postulación de tesis fundamentadas y discutidas en una escala dialéctica y rigurosa –técnica, querrán decir algunos–; una perspectiva semejante a la de un Congreso, una clase ordinaria o un seminario de investigación dentro de una facultad de filosofía.

Desde esa perspectiva preliminar, comenzamos a bosquejar las líneas de desarrollo de una ponencia destinada a realizar una crítica-reconstrucción a lo que podría ser acaso visto como una suerte de implantación filosófico-política e ideológica inicial del idealismo alemán post-hegeliano en México, tomando como base de tal reconstrucción crítica las dos conferencias que Antonio Caso dedicó a Stirner y Nietzsche en el contexto del Ateneo de la Juventud.

En este esquema original, el propósito era el de retomar fundamentalmente la crítica que Marx y Engels desplegaron contra Stirner y compañía (a la saga de Hegel) en La ideología alemana (no tenemos certeza sobre si Caso tuvo o no noticia de esa crítica), desdoblando y reconstruyendo a su vez la propia crítica marxista-engelsiana desde el materialismo filosófico de Gustavo Bueno, para, así, presentar –digamos– una ecuación filosófica en donde fuese posible apreciar una suerte de alineamiento con Marx y Engels versus Stirner –y, por su través, versus el Caso de las conferencias en cuestión–, pero que, al mismo tiempo, se proyectara geométricamente en una crítica global materialista al idealismo armonista reinante en nuestro presente histórico, ideológico y geopolítico.

Desde este punto de vista preliminarmente contemplado, la crítica histórico-doxográfico-filosófica quedaría trabada con una crítica filosófica implantada políticamente en el presente, teniendo como apoyatura fundamental el sistema del materialismo filosófico de la Escuela de Oviedo; en otras palabras, la crítica de La ideología alemana encontraría conexión, así, con la crítica de El pensamiento Alicia.

Y fue desde una posición como ésta desde donde pudimos de hecho apreciar una ausencia a nuestro juicio notable de referencias filosóficas a la tradición materialista, crítica y dialéctica –bien sea alemana, ruso-soviética o española (de Feijoo a Gustavo Bueno): las tres grandes áreas de difusión de la racionalidad materialista y crítica de los últimos dos siglos– en el sistema de coordenadas que, por lo menos en su manifiesto, presentó el comité organizador del nuevo ciclo de conferencias (El espíritu del Ateneo), toda vez que, retomando literalmente el «espíritu» del Ateneo de la Juventud, no fueron sino los mismos autores que en su momento –en su tiempo– leyeron los miembros del Ateneo de hace cien años: la tradición clásica platónico-aristotélica y agustiniana, Santo Tomás, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Bergson… además, claro es, de los propios ateneístas rememorados (Vasconcelos y Caso, fundamentalmente). Unas coordenadas y autores indudablemente centrales dentro de nuestra tradición filosófica y cuyo peso reconocemos por entero (es decir, que estudiamos también con detenimiento e interés), pero en los que se aprecia no obstante en su conjunto un sesgo que, además de idealista intuicionista vitalista o existencialista, nos deja la impresión de que el tiempo, de alguna manera, se detuvo con ellos (es evidente que hay más autores considerados implícitamente en la órbita de intereses filosóficos e intelectuales del Nuevo Ateneo –¿Heidegger?, ¿Hartmann?, ¿Löwith?, ¿Pannenberg?, ¿La Escuela de Frankfurt?, ¿Ortega acaso?, ¿Unamuno?, ¿Alfonso Reyes?, ¿Benjamin?, ¿Foucault?– pero ¿por qué no mencionarlos?).

Podríamos decir, siguiendo la tesis que Karl Löwith defiende en De Hegel a Nietzsche. La quiebra revolucionaria del pensamiento en el siglo XIX. Marx y Kierkegaard, que el Nuevo Ateneo toma –si se puede decir así– partido por el desdoblamiento del lado de Kierkegaard y el existencialismo como una de las alternativas de la realización de la filosofía del espíritu absoluto de Hegel, que en México quedaron implantadas por las vías de Caso y Vasconcelos. La otra fue, como se sabe, la alternativa de Marx… a quien, según pudimos apreciar, no se consideró ni siquiera mínima, tangencialmente –pensar en Lenin es ya delirar– como referencia para, a cien años de distancia, replantear una plataforma filosófico-crítica del presente «en fidelidad con el espíritu del Ateneo de la Juventud» (en México, esa implantación habría dado inicio, como se sabe, por vía de Vicente Lombardo Toledano).

Y el problema con esto es que, al poner entre paréntesis tan importantes parcelas de la realidad y de la historia –desde los puntos de vista filosófico, político e ideológico–, es decir, presentando una perspectiva en la que, por ejemplo, se ignora por completo el hecho de que, durante prácticamente todo el siglo XX –el siglo XX corto (1914-1991), según Hobsbawm– haya existido algo como la Unión Soviética en tanto que cristalización histórica del racionalismo materialista occidental ruso-alemán, el análisis y crítica que del presente pueda hacerse adolecerá de una parcialidad, por reduccionista, escandalosa, incurriendo en el idealismo más acabado y archiconocido consistente en abstraerse de la historia y la política mundanas del presente concreto, para situarse en el reino o en el espíritu sublime (en el espíritu del Ateneo) de las Ideas –las de Bergson, las de Vasconcelos, las de Nietzsche o las de los padres de la Iglesia–, en el cielo, para ponerse a discutir sobre problemas eternos al margen de su implantación política concretísima en este mundo.

Y era éste precisamente el sentido global de nuestra crítica: la de retomar y replantear, en un contexto radicalmente nuevo –a cien años de distancia– y reconociendo e incorporando, es decir, reinterpretando dialécticamente las posturas contrarias, la tradición dialéctica materialista más sólida con motivo de aquella lectura que de Stirner y Nietzsche hiciera Antonio Caso, en total fidelidad en este caso con el principio pluralista de la symploke platónica en torno del que se organiza la ontología materialista de Bueno:

«La tesis de este ensayo es mucho más radical: el materialismo no es una doctrina filosófica más o menos respetable y defendible entre otras. El materialismo estaría tan característicamente vinculado a la conciencia filosófica que toda filosofía verdadera ha de ser entendida como materialista, incluyendo, por tanto, aquellas construcciones filosóficas que pueden ser consideradas como no materialistas, y que habrán de aparecérsenos como necesitadas de una enérgica, aunque rigurosa y probada, reinterpretación.» (Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, 1972.)

II

Pero ante la advertencia de que el auditorio de este nuevo Ciclo de Conferencias –que tuvo lugar de hecho en el Centro de Lectura Condesa de la ciudad de México– estaría «fuera de las aulas» –aunque en su mayoría provinieran de la facultad de filosofía–; y a la vista también de una serie de polémicas y acontecimientos político-ideológicos recientes tanto nacionales como internacionales (desde la ley de matrimonios homosexuales y el debate sobre el Estado laico en México hasta la «decepción» mundial por el falso pacifismo del señor Barack Obama, quien, como no podría ser de otra manera, lejos de retirar las tropas de Irak o Afganistán, mantiene en lo general las mismas directrices geopolíticas de sus antecesores), fue que, manteniendo intacta la disposición global de nuestro punto de vista, decidimos no obstante desplazar la perspectiva inicial para situarnos ahora en una perspectiva académica pero en su sentido clásico, el platónico; una perspectiva ésta en donde no es ya obligado que el auditorio esté conformado por alumnos o profesores de filosofía (del gremio de la filosofía), y en donde tampoco es obligado –más bien todo lo contrario- que el expositor lleve sus planteamientos a su más alto grado de abstracción y rigor teórico, sino que, como en efecto funcionan los ateneos habitualmente –el conocimiento que tenemos es sobre todo de los ateneos españoles: el Ateneo de Madrid, los ateneos obreros, &c.–, la exposición del ponente sea colocada más bien en el tenor de una tertulia, discurriendo acaso con un método impresionista, general, presentando cuadros explicativos y críticos que, sin perder el nivel conceptual en modo alguno, sean no obstante de más fácil atención para el ánimo de los presentes de quienes, en todo caso, se les pide como requisito mínimo no ya el que se sepa geometría, como en los tiempos de la Academia de Platón, sino el de mantener un racionalismo mínimo como línea de flotación del entendimiento en el que se reconoce al auditorio en su conjunto.

Y es desde esta otra perspectiva como podemos situarnos en la óptica desde la que Platón asignó a la filosofía una de sus tareas fundamentales, que es la de la crítica de las ideologías (la crítica a los sofistas y la crítica de la razón política); una tarea cuyo método encuentra su más elocuente exposición en el mito de la caverna de la República: el papel de la filosofía –y del filósofo– es el de salir y regresar a la caverna para, tras haber conocido el mundo detrás de las sombras, esclarecer el entendimiento del mundo objetivo.

En sintonía, pues, con esa función platónica de la filosofía, una función de la que no nos parece que hayan sido ajenos los miembros del Ateneo de la Juventud al haber considerado la crítica al positivismo a la luz de su implantación político-ideológica como uno de sus propósitos constitutivos, procederemos entonces a acometer un análisis y crítica de la bóveda ideológica que a juicio nuestro ha venido cobrando consistencia a lo largo de las últimas décadas para pasar a convertirse en la ideología dominante, en el armazón conceptual y nematológico de lo políticamente correcto.

Y es precisamente aquí donde podemos hacer una conexión conla crítica al idealismo hegeliano de Stirner y compañía vertida por Marx y Engels en La ideología alemana, pues la bóveda ideológica a la que hemos aquí de referirnos no es otra cosa que la expresión contemporánea del idealismo armonista conocido por la tradición: la ideología socialdemócrata.

III

El punto de partida debe ser el esbozo de los perfiles de la escena contemporánea, de nuestro presente histórico-político e ideológico, o, si se prefiere, de la caverna ideológica del presente. Un presente que no puede quedar circunscrito a un radio temporal menor a los treinta años, pues consideramos que, como mínimo, treinta son los años en los que una formación ideológica puede alcanzar una consistencia elemental y cierta operatividad práctica y política, sin perjuicio de que sus fuentes o referentes puedan estar configurados en arcos temporales muchísimo más amplios.

El acontecimiento histórico que a nuestro juicio instaura con cierta claridad un corte ideológico a escala mundial es la caída de la Unión Soviética en virtud de su doble carácter de revolución política como fruto de un esquema concreto de racionalidad filosófico política materialista –como realización práctica de una racionalismo concreto–, y como proyecto de imperio generador desde cuya plataforma se intentó reorganizar política, económica, cultural e ideológicamente el mundo.

Alguien del genio de Carl Schmitt entendió la escala de implicación ontológica –presente y futura– en la que las consecuencias de una revolución como la rusa –o del colapso de su fruto ulterior: el imperio soviético, añadiremos ahora– cobraban su más alto grado de significación:

«Vivimos en Centroeuropa –escribe Schmitt en 1932– bajo la atenta mirada de los rusos. Desde hace un siglo, su penetración psicológica ha calado nuestras grandes palabras y nuestras instituciones; su vitalidad es suficientemente fuerte para apoderarse de nuestros conocimientos y de nuestra técnica y usarlos como armas; su coraje para el racionalismo y para su contrario, su fuerza para la ortodoxia tanto en lo bueno como en lo malo son imponentes. Han hecho realidad la combinación de socialismo y eslavismo que Donoso Cortés ya augurara en 1848 como el acontecimiento decisivo del próximo siglo (…). Los rusos se tomaron el siglo XIX al pie de la letra, lo comprendieron hasta la médula y han sacado las últimas consecuencias de sus premisas culturales. Siempre se vive bajo la mirada del hermano más radical, el que lo obliga a uno a llegar hasta las últimas consecuencias prácticas. Una cosa se puede decir con toda seguridad, independientemente de los pronósticos sobre política exterior e interior: que la antirreligión tecnicista se ha puesto en práctica seriamente en suelo ruso y que surge allí un estado que será más y más intensamente estatal que cualquier estado de un príncipe absolutista (…). Como situación, todo esto sólo puede comprenderse a partir de la evolución europea de los últimos siglos; culmina y supera ciertas ideas específicamente europeas y manifiesta en su forma más extrema el núcleo de la historia moderna de Europa.» (Carl Schmitt, ‘La época de las neutralizaciones y despolitizaciones’, apéndice de El concepto de lo político, 1932, citado en Karl Löwith, El hombre en el centro de la historia. Balance filosófico del siglo XX, págs. 66-67)

Esta caída de un imperio como el soviético, una caída que, por sus consecuencias e implicaciones, tiene tanta importancia desde un punto de vista histórico universal como, por ejemplo, lo tuvieron la caída del imperio romano o la del imperio español, removió por entero las líneas maestras de organización no ya nada más geopolítica y geoestratégica a un nivel global (militar, sobre todo), sino sobre todo ideológicas, una de cuyas principales y acaso más dramáticas consecuencias se observa en el hecho de que muchos movimientos o plataformas anti-imperialistas, anti-norteamericanas o de «liberación nacional» que, mientras se mantuvieron dentro de la órbita geoestratégica e ideológica –o con la apoyatura– de una URSS aún existente, podían considerarse desde criterios socialistas o revolucionarios, de izquierda políticamente definida en todo caso (revolución cubana, guerrillas guevaristas en Hispanoamérica, ¿revolución palestina de Al-Fatah?: la OLP, de 1964, por ejemplo, fue desde su inicio miembro consultor de la Internacional Socialista…), pasaron, después del derrumbe del bloque soviético de 1989-91, a un empantanamiento y deriva ideológicos escandalosos, en donde las apoyaturas anti-norteamericanas o anti-capitalistas pasaron ahora a terrenos delirantes, pre-jacobinos (o anti-marxistas), como pueden serlo el indigenismo o el islam: ‘Si hay algún fantasma recorriendo América Latina, por recuperar la célebre frase que encabeza el Manifiesto Comunista, es el de la resistencia india comunitaria, en sierras y selvas, y ahora muy especialmente en la Amazonía sudamericana’, dice el señor Raúl Zibechi en Ojarasca, suplemento mensual de La Jornada que en su número 154, correspondiente al mes de febrero del año en curso, convoca a ideólogos afines bajo el inefable, ridículo y autocomplaciente título de La defensa de Pachamama: señales en la tierra de arriba.

Crisis y deriva ideológicas que, insertadas en la realidad de una crisis global en el terreno de la economía política, caracterizada por el hecho de que el consenso universal en torno de la unidad de la economía política al que se había llegado tras la caída precisamente de la URSS, está quedando en entredicho por completo, nos ofrecen un diagnóstico de desajustes estructurales y de deriva histórica de considerables proporciones.

IV

Pero muy lejos de lo que acaso pueda pensarse de inmediato, la caverna ideológica que a nuestro juicio ha venido a imponerse de manera hegemónica no es la del pensamiento único conservador, neoliberal y belicista norteamericano, promovido por los «neo-cons» y George Bush II, por los republicanos en definitiva, y frente al que se ha querido oponer la metafísica izquierdista infantilista indefinida de la diversidad, la multiculturalidad, la democratización de todo, el pseudo-radicalismo anarquista y el altermundismo (los otros saberes, los otros mundos posibles, la «otredad» como entidad genérica revolucionaria); una oposición a cuya luz se configuran hoy, según muchos, los nuevos antagonismos entre «la izquierda» y «la derecha» mundial –lo que no implica que desconozcamos la fuerza con la que la ideología del fin de la historia de Fukuyama se ha impuesto de manera generalizada–.

No es esa, decimos, la ideología dominante. El problema es muy otro: porque no es el neo-conservadurismo sino la caverna socialdemócrata, la ideología socialdemócrata en cuya oscuridad todo se confunde, lo que se ha convertido en la verdadera ideología hegemónica, en el pensamiento único y políticamente correcto en el que todos están inmersos, empezando –y esto es decisivo– por los Estados Unidos mismos, según señala magistralmente Allan Bloom en su clásico y polémico libro The closing of the american mind (El cierre –o clausura– de la mente americana), de 1987.

Para Bloom, la educación de las élites norteamericanas de la segunda mitad del siglo XX en las principales universidades –sobre todo las progresistas y demócratas– ha pasado a estar organizada bajo los principios del relativismo, la tolerancia, el multiculturalismo y, en definitiva, el «aperturismo» (la mente abierta, openness, en inglés) como la virtud fundamental, un aperturismo contra el que perfila críticamente su libro entero (de ahí el título: frente al aperturismo, el cierre o clausura de la mente americana):

«El aperturismo (openness) solía ser la virtud a través de la cual nos era posible encontrar el bien a través de la razón. Ahora significa aceptarlo todo y negar el poder de la razón.» (Allan Bloom, The closing of the american mind, 1987, pág. 38, traducción propia, I. C.)

Y una de las manifestaciones más emblemáticas de este aperturismo señalado por Bloom como expresión norteamericana de la ideología socialdemócrata, caracterizada por el profesor Gustavo Bueno, por su parte, como pensamiento Alicia –a lo que después volveremos–, se observa con conocidísimas resonancias en el hecho de que lo que se considera hoy «la izquierda» en occidente –en Europa, en EEUU, en Hispanoamérica– se explica más por Nietzsche que por Marx:

«Y Nietzsche llegó a América. Su conversión a la Izquierda fue fácilmente aceptada aquí como genuina… Muchos de nosotros fuimos a Europa a buscarlo; él vino con los emigrantes; y más recientemente, profesores de literatura comparada han incursionado notablemente en el negocio de la importación, trayendo sus artículos de París, donde la deconstrucción de Nietzsche y Heidegger y su subsecuente reconstrucción para la Izquierda ha sido el principal oficio filosófico desde la Liberación. Y es desde esta última perspectiva desde la que Heidegger y Nietzsche vienen ahora con sus nombres propios, caminando cuidadosamente por la «carpeta roja» previamente desplegada por sus enviados. En la academia, la psicología, la sociología, la literatura comparada y la antropología han sido dominadas por ellos desde hace mucho tiempo. Pero su paso de la academia al mercado es la verdadera cuestión. Todo un lenguaje desarrollado para explicar lo malos que somos ha sido adoptado por nosotros para declarar al mundo cuán interesantes somos. Pero de alguna manera las cosas se estropearon en ese proceso. Marcuse comenzó en la Alemania de los años veinte como un serio profesor sobre Hegel. Terminó aquí escribiendo crítica cultural basura con una fuerte carga de sexo en El hombre unidimensional y otros libros conocidos. En la Unión Soviética, en vez del filósofo-rey tuvieron el ideólogo-tirano; en los Estados Unidos la crítica cultural se convirtió en la voz de Woodstock.» (Allan Bloom, págs. 225 y 22.)

V

Pero sin dejar de considerar la sustitución de Marx por Nietzsche (y de ciertas interpretaciones a la ligera, relativistas, de Levi Strauss) dentro del proceso de deriva ideológica de la izquierda tras la caída de la Unión Soviética, el desplazamiento general de perspectiva que nos parece más importante y más abarcador –he aquí la cuestión, pues comprende todos los ámbitos del mapa ideológico del presente: socialdemócratas, demócrata-cristianos, anarquistas, liberales, ecologistas, laicos, conservadores, indigenistas &c.– es el que señaló el profesor Gustavo Bueno en su artículo de diciembre de 2008, publicado en El Catoblepas con motivo del por lo visto poco comparado par de aniversarios (el 160 y el 60 respectivamente), a saber: el desplazamiento o sustitución del Manifiesto Comunista, de 1848, por la Decl= aración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, como carta de navegación ideológico políticade la Humanidad.

Este sería el desplazamiento que, a nuestro juicio, viene a poner su sello a la caverna ideológica de nuestro tiempo, o, para decirlo de otro modo, a la ideología dominante o verdaderamente hegemónica (el profesor Bueno apunta en su artículo que escuchó en una tertulia radiofónica la sustitución que aquí comentamos, una sustitución-comparación tan sugerente como sintomática del estado de las cosas):

«Pero el contenido de la relación me parece disparatado, aunque no por ello, sino precisamente por ello, menos sintomático del estado casi agónico de la ideología política o, si se quiere, de la filosofía mundana, que domina en los escenarios públicos de nuestros días. Y digo esto porque la comparación que nos ocupa viene a presuponer que la Declaración (copiosamente conmemorada en este diciembre, sesenta aniversario, el diciembre de la crisis, hasta el punto de haber conseguido eclipsar al otro aniversario) puede tomarse hoy, en la época del comienzo de la crisis mundial, como el verdadero sustituto del Manifiesto Comunista, que habría que considerar como un fósil que yace entre los escombros del Muro de Berlín y de la propia Unión Soviética. Para un socialdemócrata que, huyendo de las revoluciones violentas, se acoge a un gradualismo infalible, que se alimenta de la idea de la armonía universal entre la Naturaleza y el Género Humano, la caída de la Unión Soviética y, con ella, del prestigio del Manifiesto Comunista, no constituiría motivo alguno de lamentación (¿acaso no habían acusado los comunistas a la socialdemocracia alemana, «aristocracia del salario», de socialfascista y precursora del nacionalsocialismo?). Ebrio de humanismo ilustrado, progresista-gradualista, armonista-ecologista y crítico tenaz, nuestro tertuliano se suma al amplio consenso universal que ve, cada vez con mayor evidencia, a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 como las nuevas Tablas de la Ley que el Género Humano, y no Yahvé, se ha dado a sí mismo como guía suprema para su futuro, a través de la Asamblea General de las Naciones Unidas.» (Gustavo Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948», El Catoblepas, número 82, diciembre 2008, pág. 2.)

Esta sustitución, a la que podríamos añadir la Declaración Universal de los derechos de los pueblos (Argel, 1976), la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas (Nueva York, 2007), pasando por la Declaración Universal de los Derechos de los Animales (Londres, 1977), la Declaración de los Derechos del Niño (Nueva York, 1959) y una considerable lista de derechos para mujeres y minorías de todo tipo que año con año van saliendo a la luz (desde gays y lesbianas hasta no fumadores, los toros o los orangutanes, &c), ha conformado como decimos un verdadero cuarto oscuro de Derechos Universales (humanos y humanas, pueblos, animales, niños y niñas, jóvenes y jóvenas, indígenas, oprimidos y oprimidas, excluidos y excluidas) en donde ya todo está desconectado de todo, y en donde los criterios de lucha y de despliegue de la historia, como la dialéctica de clases, la dialéctica de Estados o la dialéctica histórica de los distintas formas de producción –criterios en base a los cuales hubieron de desarrollarse trabajos tan importantes como el Manifiesto Comunista– quedan anegados o desdibujados por una multiplicidad descontrolada y contradictoria de principios y derechos universales impracticables en la realidad concreta, llevados adelante por activistas e ideólogos auto-concebidos y auto-proclamados «de izquierda» (y quien diga lo contrario es de derecha, fascista, reaccionario, oscurantista, intolerante, genocida, machista, racista, trasnochado, no moderno…) situados dentro de los marcos de nuevas disciplinas (antropología, sociológia, psicoanálisis, etnología, etólogía, estudios de género), y pregnantes como el humo por sus efectos de complacencia y tranquilidad para el pueblo (sobre todo el pueblo de las sociedades occidentales secularizadas, consumistas y con calidad de vida), preocupado por lo general por ser feliz (en un sentido hedonista, inmediatista, vulgar) y vivir en paz, una paz en donde el ciudadano histórico se confunde con el ciudadano bueno de la misma manera en que el pueblo palestino o iraní se confunden con el pueblo vasco, aimara o mexicano en su lucha por su verdadera, auténtica, radical, autónoma y empoderadora emancipación.

Principios en definitiva que, por genéricos, alcanzan una abstracción colindante con la metafísica más oscura y simplista, como Alicia en el país de las maravillas, perdiendo las apoyaturas con la realidad y con sus contradicciones materiales entre medias de las cuales el Estado, la política, la guerra y la historia se despliegan objetivamente; contradicciones que nunca dejaron de tener a la vista, por ejemplo, Marx o Engels, no se diga Lenin, y no ya nada más en el Manifiesto Comunista sino a todo lo largo de su tan fundamental y tan poco leída o comprendida obra:

«El simplismo de Alicia no es ocasional, es sistemático, de principio, y está organizado en función de ciertos ideales prácticos, «confortables, amables, pacíficos». Es, por este motivo, un simplismo sonriente, tranquilizador[;] concuerda con una actitud optimista, angelical (sincera o fingida), que propende a confiar en que todo sucederá para bien o para mejor, o acaso en no desconfiar (al menos en público) en que algo pueda suceder para mal o para peor. El pensamiento Alicia aborrece el catastrofismo, el «sentimiento trágico de la vida», cualquier tipo de visión apocalíptica. El pensamiento Alicia mantiene una sonrisa permanente, que no llega a ser postiza del todo (lo que la haría más interesante), sino que, y esto es lo peor, tiene mucho de sincera, y no tanto porque se ajusta a un pensamiento interior sonriente cuanto porque este «pensamiento interior» se ha ajustado a la sonrisa. La simplificación de las cosas conduce en realidad a Alicia a una situación tal que le impide entender los mecanismos más elementales, en el momento en que Alicia comienza a entrar en estos mecanismos, pero, por motivos que no son del caso, sigue defendiendo sus ideales simplistas, pierde la inocencia, y ésta empieza a ser sustituida por una falsa conciencia, lindante con el cinismo y con la mala fe.» (Gustavo Bueno, Zapatero y el pensamiento Alicia. Un presidente en la país de las maravillas.)

Los pilares de esta nueva caverna ideológica que, como decimos, envuelve a todos por entero (los matices tienen que ver con la diferencia entre quienes se creen de verdad la ideología de referencia –la izquierda socialdemócrata precisamente, los anarquistas anti-globalización– y los que no con tanta facilidad se lo creen, sin que deje de ser no obstante la ideología de referencia) son, por un lado, un humanismo democrático libertario (fundamentalismo democrático), y, por el otro, un progresismo tecnológico (fundamentalismo científico), de cuya trabazón resulta una confusa y amorfa plataforma armonista, idealista, ético-espiritualista e individualista que tiende, en el límite (en su horizonte), al anarquismo relativista como fórmula perfecta de la felicidad.

Estamos pues en una situación diferente a la que ante su vista tenían Marx y Engels al redactar, contra los filósofos neo-hegelianos –a quienes «los frutos de su cabeza habían acabado por imponerse a su cabeza»–, lo que vino a conformar La ideología alemana, pues mientras ellos tenían como acometido central el «desenmascarar a esas ovejas que se hacían pasar por lobos y eran tenidos por tales», nosotros tenemos ahora la bochornosa tarea de sacudir (espabilar) a ovejas que se hacen pasar por la Alicia de Lewis Carroll, es decir, a ovejas disfrazadas de niñas y niños que, con sensibilidad humanista, gritan a los cuatro vientos que otro mundo es posible o que la Democracia y la tolerancia son la solución maestra para todo, sin pararse a analizar con profundidad (pues todo es cuestión de tener la mente bien abierta y de ser tolerante, dirán) el hecho de que la posibilidad de otro mundo depende de multiplicidad de factores, muchos de ellos contradictorios e incompatibles, como los que pueden aparecer, entre muchos otros factores, en una guerra: ¿ese «otro mundo» es el del islam?, ¿o es el de los indígenas de la amazonía que con tanto entusiasmo señala Zibechi en Ojarasca de febrero de 2010? ¿Habrá que reconocer en ese otro mundo posible, como parte de la diversidad de familias, por qué no, a la poligamia? ¿Quién va a atreverse ahora, cuando de lo que se trata es de aceptarlo todo por igual, de señalar límites concretos ante situaciones concretas? ¿Con qué autoritario derecho estaría dispuesto a atreverse a hacerlo, le gritará de inmediato algún miembro o miembra del colectivo o minoría que para el caso resulte interpelada o interpelado en la disputa en cuestión?

VI

Concluimos. Hemos procedido siguiendo la divisa platónica en virtud de la cual el sometimiento de las ideologías a la crítica es una de las tareas fundamentales de la filosofía. Nuestro punto de vista filosófico es el punto de vista de la crítica materialista al idealismo armonista y espiritualista, que hoy aparece manifestado, según nuestro modo de ver, bajo la forma de la ideología socialdemócrata.

Pero nuestra crítica no se dirige puntualmente a todos y cada uno de los componentes de esta caverna ideológica que señalamos (nada tenemos en contra, diremos, de los derechos humanos o de los niños, pongamos por caso), sino a la disposición global que a nuestro juicio se aprecia trabajando en ellas, una disposición a mantenerse en una única línea de argumentación y de discurso y que se cierra a tomar en consideración al resto de líneas de cuya concatenación la realidad se manifiesta en toda su complejidad. Porque en realidad lo que observamos es que, al proceder de esta manera, se llega en el límite a la circunstancia de considerar a las partes de la realidad desconectadas por completo las unas de las otras, que es lo mismo que considerar la contraria, es decir, que todas están conectadas con todas, cancelando de inmediato así la posibilidad del discernimiento y del conocimiento mismo.

La clave de la cuestión estriba entonces en el hecho de que esa crítica filosófica a la ideología, para poder ser considerada consistentemente dialéctica –pues el guardián de la virtud es la dialéctica– y rigurosa desde un punto de vista filosófico, tiene que ser impía, implacable, incorrecta políticamente, pues la oscuridad no distingue entre unos y otros, situando siempre a la filosofía en la incómoda y peligrosa distancia de una peculiar forma de escepticismo crítico respecto de la realidad circundante; una distancia que, en el límite, puede poner en riesgo un orden moral o de grupo, partidista, determinado, dejando también al filósofo a merced de la condena general.

Pero no puede ser de otra manera, pues la dialéctica, entendida por lo menos en un sentido genuinamente materialista, implica trituración y destrucción permanente, sin que esto signifique que, tras la destrucción, no pueda procederse siempre, de lo destruido, a la reconstrucción de formas nuevas y superiores en el constante proceso de despliegue de la realidad de la que, en definitiva, el filósofo no puede considerarse exento jamás.

¿Pero no fue en todo caso precisamente esto lo que marcó la vida entera y el fin de Sócrates en tanto que vida vivida filosóficamente?

A nosotros nos parece que sí, pues en ello, entre la adulación y la incomodidad, residía la diferencia abismal que media entre la vida de un sofista y la vida de un filósofo.

«Extranjero. Ahora bien; puesto que hemos admitido, que los géneros también son susceptibles de mezcla, ¿no es indispensable que el que se toma el trabajo de explicar con exactitud qué géneros se asimilan, y qué géneros se rechazan, se valga de alguna ciencia para sus razonamientos? ¿No es preciso que conozca los que sirven de encadenamiento a todos los demás y son susceptibles de mezclarse con ellos? Y con respecto a la separación de los géneros, ¿no es preciso, por otra parte, que conozca los que son generalmente causa de esta separación?
Teetetes. Ciertamente, el que tal haga tiene necesidad de una ciencia, y quizá de la más grande todas.
Extranjero. ¿Y cómo llamaremos esta ciencia, Teetetes? ¿Será posible, ¡por Júpiter!, que hayamos encontrado, sin apercibirnos de ello, la ciencia de los hombres libres; y que cuando íbamos en busca del sofista, nos hayamos encontrado de repente con el filósofo?
Teetetes. ¿Qué quieres decir?
Extranjero. Dividir por géneros, no tomar la misma especie por otra, ni otra por la misma; ¿no es esto lo propio de la ciencia dialéctica?
Teetetes. Sí.
Extranjero. El que se halla en aptitud de hacer esto, distingue con claridad la idea única, derramada en una multitud de individuos, que existen aisladamente; en seguida, una multitud de ideas que son diferentes las unas de las otras, y que están embebidas en una idea única; después, también una idea única, recogida en la universalidad de los seres, reducidos a la unidad; y en seguida, por último, una multitud de ideas absolutamente distintas las unas de las otras. He aquí lo que se llama saber discernir, entre los géneros, los que son capaces de asociarse y los que no lo son.
Teetetes. Perfectamente.
Extranjero. Pero el talento de la dialéctica no lo concederás, yo creo, sino al que es verdadera y puramente filósofo.» (Platón, Sofista o del ser.)
Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2010/n096p04.htm

SPAIN. 24 de febrero de 2010

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