La democracia en sus origenes

Al visitante que llegaba a la vieja Atenas le sorprendía que sus ciudadanos se pasaran el tiempo discutiendo sobre sus leyes y la forma de aplicarlas. Los indignados recuperan ahora el afán por debatir todos los asuntos
Las instituciones educativas occidentales encomiendan a los profesores de filosofía la tarea de presentar la “democracia” a los bachilleres, con el propósito tácito de que lo hagamos como si fuera aproblemática, presuponiendo que no hay problema en la propia forma democracia, sino solamente en su aplicación, por diversa, por compleja… Así, nos convertimos en pieza del adoctrinamiento que desea que entendamos por democracia toda forma organizativa territorial cuyo Gobierno se base en la intervención del conjunto de sus habitantes en la elección de los gobernantes.

Lo que los legitima para gobernar es la exigencia de que cualquier ciudadano pueda hacerlo

Stuart Mill temía que ese igualitarismo acabara dando el poder a los ignorantes

Dado que la filosofía ni puede ni quiere seguir doctrina (sin dejar de ser filosofía y convertirse en otras cosas), no procede alabar las virtudes de la democracia, ni siquiera presentarla estoicamente como “el menos malo de los sistemas”, sino acaso aventurar consideraciones de rigor en el uso de esa palabra, aunque ello nos conduzca (cualquier reclamo de coherencia en el lenguaje lo hace) hacia cierta pedagogía política. Buen momento para hacerlo, aprovechando que el lema de las acampadas populares “democracia real, ya”, denuncia que su uso institucional no es más que seudodemocracia.

La llamada “democracia”, que se suele traducir por “gobierno del pueblo, los ciudadanos, etcétera”, es una de las formas que toma la polis ateniense a lo largo de su historia prehelenística. Una entre otras. El extranjero que la visita se sorprende por su carácter constantemente litigioso. Puesto que el ejercicio del poder parte de la ley, que su aplicación depende de su interpretación, y que todo ciudadano debe participar en el proceso, en Atenas, la discusión es continua, el pleito está servido. El visitante se extraña: los atenienses, en vez de pelearse contra sus enemigos, se pelean entre ellos, contra sí mismos. La democracia se presenta como una forma de gobierno esencialmente inestable. ¡Curiosos, los atenienses! Dictan leyes y pasan el tiempo discutiendo acerca de cómo aplicarlas. Para colmo, hay entre ellos “expertos” en crear polémica, los sicofantas, delatores, pendencieros especialistas en servirse de la ley para su propio beneficio, aun respetándola siempre. El visitante parece convencido de la debilidad de la ciudad: a los atenienses, no es necesario declararles la guerra: la tienen ya en su interior. Y sin embargo, Atenas resultará ser más sólida y resistente de lo que parece…

Lo que convierte a Atenas en democracia no es el hecho de que sus gobernantes sean elegidos entre los ciudadanos. Aunque lo sean, lo que los legitima para gobernar es la exigencia de que cualquier ciudadano deba poder ser gobernante. Dicho de otro modo, no se trata de que pueda gobernar tal ciudadano sino cualquier ciudadano, que será demócrata en la medida en que actúe como si el gobernante no fuera él en concreto, sino un mero ciudadano, todos y nadie al mismo tiempo, abstrayéndose y despojándose de sus intereses y particularidades.

No es demócrata el sistema que escoge a sus gobernantes, sino aquel que garantiza que cualquier ciudadano podrá ser gobernante. Por tanto, no es democracia el haber elegido a este ni a aquel, sino la condición de que cualquiera pueda gobernar, y de que lo haga como ciudadano cualquiera. Para facilitar esa difícil exigencia, algunos métodos de elección (como el de los miembros de la Bulé) utilizan mecanismos aleatorios (combinaciones de bolas blancas y negras vinculadas a fichas nominales), de modo que la selección no es elección sino sorteo.

Tal sorteo es considerado por algunos el procedimiento más democrático, la mejor manera de hacer que las tareas ciudadanas sean equitativamente repartidas, evitando favorecer a ricos, a poderosos, a oradores elocuentes, o a retóricos convincentes, cosa que no ocurre con la elección nominal.

La ciudad no siempre se jacta de su gobierno (como suelen hacer nuestras “democracias”). Por Platón o Aristóteles conocemos razones para considerar que la organización política óptima es el gobierno de los “mejores”, el consejo de sabios (expresado en la palabra “aristocracia”) capacitados para esta tarea tras un larguísimo proceso de selección y formación. Con un solo aristócrata, la ciudad podrá recurrir, a la espera de un nuevo consejo, a la monarquía (gobierno de uno). En su defecto, será fundamental que nadie ocupe ese lugar, que no gobierne nadie, que se impida que la ciudad caiga en manos de algún caudillo embaucador y degenere en alguna de las formas de gobierno decadentes (oligarquía, tiranía, demagogia, etcétera). Asegurar que no gobierne nadie indebido equivale a pedir que puedan gobernar todos, o sea, cualquiera. Esa es la llamada democracia.

La democracia no se basa en la selección ciudadana de los gobernantes, sino justamente en lo contrario, en la imposibilidad fáctica de tal selección. El hecho de que sea imposible elegir a un “mero ciudadano” nos lleva a una forma orientada a la exigencia de que nadie mantenga el poder, y de que los gobernantes asuman ese objetivo de abstracción inalcanzable. De ahí la importancia del sorteo por encima de la elección. La democracia supone “gobernar y ser gobernado por turnos”.

La expresión “gobierno del pueblo”, que parece presuponer que ese “pueblo” es efectivamente “alguien”, solo se deja entender asumiendo que “el pueblo” solo puede ser “alguien” siempre y cuando no sea “nadie”. “Gobierno del pueblo” equivale a decir “gobierno de nadie”. Atribuir el gobierno al “pueblo” es la manera griega de evitar las pésimas consecuencias de que alguien se lo pueda atribuir inmerecidamente.

La palabra democracia, así entendida, parece inaplicable, por ejemplo, a la que hoy se articula basándose en la constitución de los EE UU (el país que con mayor ahínco se proclama impulsor de la democracia), por el hecho, sin otras consideraciones oportunas, de que el sistema electoral requiere, para optar a la presidencia, un patrimonio que ni se encuentra ni se podría encontrar jamás al alcance de la mayoría de los que, el mismo sistema, llama ciudadanos. Probablemente, para un ciudadano ateniense nuestras democracias no lo serían más que en apariencia. Nuestras “monarquías” y nuestras “aristocracias”, ni siquiera eso.

La crítica del liberalismo moderno a la democracia ateniense se debe a que la interpreta como un igualitarismo que otorga a cualquier ciudadano (ahora sí, con nombre y apellidos) las mismas posibilidades de gobernar. Esto nos dice bien poco de Atenas, pero bastante acerca de cómo entendemos (¿malentendemos?) una forma que perseguía lo contrario: no se trataba de permitir que alguien gobernara, sino de impedir que lo hiciera nadie en concreto. Stuart Mill teme que ese igualitarismo acabe constituyendo un “gobierno de los ignorantes”, despreciando el carácter sapiencial de la actuación política. Incluso este “padre” del hoy requetealabado “liberalismo” advierte que la “ley de la mayoría” no puede ser considerada un valor universal.

Así pues, el empeño en tildar de democráticas las organizaciones de cualquier tipo que se basen en una elección mayoritaria, levanta sospechas: cuando no podemos ni renunciar a las palabras ni respetarlas, cambiamos su significado, tejemos su disfraz. Palabras como democracia, pero también libertad… e incluso, limpieza, seguridad…

Para desconcierto de gobernantes, que ya las creían “limpias”, algunos 15-M parecen querer retomar las plazas que desocuparon. Hace unos meses, a muchos barceloneses habituales del centro de la ciudad se les antojaba la plaza de Cataluña, quizá no limpia, pero bastante más limpia que en otras ocasiones. Además, grata sorpresa, un simple paseo parecía más seguro que en muchos otros días de la última década: menos hurtos, menos hostilidad, e incluso menos “lateros”, dado que los acampados (“revolución no es botellón”, decían) intentaban lo que no consta que las fuerzas del orden de la municipalidad hayan conseguido (acaso pretendido) por ahora: acabar con el consumo taciturno indiscriminado de cerveza por la calle. Parecía haber más civismo en la plaza que el que enarbola la fracasada normativa municipal, y tal vez, si reparamos en la voluntad participativa, en la continua discusión, y la obstinación por no convertirse en golosina de partidos, más democracia. Democracia en la seudodemocracia.
Es profesor de filosofía.
Fuente: http://www.elpais.com/articulo/opinion/democracia/origenes/elpepiopi/20110812elpepiopi_12/Tes

SPAIN. 12 de agosto de 2011

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