Ni siquiera filósofos como Fichte y Hegel, que anhelaban contar con un Estado que expresara el Geist o espíritu de la nación, dejaban de dudar de que eso pudiera llevarse a la práctica.
El desmoronamiento del muro de Berlín y la desintegración del comunismo en Rusia y Europa Oriental abrieron la puerta a un nuevo modelo político y a nuevas redes de interacción internacional. Las antiguas etiquetas fueron sustituidas por otras nuevas, entre ellas, “choque de civilizaciones”, “fin de la historia” o “anarquía venidera”.
Con frecuencia, las filosofías posideológicas y el optimismo posnacionalista, que cuestionaron la existencia futura de los Estados-nación y dotaron de estructuras a la sociedad civil global, vinieron acompañados de sangrientas guerras civiles y de purificaciones étnicas y genocidios, como en el caso de la antigua Yugoslavia y de Ruanda.
En otro orden de cosas, el fin de la guerra fría y la revitalización de las religiones alumbraron nuevas estrategias violentas en el mundo. El terrorismo posterior a los atentados registrados el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos se reveló como una nueva forma de violencia que contrasta con la emanada de las ideologías estatalistas clásicas. La modernidad globalizada dio lugar a estructuras terroristas híbridas. Para muchos analistas, el mundo posterior al 11 de septiembre supuso el retorno del realismo propio del “poder duro” al ámbito de la seguridad internacional. Desde este punto de vista, las relaciones que tienen que ver con la seguridad entraron a formar parte de una estrategiacultural más amplia, es decir, de la suerte de la propia democracia contemporánea. En ese sentido, el vínculo entre cultura y política internacional se convirtió en un elemento fundamental para el equilibrio de la seguridad mundial y la consecución de la paz. Por último, hay que apuntar algo no menos importante: el incremento de las relaciones interculturales horizontales y la erosión de un paradigma “estadocéntrico” en apuros, que convive con una amorfa y cambiante constelación de identidades culturales e intereses económicos, han creado una crisis de liderazgo político en el nuevo orden mundial. Sin embargo, merece la pena señalar que, en el mundo actual, la política, ya sea la “liberal” o la “autocrática”, no es más “centrocrática” (regida desde el centro). En contra de las impresiones imperantes, la política no suele ser algo sólido como una roca. Como acostumbraba a decir Collingwood: “La vida política es la de la educación política”, y la educación política de los ciudadanos es un entorno cambiante que tiene que afrontar desafíos imprevistos, dentro y fuera de la sociedad. Por otra parte, la gobernanza estatal, al contrario que el “monstruo frío” del que hablaba Friedrich Nietzsche, ya no puede funcionar en el marco de una cultura nacional hegemónica. Como sabemos, al final de la guerra fría no sólo se asistió a la aparición de la política global, sino al derrumbamiento del Estado como sistema político enormemente complejo que actúa dentro de un territorio que se proclama cerrado.
Con todo, las demarcaciones estatales siguen teniendo importancia cuando se crean ejércitos que las rebasan, pero, desde la perspectiva de la política global, el Estado ya no es un actor político unitario. Instituciones no estatales como las multinacionales, los partidos, los organismos militares y paramilitares, las ONG, los individuos y una amplia gama de grupos que se extienden por todo el planeta, son actores políticos y sociológicos del cambio. Pese a todas las apariencias, en nuestro mundo las élites estatales ya no son los únicos actores políticos. Puede que las demarcaciones políticas no hayan cambiado mucho, pero, en sí mismo, el valor del territorio sí ha disminuido.
En muchos aspectos, la experiencia de la Unión Europea es representativa de esa clase de evolución, que la concepción tradicional del Estado heredero de Westfalia no parece captar. La idea de que el Estado tiene que ser la manifestación organizativa de una nación compuesta por un conjunto de personas que sienten la necesidad de permanecer unidas ha dado origen a innumerables confusiones. A pesar de que durante más de 200 años el modelo imperante en nuestro pensamiento político haya sido el de la Revolución Francesa, los pilares de la civilización europea no han sido los Estados-nación, sino distintas culturas. Ni siquiera filósofos como Fichte y Hegel, que anhelaban contar con un Estado que expresara el Geist o espíritu de la nación, dejaban de dudar de que eso pudiera llevarse a la práctica.
A decir verdad, el sentimiento nacionalista siempre ha bloqueado con su irracionalidad el racional funcionamiento del Estado. Siempre se ha negado a relativizar su propio entorno vital frente a otros, ya que, amparándose en la identidad regional, no ha dejado de excluir a los demás. Las identidades particularistas nunca han sido tradiciones inocentes e, históricamente, sus iniciativas universalistas siempre se han basado en la exclusión de la otredad. Con todo, como pone de manifiesto el destino político y cultural de Europa, el universalismo interesado del principio nacionalista se ha convertido en un peligro para las propias identidades culturales. Parece claro que, en una Europa posnacional, la mejor manera de conservar la integridad regional decada una de las identidades europeas es un contexto multicultural diverso.
En términos pragmáticos, el principio nacionalista no puede responder a las aspiraciones particularistas de las diferentes culturas. Dicho de otro modo, las actitudes nacionalistas son demasiado débiles como para resolver las perturbaciones y conflictos que ellas mismas ocasionan sin destruir los cimientos de la democracia europea. En consecuencia, parece que, dada la condición intercultural de Europa, la propia idea de “Europa” como enclave cultural encerrado en sí mismo es algo obsoleto. Las culturas y tradiciones religiosas que en el viejo continente se superponen podrían integrar el islam en el juego de la diversidad europea.
Como señaló Ortega y Gasset en una frase admirable, necesitamos “de la historia íntegra para ver si logramos escapar de ella, no recaer en ella”. A Ortega y Gasset le preocupaba, con razón, cómo podemos asumir conscientemente la responsabilidad de la historia.
Hoy en día, la diversidad, no la similitud, se ha convertido en un elemento fundamental de la construcción cultural y política de Europa. Sin embargo, para la política de la diversidad lo importante no es sólo de “qué” tradiciones hablamos, también de “cómo” lo hacemos. En Europa, el hecho de encomiar una cultura de diálogo y de diversidad no convierte en obsoletas las identidades nacional y religiosa, sino que, más bien, expresa la aspiración a conservar su integridad regional y cultural en un contexto multicultural definido por la política de la diversidad.
En términos pragmáticos, las aspiraciones nacionales y religiosas de las diferentes culturas y credos no pueden abordarse desde un universalismo interesado y basado en principios radicales de índole nacionalista y religioso. En sí misma, la idea de una Europa convertida en una fortaleza cultural y política hecha de culturas homogéneas y encerradas en sí mismas resulta anacrónica. En general, allí donde se han producido auténticos progresos morales a lo largo de la historia europea ha sido gracias a la voluntad de salvar y de superponer fronteras culturales. Históricamente, si volvemos la vista atrás, veremos que la mayoría de las naciones europeas se constituyeron frente a tendencias homogeneizadoras más o menos acusadas.
En consecuencia, asimilar la construcción de Europa a la de una cultura homogénea y arrogante es caer en una paradoja. Para que el proceso de integración europea sobreviva, tendrá que ser pacífico e intercultural. No habrá Europa donde haya arrogancia, coacción y hegemonía, porque Europa será hermosa mientras no sea ideológica. Por lo tanto, allí donde se aprecie la diversidad europea, habrá que organizar la solidaridad. Europa podrá ser fuerte por su solidaridad política y económica, pero desde luego no podrá ser democrática, generosa e influyente sin su diversidad cultural y religiosa. Y la diversidad europea sólo podrá defenderse esgrimiendo los valores compartidos del continente.
Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
Fuente: http://www.elpais.com/articulo/opinion/Europa/bella/elpepiopi/20091106elpepiopi_4/Tes
SPAIN. 6 de noviembre de 2009