Un posible rastreo de la contraposición entre el realismo y el idealismo
Muchos interrogantes de la filosofía seguirán fertilizando en torno de las grandes paradojas, ya sea clásicas como la de Teseo o bien modernas como la de Newcomb. Más perseverantes todavía son las grandes cuestiones del pensamiento: la dicotomía mente-cuerpo o la posibilidad de los universales.
Con todo, si hubiera que señalar uno entre todos los debates filosóficos, uno que pervive fértil e ineludible, el mejor candidato a ser el debate fundamental es el del idealismo frente al realismo, es decir: los argumentos a favor y en contra de que los entes físicos tengan una existencia independiente de quienes los perciben y conocen.
La centralidad de ese debate tuvo en el siglo XX grandes exponentes en la filosofía y en las letras, ejemplificados respectivamente por el inglés Michael Dummett y el argentino Jorge Luis Borges.
Dummett, muerto hace dos años, muestra en su ensayo Realismo (1963) que la discusión entre la escuela realista y todas las demás escuelas (englobadas en lo que él denominó «anti-realistas») es primordial, y además, que podría reducirse a definir el concepto de «verdad».
Por su lado, una parte notable de la obra de Borges gira en torno de la medida en que el universo puede ser entendido como un inmenso pensamiento. Verbigracia, su cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (1940) describe un planeta cuyos habitantes son idealistas cabales, cuyo lenguaje ni siquiera tiene sustantivos, ya que éstos designan seres con existencia propia. Para aquella extraña gente, cada ser del universo es parte de una divinidad indivisible.
Lo cierto es que pocos asuntos han motivado tanto la mente humana, como la necesidad de determinar los límites entre nuestra percepción y lo que la trasciende. En buena medida, la rivalidad entre realismo e idealismo se plasmó en el quiebre entre la filosofía moderna y sus predecesoras.
La importancia del tema ha provocado una busca de linajes para ese debate. Para datar sus raíces, suele recurrirse a los comienzos del Siglo de las Luces, habitualmente al período en el que George Berkeley formulaba el argumento de esse est percipi aut percipere.
A fines de ese siglo, Emanuel Kant elevó el problema a su momento climácico, y se acercó bastante a resolverlo. Kant, para diseñar su idealismo trascendental, descartó dos idealismos incorrectos que lo precedieron. Uno: el que postula que la existencia de las cosas del espacio, fuera de nosotros, es dudosa (el cartesiano, al que Kant denominara idealismo «problemático»); y otro, más rechazado aún, que considera que la existencia de dichas cosas es falsa (el «idealismo dogmático» de Berkeley).
Kant viene a superar ambos idealismos en Analítica de los Principios (la segunda parte de la Analítica trascendental en de la Crítica de la Razón Pura, 1781).
Rastrear el linaje de la disputa a épocas más tempranas no resulta convincente. Por ejemplo, no cabe ubicarlo medio siglo antes de Berkeley, en el sistema de Leibniz, porque en éste no hay una toma de posición con respecto al debate.
Menos apropiado aún es retrotraer la cuestión a veinte siglos antes y ubicarla en Platón, puesto que, pese a su lenguaje equívoco, el griego no puede ser encuadrado como idealista.
Otra dirección para el rastreo fue inspirada en Arthur Schopenhauer y su legitimación del budismo y las religiones orientales como si fueran parte de la lid filosófica.
Así, Fritjof Capra sostiene que la dicotomía realismo/idealismo tiene raíces milenarias en las Vedas hindúes. Sin embargo, incluso si se estirara de ese modo la cronología, no recogeríamos en la antigua India una contraposición como la mencionada, sino solamente la presencia de ciertos conceptos de tono idealista en los textos poéticos o litúrgicos de referencia.
Hay otro texto clásico y antiquísimo, empero, más apropiado para ofrecer un arquetipo realismo/idealismo. En efecto, no se ha prestado la suficiente atención al hecho de que el paradigma aparece nada menos que en el libro del Génesis, un pilar de la cultura Occidental. A los efectos de señalarlo, cabe un introito acerca de los dos primeros capítulos bíblicos en general.
Los dos Adanes
En los dos primeros capítulos de la Biblia se reseña la creación del ser humano, y saltan a la vista las diferencias entre ellos. En otras palabras, el Génesis 1 (26-31) y el Génesis 2 (4, 7-8, 15-22) narran historias muy distintas del nacimiento de la especie.
Por lo menos una docena de divergencias resultan de comparar los textos. Enumeremos algunas de ellas:
En el primer capítulo se menciona un plan previo («Hagamos al hombre») mientras que en el segundo no.
El molde del primer capítulo es «a imagen y semejanza», y el del segundo «polvo de la tierra».
En el primer capítulo hay simultaneidad en la creación de «varón y hembra»; en el segundo el hombre es creado solo, y posteriormente la mujer.
El primer capítulo prescribe «sojuzgar y dominar» la Tierra; el segundo requiere «preservar y cultivar».
En suma, el Adán del primer capítulo es un hombre planificado, social, exitoso, poseedor y dominante, y el del segundo es un ser espontáneo, humilde, solitario, protector y con un dilema moral.
Establecidas las diferencias, cabe agregar que en general las contradicciones internas de la Biblia fueron interpretadas básicamente de dos modos:
el de la Crítica Bíblica, desarrollada eminentemente durante el siglo XIX, que deduce de dichas diferencias fuentes disímiles y variadas, y
el método de la Exégesis que deduce, de las diferencias, enseñanzas morales o filosóficas.
Para aplicar ambos métodos al contraste entre Adán 1 y Adán 2, digamos, en primer lugar, que Jean Astruc, se transformó hacia 1753 en un precursor de la Crítica Bíblica, al plantear que las mentadas diferencias evidenciaban una multiplicidad de autorías del Pentateuco.
Del lado de la Exégesis, señalemos que los grandes maestros talmúdicos eran conscientes del contraste. Por ejemplo el Rabí Abáhu se detiene en la cuestión en el tratado de Bendiciones 61ª, y los rabíes Leví y Asi debaten si hubo una o dos creaciones del hombre, en el tratado de Actas Nupciales 8a.
También aluden al tema los grandes pensadores judeoespañoles del Medioevo, como Najmánides y Yehuda Haleví.
En términos generales, la Exégesis considera que la contradicción entre Adán 1 y Adán 2 conlleva un mensaje acerca de la dualidad humana. En ella se basa un ensayo del rabinoJoseph Dov Soloveitchik, que constituye un tratado acerca de la naturaleza del hombre.
Soloveitchik (1903-1993) es considerado el portavoz de la síntesis entre la erudición tradicional judaica y la sabiduría académica Occidental. Su doctorado fue acerca de la epistemología de Hermann Cohen (1932).
Uno de sus textos más conocidos es La soledad del hombre de fe (1965), está enteramente dedicado a desmenuzar el contraste entre Adán 1 («el hombre majestuoso») y Adán 2 («el hombre comprometido»).
Las escasas diferencias que analiza Soloveichik son: social/individual, dominador/sumiso, pragmático/dogmático, tecnológico/espiritual.
A los efectos de nuestro artículo, hay una diferencia fundamental entre Adán 1 y Adán 2, que no es mencionada.
El primero es creado después de los reinos vegetal y animal, cuando se ha constatado de que todo «estaba bien», y es una especie de coronación de la creación (Génesis 1:25-27).
El segundo, por su parte, es creado antes que «todos los animales del campo y a todas las aves del cielo» (Génesis 2:18-19), a tal punto que éstos reciben sus nombres según las formas en las que Adán 2 decide llamarlos. Adán 1 domina; Adán 2 nomina.
Es decir que en el primer capítulo prevalece la realidad física en cuyo contexto hace aparición la figura humana, y en el segundo capítulo, a partir del hombre y de su percepción, van moldeándose el resto de los seres, que son definidos a partir del lenguaje humano. Es notable que una de las primeras acciones del hombre, en el caso de Adán 2, consista en aplicar el lenguaje para generar su realidad.
Teniendo en cuenta que el texto analizado es uno de los máximos de la civilización, puede bien servir de prototipo para la máxima de las discusiones de la filosofía.
Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2013/n131p05.htm
El Catoblepas, número 131, enero 2013
4 de enero de 2013