La llegada del filósofo a la capital del Principado inauguró una década de profundos cambios en el ámbito de la enseñanza superior y contribuyó a la apertura en Asturias
La llegada de Gustavo Bueno a la Universidad de Oviedo en 1960 fue sin exageración de ningún tipo uno de los acontecimientos culturales y políticos más importantes de Asturias en los años sesenta (la década «prodigiosa», a partir de la cual el mundo ya no volvió a ser lo que era, sin posibilidad de marcha atrás).
Llegó a una Universidad de provincias completamente decimonónica, en la que todavía estaban en activo catedráticos que en su niñez habían visto a Clarín por las calles de Oviedo. Los más representativos eran don Juan Uría, fundador del medievalismo asturiano y un historiador de gran solvencia, al que no hace justicia la mediocridad de su «discípulo portaestandarte»; don Ramón Prieto Bances, catedrático de Historia del Derecho, que había sido ministro de Educación en uno de los efímeros gobiernos de la II República, y don José Serrano, catedrático de Derecho Procesal, alto, esquelético y amarillento, con largo abrigo negro y sombrero de alas anchas que le daba un parecido al anuncio de Tío Pepe.
Tres venerables figuras de la Universidad española, que mantenían contra viento y marea el espíritu y el estilo de aquellos finiseculares en que la Universidad de Oviedo, la de Leopoldo Alas, «Clarín», Buylla, Posada, Canella, Altamira, etcétera, era la más adelantada, la más despierta de España.
«Es la Universidad de España en la que usted mejor cae», le había escrito Unamuno a Altamira para animarle, porque le tocaba desempeñar su cátedra en una Universidad tan apartada. Y el «grupo de Oviedo», como calificaba Joaquín Costa a aquellos catedráticos que se adelantaban a la Universidad española de finales del siglo XIX y comienzos del XX, eran faros de luz de no menor intensidad que la que había extendido Feijoo en el siglo XVIII.
Salvo en el aspecto intelectual, la Universidad de Oviedo se movía poco. Ramón Pérez de Ayala, amigo de los venerables catedráticos a los que nos hemos referido, observa en el prólogo a «Doña Berta» de Clarín que «durante mis años estudiantiles padecieron grandes mudanzas el mundo, España y Oviedo». En el ámbito universitario, el más memorable fue que los catedráticos cambiaron las rústicas madreñas por los más urbanos chanclos de goma, pero seguían usando levita cruzada, sombrero de copa y paraguas. Por eso, cuando veo a los nuevos universitarios, que todo lo quieren solucionar con correo electrónico y moderneces por el estilo, me pregunto de qué absurda barraca de feria habrán caído.
En la plaza de Villadiego conservaban una argolla que recuerda al automovilista que allí ataba la burra su abuelo cuando bajaba a la villa. Y a los nuevos universitarios que creen vivir en un mundo de asepsia informática habrá que recordarles que los catedráticos de los tiempos de sus bisabuelos calzaban madreñas. El mundo ha ido muy deprisa, pero no tanto como para que sea sensato olvidar las madreñas.
Cuando llegó Gustavo Bueno a Oviedo, muchas cosas estaban también a punto de cambiar en el mundo, en España y en Oviedo, y lo que él seguramente no se figuraba es que iba a ser uno de los factores más imprescindibles de esos cambios. Aquella Universidad pequeña, tranquila y provinciana, en la que las dos principales facultades convivían en el casón de la calle San Francisco sin demasiados agobios, y en que la administración de todo el distrito la llevaban Emilio Ojanguren, tres o cuatro eficientes señoritas y un par de máquinas de escribir, era todavía la de «la casa de la Troya», y a veces, efectivamente, el «Clavelitos» resonaba en el claustro y los «tunos» hacían sus cabriolas sobre las grandes losas mojadas por la lluvia.
El canónigo don Cesáreo explicaba que era pecado hacer manitas y que Sartre era un «infracerdo», y los conserjes, con el serio y muy profesional Pepe a la cabeza, secundado por Pachu, que era funcionario de la época de la República, y Juanín, se dirigían a los catedráticos como si fueran el coronel del regimiento. Las clases de Filosofía las daba don Francisco Escobar, que también era sacerdote.
A esta Universidad húmeda y familiar (en Oviedo seguía conociéndose todo el mundo, como en los tiempos de Ramón Pérez de Ayala) llegó Gustavo Bueno y puede decirse, como en el título de la película de Minnelli, de éxito por aquellos días o poco más tarde: «Con él llegó el escándalo». Venía de Salamanca, donde había sido catedrático de instituto y sólo se sabía que era autor de un manual de Filosofía en colaboración.
La Universidad de Oviedo, insisto, era decimonónica, pero con excepciones muy importantes: en ella llevaba ya diez años como catedrático Emilio Alarcos Llorach, que a aquellas alturas había renovado los estudios lingüísticos en España, y en Oviedo había puesto en marcha la revista «Archivum», con la ayuda de José María Roca Franquesa y de José María Martínez Cachero, que no tardaría en obtener la cátedra de Literatura.
Gustavo Bueno confesó desde el comienzo que venía a Oviedo atraído por el recuerdo y la obra de Feijoo. En clase nos recomendaba que leyéramos a Feijoo, como reposo de sus rigurosas explicaciones de lógica matemática. De manera que Feijoo representaba un consuelo para los alumnos poco aficionados a las exposiciones matemáticas, como era mi caso.
Gustavo Bueno, un riojano de mucha raza y poca estatura, pero con mucha fibra, de palabra inagotable y torrencial, siempre con polo (que en cierto modo recordaba al alzacuello de Unamuno: una manera de no usar corbata) y abrigo Loden gris, que recogía la ceniza de sus innumerables cigarrillos, entró en Oviedo como una tromba y los primeros en reaccionar contra él pertenecieron al estamento clerical.
Yo recuerdo la primera vez que oí hablar de él en el Colegio de los Dominicos, donde cursaba el Preuniversitario y aquel año nos tocaba Filosofía como tema monográfico «La persona humana», a cargo del P. Ruiz, un santanderino calvo y cojo de muy mala uva, que nos aseguraba en clase que si estuvieran en aquel curso Gustavo Bueno y Sartre, los suspendería sin remisión, no por ateos, sino porque no sabían filosofía.
Paco Fierro, que ya estudiaba primero o segundo de Filosofía, tuvo la mala ocurrencia de ir a una residencia de Avelinos en la calle Uría (se trataba de una especie de Opus Dei de menos brillo social) a que le devolvieran un libro, y al saber que era él, salió un jesuita llamado F. Buj y le expulsó del piso porque había oído decir que se consideraba discípulo de Bueno. Era el Oviedo de «La Regenta» en su salsa. En fin, el ínclito teólogo don Cesáreo arremetió contra Bueno en una serie de artículos publicados en el diario «Región», en los que le llamaba «Benito» y «Gustavo Adolfo de Suecia».
Don Gustavo sobrevivió a aquellas arremetidas y a otras posteriores de la Policía y del Gobierno Civil, a cuyo frente estaba Mateu de Ros, el Trevín del franquismo. Y empezaron a suceder en el mundo, en España y en Asturias grandes cosas, una de ellas en la misma Asturias, la gran huelga minera de 1962.
Una de las grandes preocupaciones de la Policía era impedir la comunicación entre las cuencas mineras y la Universidad, de manera que, como bien decía Juan Benito Argüelles, había que enterarse por «Le Monde» de que había huelga a veinte kilómetros de Oviedo. Don Gustavo fue el primer catedrático de la Universidad, y por los años sesenta el único, que se acercaba a las cuencas a dar charlas y conferencias en los clubes culturales, que eran tapaderas poco disimuladas de la resistencia antifranquista, controladas, como era de esperar, por el Partido Comunista.
Don Gustavo Bueno nos recordaba, una y otra vez, que había que enterarse de lo que sucedía en la calle y tomar partido. Al otro lado de los gruesos muros del edificio fundado por el arzobispo Valdés, las cosas se movían a gran velocidad, pero la Universidad continuaba como en los tiempos en que los catedráticos calzaban como gran muestra de modernidad los chanclos Boston.
Entonces publicó en los «Cuadernos para el Diálogo» de mayo de 1967 un artículo verdaderamente importante: «La excepción de Oviedo», uno de los análisis más lúcidos sobre Oviedo y su Universidad en aquel momento tan preciso y tan crucial.
En los años sesenta (los años de la consolidación de la revolución castrista, de la guerrilla latinoamericana, de la vía argelina al socialismo, de la descolonización, de Mayo de 1968), el único catedrático de Universidad en España que daba la cara sin demagogias y sin descuidar la cátedra fue Gustavo Bueno. Esto es muy importante, porque nunca dejó de ir a clase con el pretexto de la lucha política, ni utilizó la cátedra para hacer política de partido.
Nos recordaba una y otra vez que el filósofo es ante todo un ciudadano, que no hay torres de marfil y mantenía el dominio de la razón sobre las pasiones voluntaristas e infantiloides (sin ir más lejos, su libro sobre Zapatero es resultado de esta actitud). Y nos explicaba, aunque la mayoría no le entendiera, que la escolástica y el marxismo son dos métodos válidos para explicar la realidad.
Fuente: http://www.lne.es/secciones/noticia.jsp?pRef=2008122200_42_709419__Asturias-Gustavo-Bueno-Universidad-Oviedo
Asturias, Spain. Lunes, 22 de diciembre de 2008
[Continuación: Parte II]
Gustavo Bueno en la Universidad (II)
José ignacio gracia Noriega
Gustavo Bueno Martínez nació en Santo Domingo de la Calzada en el año 1924 y cursó los estudios de Filosofía y Letras en las universidades de Zaragoza y de Madrid. Después de hacer su tesis de doctorado, obtiene en 1949 la cátedra de Filosofía en el Instituto Lucía Medrano de Salamanca, ciudad en la que permanece hasta que en 1960 obtiene la cátedra de Filosofía e Historia de los Sistemas Filosóficos en la Universidad de Oviedo. Casi medio siglo de permanencia en Asturias, de apasionada actividad intelectual y emocional asturiana ha convertido a Gustavo Bueno en un asturiano indispensable e ilustre. Repito lo que ya afirmé en el artículo anterior: el último medio siglo de historia asturiana no se explica si no se tiene en cuenta el paso de Gustavo Bueno por su Universidad. Este riojano, que jamás renunció a sus raíces, ha sabido encajar muy bien en todos los lugares donde ha vivido: en Salamanca conoció a Carmen. También en Salamanca conoció al obispo de la diócesis, el asturiano Barbado Viejo, e hizo tanta amistad con él que, siendo ambos grandes aficionados a la música, Gustavo Bueno iba a tocar el piano al Palacio Episcopal. Gustavo Bueno apreciaba a Barbado Viejo como filósofo, y esto, que puede parecer extraño a quien no conozca a Bueno, es completamente coherente con su concepción de la filosofía que exige como paso previo una técnica filosófica, y en un sentido escolar, el silogismo escolástico es un instrumento insustituible. Cuando se entra en la Universidad, por lo general, se comporta uno como un joven petulante y pedante, que cree que porque ha leído un par de libros de Sartre y algún artículo de Merleau-Ponty publicado en «Temps Modernes» lo sabe todo, y por eso Gustavo Bueno descolocaba nuestra pedantería suficiente explicándonos la silogística escolástica, algo que yo creía que había dejado atrás en el Colegio de los Dominicos, en el quinto curso de Bachillerato. Y al año siguiente nos bombardeó con lógica matemática, algo todavía más temible, ya que yo esperaba haber perdido las matemáticas de vista para siempre después de la reválida de cuarto. En fin, cosas que yo al principio no comprendía por qué nos las explicaba un profesor que venía precedido de fama de ser muy de izquierdas y también de ser muy «hueso». Lo segundo me preocupaba bastante menos, que no empezara a explicar marxismo a palo seco o que no nos echara un mitin en cada clase y no las acabara gritando: «A las barricadas, a los parapetos».
Le recuerdo entrando en el aula, apresurado, con el abrigo Loden gris, el pitillo en la boca y en la mano una grande y abultada cartera. Con prisas subía a la tarima, dejaba la cartera sobre la mesa y empezaba a explicar, sin concederse ni concedernos un segundo de descanso, el pitillo en la boca, el pelo revuelto, la voz afanosa y un gesto hacia arriba de las manos como si le faltara aire. No se alarmen cuando vean a Gustavo Bueno en cualquiera de sus intervenciones públicas abriendo la boca como si le faltara aire: ya le ocurría lo mismo hace casi medio siglo, y es que explicaba con tal pasión que no se permitía perder el tiempo ni para respirar. A veces, la ceniza del cigarrillo le caía sobre el abrigo, pero, como era gris, le daba igual. Y si fuera blanco, también le daría lo mismo. Cuando Juanín y Pachu asomaban la cabeza para anunciar: «Señor profesor, la hora», él seguía explicando, explicando y explicando, algunas veces hasta que se presentaba a la puerta del aula el siguiente profesor.
Lo llamábamos don Gustavo, y yo se lo sigo llamando al cabo de casi medio siglo. Los que lo llaman Bueno seguramente son de otra época. Y despertaba pasiones entre sus alumnos, también odios africanos. Cierto día me confió Paco Fierro: «Si tuviera que dar la vida por alguien, la daría por don Gustavo». Nunca había oído nada semejante ni lo volvería a oír hasta que en una de las reuniones previas del PPRA (Partido Progresista y Regionalista Asturiano, ahí es nada) la princesa de Asturias, doña Amelia Valcárcel y Bernaldo de Quirós, exaltándose en medio de un discurso sobre estatutos, o quizá porque había oído sonar una gaita, quién sabe, expresó solemnemente que si se diera el caso de que tuviera que dar la vida, la daría por Asturias, y en ese caso exigía que la envolvieran en la bandera asturiana.
Como me entró la risa, Ramón Cavanilles Navia Osorio, el lord protector (como lo llamaba Juan Luis Vigil), me lanzó una mirada fulminante. Toda aquella gente tenía unos apellidos imponentes, como se habrá observado.
Las clases de Gustavo Bueno eran terribles. Las daba en el aula Clarín, la mayor del viejo casón de la calle San Francisco, porque el año anterior había suspendido como quien tala y había muchos alumnos repetidores. Había un par de cristales rotos y poco presupuesto para calefacción, por lo que Gustavo Bueno hablaba, hablaba y hablaba sin quitarse el abrigo. Hablaba como hasta entonces yo no había escuchado hablar a nadie, como alguien que tiene muchas cosas que decir y tan sólo tres cuartos de hora para explicarlas. Aquel curso dedicó dos trimestres a explicar a los presocráticos y el tercero a Locke. Pero hablar de los presocráticos o de Locke era un pretexto para hacer un recorrido por la historia de la filosofía. Aquel método en apariencia era caótico, pero su coherencia interna se evidenciaba al final. No, no nos habíamos quedado en Anaximandro, Heráclito o Parménides, también salimos de aquel curso con ideas muy claras sobre Platón y Aristóteles. Y, sobre todo, yo al menos salí con el convencimiento de que en los presocráticos se encuentra formulada toda la filosofía posterior: de que toda la filosofía posterior es un comentario a las conclusiones de aquellos hombres que miraban por primera vez el mundo, cuando el mundo era joven.
Yo, la verdad, no esperaba aquello. Esperaba más Sartre, más Marx. O bien, como decía don Pedro Caravia, un curso sobre Dilthey, ya que la mayoría de los que nos sentábamos en aquella aula nos dedicaríamos a estudios literarios. Pero aprendimos aquel curso mucho sobre filosofía en general por la vía de los presocráticos, y al curso siguiente bastante menos de lógica matemática, yo al menos.
Debido a su tecnicismo, corría la especie de que don Gustavo aborrecía la literatura y el arte. Por eso, para muchos fue una sorpresa no sólo su sensibilidad musical, sino que fuera un excelente pianista. En cuanto a los poetas, solía ponerse en la línea de Platón, y si bien no proponía que fueran expulsados de la República, les achacaba ser muy derrochadores de papel, porque nunca escribían líneas completas. No obstante, Platón escribía con la calidad de un poeta, y don Gustavo una vez me confió que claro que le gustaba la poesía, pero la de poetas como Horacio, no la de cualquier cantamañanas (y hubo grandes cantamañanas bajo etiquetas de poetas, aunque figuren en antologías). Hace ya muchos años escribió un ensayo breve titulado «Poetizar», donde aborda el hecho poético tal como posteriormente plantearía las cuestiones concretas que lo llevaron a escribir sus libros recientes; evidentemente, argumentaba don Gustavo, si «poetizar» significa algo, debemos saber ante todo qué significa. Su preocupación de siempre fue fijar la concreción de las palabras, porque una palabra significa una cosa y no otra, no se le puede dar otro sentido que el que tiene. La primera ocupación del filósofo es definir el sentido de cada palabra. Que cada palabra signifique lo que tiene que significar.
Y mientras nos enseñaba cosas elementales, pero que iban a servirnos para toda la vida, era un hombre comprometido políticamente que jamás descuidó su cátedra ni se permitió desde ella el menor asomo de demagogia ni faltó un solo día a clase: lo recuerdo con un gran flemón que lo obligaba a llevar media cara sin afeitar. Cuando había «encerrona», su despacho estaba permanentemente abierto, y él se quedaba (también Cachero) hasta que el último alumno había abandonado la Universidad bajo la mirada de los «grises», que nos observaban con ganas de saltar sobre nosotros desde la esquina del Florida. Una vez lo vi abrir la cartera y dar cinco mil pesetas para Fusoa: «Que no se entere Carmen…». Y recuperó para la Universidad al etnólogo Ramón Valdés de Toro, que estaba en el Instituto Laboral de Tapia de Casariego. Y porque nunca eludió lo que debía decir, un día le echaron encima un bote de pintura y otro le quemaron el coche. Así pagó su compromiso inflexible un catedrático de Universidad que verdaderamente dio la cara.
Fuente: http://www.lne.es/secciones/noticia.jsp?pRef=2008122900_42_711242__Asturias-Gustavo-Bueno-Universidad
La Nueva España – Asturias, Spain. Lunes 29 de diciembre de 2008