Alejandro Llano cuestiona la validez de la separación entre “lo (metafísicamente) bueno” y “lo (políticamente) correcto”. Esta separación consagra la doble moral de la que se alimenta el sistema…
En el contexto de la actual filosofía práctica la propuesta del humanismo cívico constituye una renovada invitación a considerar que la configuración de la vida social y política es competencia de la ciudadanía, y no el monopolio de lo que en La nueva sensibilidad (1989) el propio Llano designaba como “tecnoestructura”, es decir, el Estado y el Mercado.
En este sentido, afirmar que la ciudadanía tiene el protagonismo de la vida pública equivale a poner el acento en la iniciativa personal y social, confiando en el poder creativo de las “libertades concertadas” de los ciudadanos. Una apuesta arriesgada, que, precisamente a causa de su radical carácter ético, se distancia del tecnicismo político imperante, pues, frente a la abdicación de la personal responsabilidad política (y económica) en la burocracia del Estado y la “mano invisible” del Mercado, constituye una apremiante llamada a la responsabilidad civil.
En este punto interesa destacar –no sin cierta provocación- que, precisamente por ser ética, la propuesta del humanismo cívico es infinitamente más realista que cualquier racionalización técnica de la vida política. Ciertamente la propuesta es arriesgada, como lo es todo ejercicio de la libertad, pero conviene apuntar que no supone un riesgo menor –y, desde luego es mucho más aburrido- confiar la gestión de la entera realidad social a la maquinaria supuestamente anónima (finalmente con nombre y apellidos) de la tecnoestructura. La diferencia estriba en que la ética sabe los riesgos que asume, mientras que la técnica asume riesgos sin saberlo. Por eso, la propuesta del humanismo cívico sólo podrá parecer utópica a quien, fascinado por la aparente eficacia de la razón técnica, y desconfiando de la “competencia ética del hombre de la calle”, prefiera confiar su destino a una élite de tecnócratas.
Lo dicho ha de servir para comprender que la propuesta del humanismo cívico se sitúa en una dimensión diferente a la definida por la dialéctica liberalismo-socialdemocracia, e igualmente alejada dela propuesta lib/lab patrocinada por Ralph Daherendorf, o de la “tercera vía” preconizada más recientemente por Anthony Giddens, pues, según advierte Llano, estos dos últimos planteamientos no habrían superado realmente el esquema de la primera modernidad, en el que Estado y Mercado definen todavía las principales coordenadas del espacio público. Pero esto es, justamente, lo que no parece congruente con la complejidad social que caracteriza al momento presente: una complejidad que ya no admite ser pensada de un modo tan esquemático y bipolar, sino que requiere una sensibilidad más acusada ante las tendencias emergentes en el mundo de la vida.
Por su planteamiento de fondo, el nuevo libro de Llano entronca con el tema de La nueva sensibilidad (1989), si bien en este caso, muchas de las ideas allí apuntadas como tendencias pueden ser recogidas ahora como realidades. Con todo, el enfoque de Humanismo cívico es decididamente ético, siendo esta la perspectiva desde la que Llano afronta varios de los temas centrales de la actual filosofía política, como razón pública, democracia o ciudadanía. Entiendo que es precisamente en este enfoque donde radica la principal aportación de este libro a la discusión actual: en recordar, insistentemente, que la razón política no es razón técnica. En efecto: la rigidez unidimensional de la razón técnica no permite afrontar el alto grado de complejidad y contingencia que caracteriza a nuestras sociedades; en consecuencia, no podemos seguir esperando de la razón técnica –bajo la forma de “nuevo modelo o paradigma político”- la solución a nuestros problemas de convivencia. No existe tal solución magistral. Por su propia naturaleza, los asuntos de la vida –sobre los que debe tratar la razón política- son susceptibles de muchas aproximaciones, y si alguna de ellas admite ser descartada a priori a causa de su carácter intrínsecamente malo, en cambio no puede decirse de ninguna de ellas que sea a priori mejor que las demás: cuál sea preferible es algo que se debe contrastar con los demás, a la vista de las circunstancia concretas: por eso mismo la participación cívica, en la que cada ciudadano hace valer lo más directamente posible su punto de vista, no es superflua.
De este planteamiento se sigue que, entendida como régimen que se basa en la participación y el autogobierno, “la democracia es actualmente el único régimen político en el que es posible llevar a la práctica el humanismo cívico”(p. 7). Ahora bien: esto requiere que la democracia misma no se entienda según el modelo tecnocrático, sino en continuidad con el desarrollo ético de los ciudadanos. En efecto: por su propia definición, el saber técnico es cosa de expertos; en cambio, en ética todos somos, en principio, competentes (aunque siempre cabe serlo más). Es el totalitarismo derivado de una concepción tecnocrática de la democracia lo que explica que haya asuntos que son declarados tabú –políticamente incorrectos- en el discurso público. Frente a esto cabe preguntarse qué especie de restricción mental impide a la ciudadanía –y a los políticos: ¿no son ciudadanos?- dialogar públicamente sobre cuestiones morales que afectan decisivamente a sus vidas o a la vida de la comunidad. En las democracias tecnocráticas esa restricción mental adopta la forma de una artificial separación entre “éticas privadas y ética pública”. Llano arremete contra este artificio porque reconoce en él un corolario de ese modo de pensar mecanicista que aprisiona la libertad de los ciudadanos en las estrechas fronteras de una subjetividad inofensiva (para los que detentan el poder), en lugar de derribar las barreras que ponen un freno a su dinamismo expansivo y emprendedor: emprendedor no sólo en nombre del Mercado, sino en nombre de tantos otros valores humanos que, de lo contrario, quedarían marginados de la vida pública. Este es el potencial “revolucionario” del humanismo cívico. Ahora bien –cabría insistir-: ¿no es esta una propuesta utópica? Lejos deesto, sostiene Llano que el “humanismo cívico es un humanismo práctico, es decir, viable, hacedero, cercano a cada uno de los ciudadanos. Lo cual no rebaja su tensión hacia la excelencia, sino que propone difundirla lo más posible: proclama que la vida lograda no es patrimonio de unos cuantos selectos, es decir, seleccionados por salud, por familia, por hacienda, por nación, por raza o, simplemente, por azar y por suerte” (p. 65). Nos encontramos, pues, en las antípodas de la propuesta de aquellos que afrontan el pluralismo ético de nuestras sociedades por la vía de predicar, para el ámbito de lo público, una “ética mínima”, mientras restringen la aspiración a la vida buena, a la excelencia, al ámbito privado. A la vista de propuestas semejantes cabe preguntarse qué clase de excelencia es esa que uno ha de guardarse sólo para sí, de la que no cabe hablar públicamente, y de la que se espera no perturbe la marcha renqueante de la tecnoestructura. Escribe Llano: “mi envergadura moral se ve dramáticamente aplanada cuando mis convicciones éticas sólo me sirven para andar por casa, mientras que los empeños de mayor aliento –las “cosas serias”- han de ser gestionadas por personas o entidades formalmente legitimadas para representar el interés general” (p. 28).
¿Qué hacer, entonces, con el pluralismo ético? Para el humanismo cívico la respuesta es inmediata: darle juego en el espacio público, y no recluir sistemáticamente las diferencias vitalmente relevantes al ámbito de lo privado. En este sentido, Llano cuestiona la validez de la separación entre “lo (metafisicamente) bueno” y “lo (políticamente) correcto” -tan corriente en las teorías políticas contemporáneas-, pues entiende que esta separación consagra la doble moral de la que se alimenta el sistema, perpetuando, bajo la apelación una razón política supuestamente neutral, el totalitarismo de la democracia tecnocrática. A este respecto conviene recordar que no hay, en la práctica, ninguna ordenación de la convivencia que pueda considerarse moralmente neutral. La técnica misma es susceptible de un uso moral o inmoral. Por eso la verdadera utopía no estriba tanto en la propuesta del humanismo cívico, declaradamente ética, como en esperar de la razón técnica una mejora sistemática de nuestras condiciones de vida.
En realidad, nadie cree ya en eso: el siglo XX ha sido rico en avances científico y técnicos, pero ni los unos ni los otros han conseguido poner coto a la infelicidad y desgracia humana. En este desencanto estriba precisamente lo que genéricamente se llama “posmodernidad”. El humanismo cívico crece en el espacio abierto por la perplejidad resultante del fracaso del proyecto moderno. Sin embargo, conviene resaltar que el derrumbe de las esperanzas ilustradas no conduce de por sí al humanismo cívico. De hecho, existe una “posmodernidad” deudora de la decepción generada por el fracaso de la razón moderna, y que adopta otra postura, radicalmente antihumanista, marcada por la renuncia sistemática a los grandes ideales, y que hace una bandera del relativismo (Rorty, Vattimo). El humanismo cívico se halla más lejos, si cabe, de estas derivas tardomodernas que de la misma modernidad y de sus continuadores (Rawls, Habermas). Pues el humanismo cívico no tiene nada de mecánico o inercial –como sí lo tiene la continuación del proyecto moderno o el relativismo fruto del desencanto. Al contrario: el tránsito de la modernidad a una “posmodernidad” digna de tal nombre no es automático, pues supone radicalmente el empeño de la propia libertad.
El empeño de la propia libertad, sin embargo, es una tarea que no se improvisa, pues la libertad “empeñada” no es una mera “libertad negativa” en el sentido de Isaiah Berlin, es decir, una simple “libertad-de” impedimentos externos (la libertad del individualismo liberal). Es mucho más, y reclama, por su propia naturaleza, la inserción del individuo en “una comunidad de ciudadanos en la que sea posible aprender aser libres, a base de enseñanzas y correcciones, de cumplimiento de las leyes, de participación en empresas comunes y de entrenamiento en el oficio de la ciudadanía” (p. 79). Para el humanismo cívico no hay democracia sin comunidad, y “sin el convencimiento operativo de que la fuente del poder político no es otra que la libertad concertada de los ciudadanos” (p. 80).
Y no se piense que, en un planteamiento como este, se desvirtúa el ideal moderno de la autenticidad personal. Al contrario: sólo en un contexto así resulta posible la conquista de la propia identidad, pues, como ha mostrado Charles Taylor, no es la nuestra una identidad solipsista sino dialógica, que se nutre de la conversación sosegada y de los proyectos compartidos. De lo primero infiere Llano la importancia de las “Humanidades”; de lo segundo, la importancia de la “amistad política”: dos factores esenciales para el Humanismo cívico. No sin nostalgia observa Llano que “las Humanidades –la literatura, la historia, la filosofía, la teoría de la ciencia, el arte- ha dejado de ser aquello de que se habla. Antes, en los ambientes que albergaban inquietudes cívicas, incluso en bares, tertulias y salones, por no decir en los casinos y ateneos, se charlaba con frecuencia de temas culturales” (p. 168). La falta de interés por estos temas que se registra en nuestra sociedad, que, en cambio, habla con gusto de los escándalos políticos (preferiblemente aderezados con una dosis de sexo) o de las “sensaciones” de los deportistas, corre pareja con la dejación de la personal responsabilidad por la cosa pública. Pues las Humanidades permiten enfrentarse críticamente a la realidad social, constituyen un foco permanente de revitalización de la cultura, nos recuerdan nuestra deuda con el pasado e inspiran nuestra creatividad. En esta medida alimentan el impulso del humanismo cívico (p. 169-173).
Otro tanto cabe decir de la amistad política, en la que reposa todo diálogo auténticamente político, es decir, todo diálogo verdaderamente interesado en la verdad práctica que se puede abrir paso en el curso de la discusión. La amistad política hace posible la superación práctica de la dicotomía entre “el perfeccionamiento privado y el provecho público” (p. 96). Si se me permite la observación, constituye, ciertamente, un ideal político más ambicioso que el de la simple tolerancia, tan en la boca de los partidarios de la “ética mínima”, pero, a cambio, trae consigo una mejora considerable de la auténtica “calidad de vida”. Y es que, si algún concepto no admite una simple interpretación técnica es éste de “calidad de vida”. Como apunta Llano, “el auténtico well-being sólo se encuentra en la compañía de los parientes, amigos y demás personas cercanas” (p. 129). En este punto tocamos el nervio de la propuesta del humanismo cívico: tomarse en serio las energías latentes en la sociedad, acoger el dinamismo vital que emerge del mundo de la vida, del mundo de la cultura. Desde esta perspectiva escribe Llano: “al lema sociedad del bienestar pretendo conferirle el significado fuerte del paso del nivel estructural al plano de la vitalidad ciudadana, por una parte, y la tendencia a diferenciar y universalizar realmente, por otra. Más en concreto, se trata de transferir a las comunidades locales (en el sentido de ‘próximas’) gran parte de los cometidos que hoy monopolizan los tecnosistemas unívocos y cerrados de las Administraciones públicas. Bien entendido que no se trata precisamente de la ‘transferencia’ de las competencias del Estado central a las Autonomías regionales, ya que la experiencia indica que el enfoque no varía sustancialmente con este movimiento, y que el control de los administradores puede hacerse incluso más opresivo. La cercanía a la que me refiero no es, obviamente, territorial sino personal. Se trata de avanzar hacia el community care, hacia la activación de redes de solidaridades primarias y secundarias, para dotarlas de medios y competencias que las hagacapaces de atender a indigentes, enfermos, discapacitados, huérfanos o ancianos de una manera menos deshumanizada, es decir, más humana” (p. 130).
Como el propio Llano advierte, las dificultades para acoger esta propuesta no son de tipo organizativo, sino cultural. Como había señalado en La nueva sensibilidad, los valores emergentes pugnan todavía con los valores dominantes (modernos). Entre esos valores dominantes, de los que es preciso desembarazarse, se encuentra una valoración negativa de lo que MacIntyre denomina “virtudes de la dependencia reconocida”, entre las que se cuentan “ el servicio a los más necesitados, el cuidado de los más débiles, el respeto a la corporalidad decaída, la capacidad de sacrificio, el reconocimiento de la dignidad intocable de cada una de las personas, la misericordia, la ternura, el agradecimiento… A este refinamiento de la empatía o connaturalidad ni siquiera llegó la ética aristotélica” (p. 131).
Esto es algo de lo que nos ha hecho particularmente conscientes la filosofía de inspiración feminista, con su atención a las voces diferentes. Y precisamente el humanismo cívico requiere atender a estas diferencias, inspirando un nuevo concepto de ciudadanía, que apunte, más allá de los derechos políticos y sociales, hacia los derechos humanos, con un sesgo más cultural que técnico-político: “No es lo mismo ser varón que mujer, ni estar casado que no estarlo, ni tener hijos que no tenerlos, ni hallarse rodeado de una parentela numerosa que carecer de ella, ni tener empleo que estar en paro, ni ser vasco que ser magrebí, ni disponer de un título universitario que no poseerlo… Si no se tienen presentes estas –y otras muchas- cualificaciones o circunstancias, el ejercicio de la ciudadanía se pierde en la niebla de una abstracción generalizadora y de una burocracia que no se anda con miramientos” (p. 119).
Por lo que llevamos dicho se comprende que la propuesta del humanismo cívico apunta más al núcleo mismo de nuestra concepción de la política que a la presentación de soluciones técnicas alternativas. Alguien podría echar en falta en este libro una mayor atención al derecho. Sin embargo, el derecho viene después de la vida, y de la vida –de la vida política- se trata prioritariamente en este libro. Después de todo, los nuestros no son problemas primordialmente técnicos: ¿alguien lo duda?
Humanismo cívico,
de Alejandro Llano
Ariel, Barcelona,
1999,
218 pp.
Fuente: http://www.aragonliberal.es/noticias/noticiap.asp?notid=65327
8 de octubre de 2012