Es Filósofo e investigador del CSIC.
Los libros, además de una mercancía que tiene un precio, son un elemento fundamental para la vida
Cuenta Platón que en Egipto vivía un viejo dios, llamado Theuth, que tuvo el acierto de descubrir un fármaco portentoso, pues hacía sabio a quien lo consumiera. Era la escritura. Le faltó tiempo para ofrecérselo al rey del lugar, quien, tras oír la entusiasta defensa que hizo Theuth de su invento, declinó la oferta porque el fármaco del viejo dios tenía fuertes contraindicaciones. Podía, sí, fijar hechos y salvarlos del olvido, como una memoria perenne, pero condenaba definitivamente al olvido lo que no quedara escrito. La escritura arruinaba la tradición oral. Privilegiaba la visión pero condenaba el oído. Ante una droga que sana y mata, el prudente rey Thamus optó por desoír al genial dios.
Afortunadamente, Occidente sí compró el invento. Nuestra cultura está profundamente ligada al libro. El filósofo alemán Peter Sloterdiijk dice que el humanismo occidental es como una carta a un amigo. Cada generación recibe un patrimonio escrito, tan rico y fraterno que obliga a conservarlo, desarrollarlo y comunicárselo a los que vienen detrás.
Nuestra cultura es libresca. El prestigio de una universidad se mide por la calidad de su biblioteca. Cuando nos invitan a una casa, miramos por el rabillo del ojo el lugar que en ella ocupa el libro para hacernos idea de dónde nos hemos metido. Por eso no hay expresión más elocuente de la barbarie que la quema de libros. En la historia de la inhumanidad ha quedado grabada la tarde del 10 de mayo de 1938, cuando Joseph Goebbels mandó levantar en todas las ciudades alemanes gigantescas piras donde fueron quemadas toneladas de libros –llevados alegremente por la muchachada nazi– acusados de atentar “contra la inteligencia del nuevo régimen”. Un corresponsal español en Berlín, González Ruano, captó bien su sentido al justificar ese singular auto de fe con el argumento de que eso es lo que siempre hace el poder con el pensamiento que va por libre. Y como el libro va literalmente por libre, los libros han sido quemados desde su primera existencia. Pese a todo, el fuego no ha podido con ellos.
Ahora bien, ese libro que ha superado las hogueras inquisitoriales está en peligro. Sus enemigos no son turbas enloquecidas por algún fanático sino mansas causas que sin ruido le están llevando a su extinción.
Recientes informes nacionales y extranjeros han dado la voz de alarma. En España, en cuanto a ventas, estamos igual que hace 20 años. El sector ha caído en un lustro un 40%. Se vende menos, se publica menos y se lee mucho menos. No hay sector que se libre. De fuera de nuestras fronteras tampoco llegan noticias alentadoras. Este periódico se hacía eco de un informe de la sociedad de autores británica, ALCS, según el cual si hace 10 años los escritores británicos que podían vivir de su trabajo eran el 40%, hoy apenas si llegan al 11,5%. ¿Las causas de ese desplome? La crisis, claro, que obliga a ajustar presupuestos, pero también la piratería, que daña al editor y al autor, sin olvidar la ausencia de una decidida política cultural, capaz ahora de financiar corridas de toros pero no de abastecer con nuevos libros las bibliotecas municipales, por ejemplo. ¿Basta eso para explicar el desastre? Hay algo más.
RECONOZCAMOS que no hay grandeza en la silenciosa agonía del libro. Thamus al menos tenía razones nobles para rechazar la escritura. No estaba dispuesto a reducir el patrimonio del pasado a lo que quedara en la escritura. Era una forma pobre de memoria, porque había mucho que aprender del pasado que nos llegaba por vía oral. Quería una memoria viva porque tenía ambición intelectual.
La crisis actual de la escritura no tiene nada de esa altura de miras. El libro es una mercancía, una más, que se rige como todas por las reglas del mercado. Si no produce beneficios, o no tantos como se espera, se cierra el quiosco. Pero el libro, además de ser una mercancía (2.185 millones de facturación el año pasado) que tiene un precio, es un valor en sí. Es un elemento fundamental, como el agua o el calor, sin el que no hay vida… humana. Hemos logrado en los últimos años crear gran sensibilidad social respecto de la polución del aire o del agua. Los necesitamos para vivir, pero como no se defienden solos hay que implicarse políticamente con medidas protectoras. Queda casi todo por hacer, pero ya sabemos lo que nos jugamos si no cambiamos.
Respecto de la dimensión humana de la existencia, no hay esa sensibilidad. Como si nacer perteneciendo a la especie del Homo sapiens garantizase la humanidad del hombre. Esta ha sido una larga y dura conquista, de la que el libro ha sido agente y testigo. Lo que desasosiega es pertenecer a una generación capaz de destruir por las buenas lo que ni el fuego logró.
Fuente: http://www.elperiodicodearagon.com/noticias/opinion/farmacia-platon_966113.html
25 de agosto de 2014. ESPAÑA