ONFRAY AJUSTA CUENTAS CON SU PASADO
Michel Onfray es un filósofo francés progre educado a la manera ortodoxa de educar filósofos franceses progres. Él mismo lo explica mejor que nadie: “En mi revoltijo de libros del primer curso del Liceo, allá por 1973, algunos realmente malos, hubo tres flechazos filosóficos: El Anticristo de Nietzsche, El Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Tres ensayos sobre teoría sexual de Freud”.
De ese modo, como buen filósofo francés progre, se había pertrechado, en medio del despuntar de su adolescencia, de una arsenal suficiente para “saltar en pedazos la moral católica, socavar la maquinaria capitalista y volatilizar el complejo sexual judeocristiano”. El cristianismo ya no era una fatalidad, el capitalismo no era un destino inevitable y el sexo podía contemplarse desde la perspectiva anatómica de un científico desposeído de complejos morales. El niño que había “sentido en la nuca el aliento de la bestia cristiana”, el hijo mísero de padre obrero y madre doméstica, condenado a confesar al cura párroco el pecado de su incipiente vida sexual, descubrió en Nietzsche, Marx y Freud a tres amigos de farra.
Como todo filósofo francés progre que se precie, no tardó en hacer apostolado. Ganada su plaza de maestro, trató de compartir con sus alumnos las ventajas intelectuales de la iluminación. Descubrió en el laboratorio del aula que Freud “lavaba con agua lustral años de mugre mental”. Sus páginas abolían el eros nocturno en el que aquellos adolescentes se ahogaban.
Así fue como varias generaciones disfrutaron de la fiesta de la postmodernidad, arrojados a la lectura belicosa de los tres pilares del nuevo mundo. De ellos, el freudiano resultó especialmente atractivo. Porque Freud (se creían) no era un filósofo, sino un científico; no especulaba con la naturaleza humana, la diseccionaba.
Por entonces parecía que se podía leer a Marx sin ser marxista y a Spinoza sin ser espinosista (…) pero la lectura de Freud no permitía la alternativa de ser o no ser freudiano. El psicoanálisis parecía una certeza universal definitiva. No se presentaba como la hipótesis de un hombre, ni siquiera como la ficción de un filósofo, sino como una verdad de orden general, al modo del heliocentrismo.
¿Cómo podrían ya abordarse cuestiones como la Conciencia, la Razón, la Naturaleza, la Historia y otros conceptos con mayúscula sin acudir a Freud? El psicoanálisis debía ser materia troncal en la educación universitaria: “Nada permitía dudar de su validez científica”.
Un día, sin embargo, Michael Onfray miró a sus alumnos, echó la vista atrás para buscarse a sí mismo y dio con un puñado de intelectos moldeados por las consignas de un filósofo esotérico misógino y racista, un teórico de la economía social cuyas ideas impracticables terminaron llevando a la práctica los regímenes políticos más sanguinarios de la historia y un científico de la psique que no conoció jamás ciencia alguna. Nietzsche, Marx, Freud. Entonces fue que se produjo el desencanto.
Freud. El crepúsculo de un ídolo es la minuciosa crónica de ese desencanto, centrada en la caída estrepitosa de la figura de Sigmund Freud del altar de la intelectualidad. Onfray, freudiano militante antaño, se revuelve contra todo lo aprendido al descubrir las estremecedoras trazas de fraude intelectual que rezuma el psicoanálisis, y que durante décadas sus seguidores se han apañado para ocultar. Con la agria virulencia del converso, destroza uno a uno los postulados freudianos en uno de los libros más polémicos de la década en Francia. Y lo hace mordiendo donde más duele, en los pilares mismos del constructo llamado psicoanálisis. A saber: el psicoanálisis no es una ciencia, es un espejismo filosófico. A pesar de que Freud pasó media vida renegando de la filosofía y tratando de impostar en sus escritos el nacimiento de una nueva ciencia objetiva, Onfray demuestra que su hipótesis del inconsciente no es más que “una inmersión histórica decimonónica y una respuesta a numerosas lecturas jamás citadas por él, fundamentalmente filosóficas. Sobre todo de Schopenhauer y de Nietzsche”.
Al derribar la categoría científica del psicoanálisis, Onfray da también el rejonazo a su utilidad terapéutica. “Sólo funcionó realmente una vez, y fue cuando Freud se lo aplicó a sí mismo”. Porque todo el edificio empírico del psicoanálisis (el autoanálisis) se reduce a un obsesivo proyecto de Herr Sigmund para justificar su propia biografía, ahuyentar los fantasmas de su castrante padre, de la relación edípica con su madre, de la oscura atracción que sentía por su hija.
Onfray expone las numerosas explicaciones posibles a los diferentes accidentes de la psicopatología de la vida cotidiana sin necesidad de acudir a la freudiana tesis de la represión libidinal y, mucho menos, edípica. El conocimiento adquirido por la ciencia moderna de los factores desencadenantes de la patología es tan apabullante, que relega la sacrosanta represión a la cualidad de anécdota.
En algunos pasajes, Onfray hinca sin concesiones el colmillo:
El psicoanálisis es una disciplina que pertenece al ámbito de la psicología literaria, procede de la autobiografía de su inventor y funciona a las mil maravillas para comprenderlo a él, solo a él.
Reducida a categoría de pensamiento mágico, a la ciencia psicoanalítica sólo le queda el consuelo de ser entendida como antifilosofía, “una fórmula filosófica de negación de la propia filosofía”.
El lector de estas páginas habrá de saber separar, en más de una ocasión, el grano de la paja. Porque, a pesar de su brillante prosa y su retórica convincente, Onfray no puede evitar que se le escape en más de una ocasión la bilis emocionada del despechado. Los sombríos pasajes sobre la vida personal de Freud parecen el retrato envilecido de un amante abandonado, tanto más cuanto carecen del sustento documental que apetecería leer. Salvado ese defecto, y contemplado el libro con la perspectiva con la que debe estudiarse el relato de una víctima en un juicio, Freud. El crepúsculo de un ídolo termina siendo un festín para quienes quieran contemplar un castillo de naipes recién derrumbado. El propio Onfray lo resume con agudeza de esgrimista. Rememorando al Nietzsche de El Anticristo, del que Freud tanto abominara (“En el fondo hubo un solo cristiano, y murió en la cruz”), se atreve a sentenciar:
En el fondo hubo un solo freudiano, y murió en una cama de Londres el 23 de septiembre de 1939.
MICHEL ONFRAY: FREUD. EL CREPÚSCULO DE UN ÍDOLO.
Taurus (Madrid),
2011,
504 páginas.
twitter.com/joralcalde
Fuente: http://libros.libertaddigital.com/freud-se-acabo-la-fiesta-1276239921.html
5 de marzo de 2012
A propósito de este autor ya comentado con anterioridad vale la pena refrescar: https://www.filosofia.mx/index.php?/perse/archivos/un_ensayo_fulmina_la_figura_de_freud
con comentarios y todo.
Cordial saludo.