Es cosa rara, en los tiempos que corren, el oír hablar de felicidad; parece hasta de mal gusto hacerlo. Elusiva, efímera alegría, qué cara eres de ver, últimamente. Sin embargo, quizá sería especialmente necesario abordar hoy ese resbaladizo concepto; precisamente ahora, digo, en esta era que nos ha tocado vivir, en que hablar de felicidad es como si fuese cosa de antaño. Sobre esto va el título de lo que hoy les escribo, porque eudaimonía es el término que acuñó Aristóteles hace más de 2.000 años para explicarle a su hijo Nicómaco en qué consiste la plenitud del ser, como también es el que utiliza, en la actualidad, Matthieu Ricard para explicar su concepto de felicidad. Y es importante que sea este último quien lo haga, porque Ricard es el hombre más feliz de la tierra. O eso dicen de su cerebro los aparatos de resonancia magnética del laboratorio de neurociencia afectiva de la Universidad de Wisconsin
Matthieu Ricard solía ser investigador en energía molecular en el Instituto Pasteur de París. Hoy es monje budista y vive en el Tibet. De vez en cuando, acude a los foros de la civilización occidental a hablarnos sobre un concepto acerca del que, dice, nadie ha podido ponerse de acuerdo: ¿es la felicidad el placer de sentirse joven y sano? ¿es la frescura del momento presente? ¿es la pasión, que tan cerca está del dolor? ¿es conseguir todo lo que uno desea en la vida: dinero, éxito, amor?
Y, entre ese sinfín de preguntas sin respuesta, lo que la felicidad significa persiste como algo indeterminado: una pregunta abierta a la que ningún filósofo ha podido responder. Increíble, dice Ricard, cuando es, ciertamente, de las cuestiones más importantes suscitadas por el ser humano. Pues nos abalanzamos —en masa e individualmente— a buscar la felicidad como cese del sufrimiento, sin saber muy bien lo que, en realidad, perseguimos. Y, paradójicamente, somos tan lerdos que, en la búsqueda de lo que anhelamos, le damos la espalda a la felicidad una y otra vez. Pues ¿por qué, si huimos del sufrimiento, nos precipitamos tantas veces hacia él? Parece claro que tenerlo todo es conducente a la destrucción de la felicidad, pues la pasión desaparece, el dinero se esfuma, la fama es feble y traidora, la juventud y la salud no son para siempre, y —en suma— la felicidad que buscamos es efímera, porque normalmente la hacemos depender del contexto, de la realidad exterior, de los objetos que perseguimos fútilmente.
Por el contrario, la auténtica felicidad, el bienestar puro —explica nuestro científico convertido en monje— es un estado del ser, profundo y permanente, que tinta todos nuestros estados de ánimo, incluso la aflicción. Un estado que determina la calidad de cada uno de nuestros días, y la forma en la que nuestra mente funciona. Reside en nuestra libertad y serenidad interiores, en nuestra fuerza para superar los obstáculos y los malos momentos. Ese estado de serenidad y plenitud se opone a la avaricia y a la obsesión con lo material, y se contrapone con el odio, los celos y la arrogancia, desafiándolos y neutralizándolos por medio de la empatía, la benevolencia y la generosidad.
Sí, al parecer la cuestión se resume de este modo: la experiencia que se traduce como felicidad viene de nuestro interior y no depende de las condiciones externas, sino de las internas, que son permanentes. La felicidad, concebida de esta manera, es una suerte de sistema inmunológico cognitivo, un antídoto contra el miedo y el odio que —como el propio placer— son efímeros, y baste analizarlos con mirada clara y serena para que desaparezcan, como la niebla que se diluye con la luz.
Así, retomando el concepto de Aristóteles desde un prisma científico, Matthieu Ricard —el hombre más feliz del mundo, dicen las máquinas— habla de la ´plasticidad cerebral´: de la posibilidad, por nuestra parte, de crear hábitos de felicidad educables que aborden el dolor y el sufrimiento como elementos consustanciales a la naturaleza humana; elementos que son, por otro lado, inevitables, sino dolorosamente necesarios. Nunca más que antes, en estos difíciles momentos en los que se ha demostrado lo absurdo y lo estéril que resulta basar la felicidad en las cosas materiales, no hace falta que nos volvamos lamas tibetanos, ni científicos, para ser felices: sólo es necesario que nos apliquemos para crear nuestro propio sistema inmunológico cognitivo; un sistema que sustente nuestro bienestar y plenitud personales en los valores intrínsecos que palpitan dentro de todos nosotros. Eso —decían los sabios de ayer y dicen, también, los de ahora— nos convertirá en individuos libres, serenos, tolerantes y, por ende, más dichosos.
Fuente: www.laopiniondemurcia.es/opinion/2012/02/26/eudaimonia-o-busqueda-felicidad/388008.html
ESPAÑA. 25 de febrero de 2012
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me encantó esta página , felicidades por su trabajo .