El objetivo central de Gómez Pin en este ensayo es la restauración del concepto clásico de “filosofía” como conjunto de problemas que interesan a todos los hombres en cuanto tales.
Un objetivo que no choca únicamente contra la popular imagen de los filósofos como una minoría un tanto extraña que habla una jerga incomprensible para sus semejantes, sino contra otros dos hechos más generales que determinan nuestro tiempo: uno, de alcance teórico, es que aunque los efectos de la ciencia son cada vez más decisivos para la vida cotidiana, el conocimiento superior es experimentado cada vez más como cuestión de especialistas que en nada concierne a quienes no lo son; y otro, de carácter práctico, es que una parte muy significativa de la población mundial carece de acceso a una educación capaz de situarla en un nivel de dignidad que le permita ejercer su propia humanidad. El libro combate esforzadamente contra el primero de estos hechos intentando reconducir los grandes descubrimientos de la física, la matemática, la biología o la lingüística a la raíz filosófica de la que se nutren para mostrar que, al hacerlo, estos hallazgos cognoscitivos dejan de presentarse como inexpugnables territorios técnicos sólo aptos para peritos y recobran su sentido como interrogaciones humanas inexcusables y apasionantes. Pero no es menos importante la apuesta ética por una “Atenas sin esclavos” como precondición de la genuina universalidad de la verdad.
Si el lector no se deja engañar por la poco disimulada tosquedad expresiva del autor, ni por los toques barrocos de retórica grandilocuente que de tanto en tanto alteran su fraseo, encontrará en estas dos apuestas un compendio de la constante y conocida ambición especulativa de Gómez Pin, atravesada por dos grandes líneas de fuerza: de una parte, una pulsión cartesiana alimentada por una pretensión metafísica innegable (el propio Gómez Pin ha hablado de “la tentación pitagórica”, como Antonio Escohotado hablaba de “complot pitagórico” o María Zambrano del “delirio pitagórico”), ese optimismo intelectual que comporta la confianza en que la ciencia -por ejemplo, la biología molecular- acabará por resolver el problema teórico de la especificidad del hombre entre los animales, de un modo semejante a como Descartes confiaba en que la medicina corroboraría algún día que la “glándula pineal” era la sede del alma; y, de otra parte, una pulsión aristotélica que, a pesar de su aparente “antigüedad”, desde hace años ha llevado al autor de este libro a perseverar en un planteamiento inequívocamente moderno de la tarea del pensamiento, es decir, en una posición crítica que no concibe la labor del filósofo como la construcción de una filosofía -la “suya”- que nos descubra nuevos principios y realidades antes desconocidos, sino como la liberación para el ejercicio de la filosofía, que no es sino la posibilidad de pensar de otro modo, de poner en evidencia nuevos problemas y de extrañarnos de nuestra presunta familiaridad con la tarea del pensamiento conceptual.
La tensión entre estos dos impulsos irreductibles constituye el aliento infatigable de una escritura en la cual la filosofía es mucho más que una “doctrina” o un “sistema” más o menos escolástico: es más bien un género de vida en el cual el hombre se juega su propia definición como ser racional.
Fuente: http://www.elpais.com/articulo/ensayo/filosofia/vida/elpepuculbab/20080802elpbabens_4/Tes