¿La filosofía es una ciencia, una disciplina, un oficio, un laberinto, una cosa entre las cosas?
Nadie lo sabe, pero no hay una palabra más ambiciosa ni más nimbada de prestigio ni que defina con más precisión el límite del conocimiento humano… o de nuestra petulancia. «Esas perplejidades que no sin vanidad llamamos metafísica», decía Borges.
Cuando queremos meternos en las honduras de la materia, del cerebro o del mercado, buscamos un físico de partículas de altas energías, o a esos cazafantasmas que son los neurocientíficos, o a esos señores que conocen los caprichos del oro y los resortes de la ambición y cuyo dominio equidista de la matemática y la astrología, los economistas.
Pero si queremos ir más allá de la «partículadivina», y más allá del axón, del bitcoin y de la «sensibilidad de los mercados», hay que acudir a la filosofía, esa materia antigua que nunca pierde su aire de modernidad, de extra de última hora, de concepto suma, de «la inteligencia locuta». Si queremos buscar las razones últimas del lenguaje o del amor, del poder o de la justicia, de la rosa y la piedra, hay que buscar un filósofo. Si queremos hablar sobre Dios sin levitar por la gracia de la fe ni incurrir en la soberbia del descreído, hay que buscar a un ateo piadoso, como Cioran, o a un santo escéptico, como Spinoza —ambos ebrios de Dios—.
El filósofo es gran gurú y pobre diablo, voz del pueblo y voz de los elegidos, tratadista del todo y experto en nada, tallador de refranes humildes y de postulados audaces, de vastos sistemas y de aforismos mínimos, elocuente en la pregunta y tatareto en la respuesta. «Las respuestas pasan y las preguntas quedan…». ¿Será la filosofía el arte de la interrogación?
Después de 25 siglos de asedio, la definición sigue esquiva. «La filosofía es aquello con lo cual o sin lo cual todo sigue tal cual», dicen los zafios y los pragmáticos. Pero al rato los sorprendemos filosofando sobre la felicidad, la muerte, el valor de la vida, la «filosofía del proyecto», «el espíritu de la nación».
Podemos arriesgar que la filosofía es una especulación personal sobre alguna arista del mundo, mientras que la ciencia aspira a ser una mirada casi objetiva. Así, decimos «el pensamiento de Schopenhauer», «la filosofía de Nietzsche», mientras que a nadie se le ocurre que la medicina o la matemática sean de alguien.
Es verdad que alguna vez se dijo «geometría euclidiana», «la mecánica de Newton», pero eran tiempos en que la ciencia era una «filosofía natural». Las asignaturas no estaban muy bien deslindadas. Aún hoy suenan algunos apellidos por ahí, pero se trata de una medida cautelar. A la «partícula divina» se la llamó «el bosón de Higgs» como una manera de decir: «Esto no está demostrado. Es cosa de Higgs». Y expresiones como «las teorías de Keynes» se utilizan para subrayar la naturaleza especulativa de buena parte del corpus económico.
Sea lo que sea, la filosofía es algo muy distinto a las otras representaciones del mundo. No es un conjunto de proposiciones demostrables por vía lógica, como la matemática, ni de teorías falsables en el laboratorio, como la ciencia, ni de productos evaluados por intuiciones estéticas (o por los caprichos de una élite conceptualista), como el arte, ni de cosmologías que se sostienen sobre sí mismas por la gracia de la fe, como las religiones.
Usted dirá que esto es una definición negativa y que es absurdo definir la cosa por lo que no es. Disiento: la literatura es el resultado del arte de tachar (como en Rulfo) y la fotografía es el resultado del encuadre, de la certera supresión del resto (como en todos los buenos fotógrafos) y la «nada» es el no ser. Y el «punto» es lo que no tiene partes, según Euclides.
Fuente: http://www.elespectador.com/noticias/nacional
2 de junio de 2014. Colombia
Buenas Noches.
Leo este texto a media noche y me voy a la cama con varias reflexiones, que dudo me dejen dormir… Pero voy al menos, intentar soñar con ellas y tal vez las comprenda con claridad al amanecer.
¡Excelente aporte!