Ensayo que analiza el fenómeno de la culpa y su impacto en la ética. En esta primera parte examinamos la ontogénesis y la filogénesis de la culpabilidad
«¿Quién escucha disculpas cuando puede oír acciones?»
G. A. Lichtenberg, Aforismos
Ontogénesis y filogénesis de la culpabilidad
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Ontogénesis de la culpabilidad. La culpa y la presencia del otro
La culpa puede concebirse, primariamente, como un sentimiento, causado a raíz de la trasgresión de un principio o norma, en los cuales el trasgresor cree, y que es experimentado de manera angustiosa. La culpa es, asimismo, generadora de una mala conciencia, que sitúa al hombre bajo el peso de una penosa vivencia interior{1}. Afección interiorizada, la estructura de la culpa, para su plena constitución, precisa, entonces, de la presencia de un otro.
Aquel que se siente culpable sólo experimenta auténticamente dicho estado por otro y ante otro, porque un sujeto no se hace o no se siente culpable por sí mismo, sino que se descubre culpable ante los demás. La sola presencia del otro constituye el entramado, el tribunal y la condición que permiten transformar una acción en un delito que debe juzgarse. Es así como la culpa, al abrirse a los demás, revela su fundamento intersubjetivo.
Al afirmar que un sujeto no se siente auténticamente culpable hasta que no ser reconocido públicamente como tal, queremos señalar que sentirse culpable requiere, previamente, el haber reconocido a los otros, forma indirecta de reconocerse en los otros. La experiencia humana, para ser completa, es necesariamente intersubjetiva. Yo soy un ente incompleto sin la existencia de los otros: son los demás los que hacen de mi alguien o… algo. ¿De qué naturaleza es esa relación? Sin duda, regida por la tensión contradictoria de la afirmación y por el conflicto existencial de la subjetivización y la objetivización.
Para ser, el individuo humano huye continuamente de la amenaza de la cosificación, y esa amenaza no viene sino del otro. Necesitado de la presencia del otro, éste se muestra, por lo general, beligerante y amenazador, conformándose tanto en entidad reconocedora como en conciencia social acusatoria. La obra de de Hegel y Sartre, entre otros filósofos, ha incidido en gran manera en este análisis. El autor de la Fenomenología del Espíritu dejó escritas páginas tan memorables al respecto como las dedicadas a la «dialéctica amo/esclavo». «El infierno, son los otros», sentenciará, por su parte, el autor de El ser y la nada.
La presencia de la conciencia social acusatoria es decisiva para la comprensión del fenómeno de la culpabilidad. El que se siente culpable, lo hace ante los demás, ya que son éstos quienes le hacen culpable. La realidad, así como el poder en ellos reconocidos, sirven de espejo donde quedar reflejado el rostro culpable (y el rastro del delito). Lo cual indica, finalmente, que no es uno mismo el causante de la culpa sino que es el otro (o lo otro), con su ofrecimiento, el que sanciona. Esta circunstancia da paso a un segundo momento en el acto de acusar, convirtiendo la incriminación inicial –la acusación como alteración– en acusación como subjetivización. La culpabilidad es vivida, entonces, como inculpación interiorizada. De la acusación pasamos a la autoacusación. De la inculpación, a la culpabilización.
Verdaderamente, la presunta inocencia de nuestros actos resulta, simplemente, mancillada al pasar por los ojos escrutadores y acusadores de los demás. La importancia del simbolismo de la mirada, como poder maléfico y destructor, cumple, no por casualidad, un papel relevante en buena parte de los mitos y supersticiones presentes en las más diversas culturas. Lo observamos, por ejemplo, en la figura ancestral del «mal de ojo» y en la leyenda del Basilisco, animal fantástico a quién se le reconocía la fuerza de exterminar todo aquello que caía bajo el campo de sus mortíferos ojos.{2}
La influencia de la mirada en la historia de la culpabilidad es constante, y muy reveladora actuando como potencia acusadora. Jean Lacroix ha dicho al respecto:
«El tiempo indefinido y detenido se identifica con la mirada; esta clase de mirada que fija y paraliza. El hombre de mirada de esta especie es aquel que se mira, se siente mirado y sufre ante el espectáculo que le resulta ocioso. Esta mirada es sentida, en realidad, como un juicio definitivo, extático: el juicio de Dios, de la historia o cualquier otro. El ojo y la mirada […] han sido utilizados siempre como símbolos o expresiones de la presencia de remordimientos. Después de su crimen, y hasta su muerte, Caín no vive sino en remordimientos, es decir, bajo la mirada de un Dios que es juez, aquella especie de mirada que transforma al sujeto en objeto, que hace al hombre una cosa.»{3}
No resulta casual que la vieja iconografía bíblica (también la popular) represente a Dios por medio de la imagen de un gran ojo, un ojo ante el que nada ni nadie se sustrae. La metáfora mereció este comentario de Friedrich Nietzsche, que hizo decir a una irreverente niña, advertida de la persistente vigilancia divina: «Pues, me parece una indecencia» (La gaya ciencia).
Soren Kierkegaard advirtió la simbología de la mirada al referirse a la raíz contradictoria –simpatética y antipatética– que mantenían tanto la culpa como la angustia: «La culpa tiene sobre los ojos del espíritu el poder que se dice ejerce la mirada de la serpiente: fascina.»{4}
Sin embargo, no es precisamente fascinación lo que advierte Jean-Jacques Rousseau en la mirada de los demás. Como es bien sabido, para el ciudadano de Ginebra, la formación de la sociedad significó la caída del hombre, su Pecado Original. Por culpa de la mirada aparecieron los grandes males de la humanidad: trabajo, propiedad, desigualdad. La separación del hombre de la naturaleza promovió su progresiva decadencia, al conllevar el fin de la unidad natural, y tras ello, el inicio de la individuación y la diferenciación entre los hombres, primer presupuesto de la desigualdad, que más tarde comportará caracteres económicos. Pues bien, todo comenzó con una mirada:
«Cada cual comenzó a mirar a los demás y a querer que a su vez lo mirasen […], y ese fue el primer paso hacia la desigualdad, y al mismo tiempo hacia el vicio: De estas mismas preferencias nacieron por un lado la vanidad y el menosprecio, y por el otro la vergüenza y la envidia, y la fermentación originada por estas nuevas levaduras produjo a la postre unos compuestos funestos para la felicidad y la inocencia.»{5}
La génesis de la culpabilidad hace comprensible una nueva dimensión que le es característica: la dimensión alienadora que comporta en el individuo su vivencia. Por efecto de la culpa, el ser y el hacer del hombre pierden su sentido propio, perdiéndose y extrañándose en el otro. La espontaneidad del propio acto en la convivencia social ya no es posible. La sociedad exige a cada uno de sus miembros que su acción esté guiada, no por lo que uno quiera hacer, sino por lo que se espera que deba hacer.
Castilla del Pino sitúa en este punto el origen de la culpa:
«Mediante la culpa el hombre toma conciencia de que no sólo está con los otros, los que le muestran ser culpable, sino que ha de estar con esos otros haciendo-lo-que-debe. El origen de la culpa es, por tanto, social. Aunque la experiencia sea personal, el carácter sociogénico de la misma es evidente […] Existe la culpa como fenómeno general para que el sentimiento de la misma impida de antemano la retracción de la persona a una instancia egotista.»{6}
Según esto, la culpabilidad supone un hecho inevitable en el proceso de socialización, patentizado por Freud al considerarla el «problema más importante de la evolución cultural, señalando que el precio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de felicidad por aumento del sentimiento de culpabilidad.»{7}
Salta aquí a la vista una notoria paradoja. La cultura, por una parte, es la vía para superar los estadios de salvajismo y barbarie, así como el requisito necesario para la instalación del hombre en la civilización. Pero, al mismo tiempo, representa la fuente generadora de la renuncia a la propia naturaleza, los propios instintos y, en consecuencia, a su represión. La sociabilidad que exige la cultura avanza al precio de la individualidad. El hombre, junto a los demás, el hombre en grupo, se convierte así en un ser que pierde potencia personal, en favor del poder comunal.
La aparición del otro, como símbolo agrupador de lo social (lo que no soy, lo que está ante mí), perfila la figura del Gran Observador, que regulará la conducta a partir de sus instrumentos, la Moral y el Derecho, principios inhibidores, por excelencia, de la acción natural y espontánea. Es así que Freud identifica la sublimación de instintos como el elemento cultural más sobresaliente, fundamento tanto de la conciencia moral como del sentimiento de culpabilidad. El hecho brota de «la condena de actos que hemos llevado a cabo bajo la influencia de determinados deseos»{8}, lo que le hace ser «fatalmente inevitable».
Y no sólo eso: la cultura retroalimenta permanentemente la llama de la conciencia culpable al estimular su incubación interior con el fin de unificar y amalgamar el contacto social y su futuro.
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Filogénesis de la culpabilidad
La génesis de la culpabilidad como apertura al otro tiene una componente ontogénica y otra filogénica. La primera acaba de mostrarse. Queda considerar la filogénesis del problema, es decir, las distintas modalidades doctrinales e históricas del asunto. En breve, el movimiento de la culpabilidad tuvo el siguiente recorrido: de una primera tendencia a echar fuera de sí la vivencia del delito en una instancia exterior, se pasó, posteriormente, a un proceso inverso de internalización del sentimiento, asunción que subraya ya genuinamente el fenómeno de la culpa.
El libro de Freud Totem y tabú no es sólo un soberbio ensayo de antropología cultural. Representa, al mismo tiempo, una obra capital en la comprensión de la emergencia de la conciencia acusatoria y la naturaleza de la prohibición desde los pueblos primitivos, antecedentes indiscutibles de la culpabilidad. Según podemos leer en el ensayo, el totemismo constituye la forma más antigua de religión en la historia humana, en la que los conceptos de infracción y culpa aparecen como los elementos originarios más característicos.
El totemismo concibió dos grandes tabúes, la muerte del Padre y el incesto. La trasgresión de la regla comportaba graves sufrimientos e, incluso, la muerte del infractor. La peculiar interpretación freudiana del tema descubre en este comportamiento un claro componente ambivalente de amor y odio (típico también en los procesos neuróticos), por el que sólo concibiendo esos actos como una fuerza pulsional, con el deseo reprimido que ahí subyace, puede comprenderse la esencia de la prohibición de los mismos, así como la renuncia que lleva consigo. Sólo se prohíbe aquello que internamente es anhelado conseguir, y es el descubrimiento de ese deseo, de esa voluntad palpitante, la causa del característico estado de malestar.
En ese proceso, hay un aspecto que conviene resaltar para nuestro propósito, a saber, el fenómeno de proyección hacia un otro que Freud advierte como típico en esta etapa:
«esta hostilidad penosamente sentida en lo inconsciente como satisfacción producida por la muerte del ser amado, alcanza en el primitivo un destino diferente, pues queda exteriorizada y atribuida al muerto mismo. Este proceso de defensa, muy frecuente tanto en la vida psíquica normal como en la patológica, es el que conocemos con el nombre de proyección […]. De este modo, vemos que los supervivientes no se libran de una opresión interior sino cambiándola por una coerción de origen externo.»{9}
Freud explica esta conducta en términos de autodefensa. Para el hombre primitivo resulta insoportable contemplarse como autor de las citadas acciones criminales, o simplemente ser el depositario de tal deseo. En un principio, la preocupación consiste en sacar de uno mismo la angustia atormentadora, para transferirla a otro. He aquí el origen del totemismo: la sustitución de la imagen del Padre por un sagrado animal, al que rendir culto con el fin aplacar la ira y la venganza paternas. La presencia amenazante del Padre recordaba constantemente el delito cometido, y transmitía a la descendencia tal sentimiento, transmitiendo, de este modo, la acusación de generación en generación.
Sobre este punto, León Grinberg afirma lo siguiente en el libro Culpa y depresión:
«Para Reik, uno de los más viejos conceptos de la humanidad establecía que el crimen no era un asunto individual: la carga de la culpa debía ser soportada por toda la comunidad, aunque uno solo de sus integrantes lo hubiera cometido. El castigo recaía sobre todos. La desgracia que afligía a un pueblo era interpretada como resultado de un juicio adverso de los dioses y se infería entonces que un crimen o pecado había sido cometido, consultándose al oráculo. La comunidad asumía, pues, la responsabilidad del crimen y compartía la culpa. Sólo más tarde fue transferida al individuo con un rito solemne de purificación.»{10}
Las religiones posteriores al totemismo recogieron esta perspectiva hereditaria de la culpa, que la hace pervivir, a pesar de los tiempos, en los hombres, haciendo reproducir el movimiento hacia atrás que revela el pasado culpable de las criaturas. Si el totemismo contiene la versión de la culpa según la cual el símbolo del Padre adopta la forma de un Animal, en las sucesivas religiones (judaica y cristiana), el Padre será sustituido por Dios. En ningún caso, quedará alterada la significación básica del fenómeno, esto es, la representación del símbolo del Padre primitivo.
León Grinberg describe también{11} el intento, por parte del infractor, de armonizarse y de reconciliarse con el Padre como medio de aplacar su ira y el propio temor.
Consideremos, al respecto, dos tipos paradigmáticos de religión, el judaísmo y el cristianismo, si bien cada uno de ellos plantea de manera distinta la apertura al otro como base del ritual de la culpabilidad. La diferencia entre ambos modelos históricos de religión queda patente en cómo entienden, respectivamente, la relación entre el infractor (el pecador) y Dios.
Para el judaísmo, el mal, producto del Pecado Original, es imborrable y constituye un elemento inseparable del hombre. Para la tradición cristiana, la introducción de la figura de Cristo, como intermediario entre el Padre y las criaturas, permite el advenimiento de la idea de gracia purificadora de toda culpa a través de la propia muerte del Hijo, en cuyo sacrificio asume, con proyección de destino, la falta de la humanidad entera, a la que brinda su vida como expiación colectiva de todos los hombres. Las prácticas de la Eucaristía y la confesión de los pecados perpetúan la posibilidad de purificación.
La religión judía, rechazando la imagen de la divinidad del Hijo, y por tanto el poder catalizador de los pecados –y del Pecado– reconocido en Él, tuvo que retrotraerse a fórmulas más ancestrales del totemismo para encontrar adecuados modelos de expiación y ceremoniales del sacrificio. El episodio bíblico sobre Abraham y la liturgia del Día del Perdón (Yom Kipur) de la Pascua judía, son dos ejemplos que ilustran la ceremonia de expulsión de la culpa, utilizándose, en el primer caso, un ser humano (el hijo de Abraham) y un animal, en el segundo. El animal puede ser indistintamente un gallo o una cabra. De ahí procede precisamente el significado de la expresión «chivo expiatorio» que, apunta Grinberg, «proviene de una antigua costumbre judía de considerar a la cabra como víctima expiatoria en el día del Perdón. Se transferían sobre ella los pecados de todo el pueblo y luego la abandonan para que se perdiera en el desierto»{12}.
Con la renuncia a fijar una instancia intermedia (y mediadora) entre el hombre y Dios, el judaísmo ofrece una práctica religiosa y una vivencia de la culpa muy severas, actitudes ambas regidas por el férreo sometimiento a la Ley y a la palabra de los Profetas. Es, entonces, con el judaísmo, cuando aparece con nitidez la idea de culpa en la conciencia moral. Tanto es así que Kierkegaard no dudó en aseverar: «La angustia del judaísmo es la angustia de la culpa»{13}.
Freud, por su parte, también advirtió este rasgo dominante de la culpabilidad en el judaísmo:
«El pueblo de Israel se consideraba hijo predilecto de Dios, y cuando este gran Padre le hizo sufrir desgracia tras desgracia, de ningún modo llegó a dudar de esa relación privilegiada con Dios ni de su poderío y justicia, sino que creó los profetas, que debían reprocharle su pecaminosidad, e hizo surgir de su sentimiento de culpabilidad los severísimos preceptos de la religión sacerdotal. Es curioso, pero ¡de qué distinta manera se conduce el hombre primitivo! Cuando le ha sucedido una desgracia, no se achaca la culpa a sí mismo, sino al fetiche, que evidentemente no ha cumplido su cometido, y lo muele a golpes en lugar de castigarse a sí mismo.»{14}
Si el sacrificio se observa como la fórmula más expresiva de la experiencia judía de la culpabilidad, la confesión lo será, por su parte, en la práctica del cristianismo. Tanto una como otra son, indudablemente, religiones del pecado y de la culpabilidad, pues están en su esencia y son su núcleo definidor. Sin embargo, el cristianismo se distanció del judaísmo en la consideración del mal y del pecado, al no considerarlos como hechos irreparables. El pecado en manos del cristianismo ofrece una significación diversa y ambivalente. De un lado, es el mal originario la causa de todas las desdichas de la humanidad; del otro, es la condición para que la voz de Dios se hiciese oír, para que la humanidad pudiera instituirse.
En este sentido, puede entenderse que el momento pecado se encontraba en el interior del plan divino. Por eso, llamó San Agustín felix culpa al episodio de Adán y Eva, porque sin el Pecado cometido, Dios no hubiera advenido hombre en la figura de Cristo ni éste hubiese tenido que morir (sacrificado en la cruz) para purgarlo. El pecado en sí mismo crea las condiciones de la purificación, y es ésta la que le da en última instancia su sentido.
Esta dialéctica del pecado es aplicable al Pecado Original, pero igualmente a los pecados particulares, a las faltas morales, aunque tengan distinta naturaleza. El primero, tuvo lugar en un marco de inocencia e ignorancia, como ya vio Kierkegaard. No fue el fruto de una elección entre el Bien y el Mal, sino la confluencia de ambas fuerzas. Los pecados humanos, por el contrario, suponen ya –dan por hecho– la culpabilidad. Aún diríamos más: la culpa no es sólo la condición de los pecados; lo es también de su remisión. Todo pecado supone una ofensa a Dios y a los demás hombres, pero permite el perdón, su «borrado», merced al arrepentimiento.
El arrepentimiento sólo es posible tras la conciencia y el reconocimiento de un ser culpable, inicial y previo a los pecados. Como ya culpable se presenta, entonces, el pecador ante el confesor. Según el rito cristiano, la confesión significa una acto de purificación interior, pero que exige publicidad, un ante alguien con poder reconocido para legitimar el sacramento. El confesor es el-otro-ante-el-cual la falta y la culpabilidad se hacen manifiestas: cumple la función de juez que sentencia el acto y, en su caso, otorga la absolución.
En resumen, al proyectar hacia fuera –otro– el sentimiento de culpa y convertirlo, por medio de la confesión, en una práctica religiosa, la falta no se considera un asunto sólo individual, sino también colectivo. El Pecado Original, origen del sentimiento de culpa fundamental en el cristianismo, simboliza un quebrantamiento universal que compromete a todo hombre por el simple hecho de serlo, por el hecho de ser, de nacer. Aunque la falta la cometiese, individualmente, Adán, su descendencia –es decir, todos los hombres– es copartícipe de su falta, debiendo cargar con ella y responder de la misma generación tras generación.
La culpa es, de este modo, universalmente compartida. Incluso más allá de las religiones, la marca de la culpa afecta a las morales (laicas o no), a modo de patrimonio arqueológico de una civilización que, creadora primitiva de ídolos, no puede ya desprender de ellos.
Aun tratándose de un fenómeno de dimensión universal, el sentimiento de culpa debe entenderse como un sentimiento interiorizado, individualizado. Podrá hablarse de una culpa universal, pero es la culpa personal la que aflige. La vivencia de la culpa es siempre particular. ¿Cómo ha tenido lugar esa transformación de la culpa, desde un principio que se trasfiere de dentro a fuera (fetiche, tótem, animal sagrado, confesor…) para acabar retornando al sujeto, quien la recibe de fuera a dentro?
Notas
{1} El presente ensayo está incluido como Apéndice I en mi libro Razones para la ética. Ensayos de ética autónoma y de humanismo racional, Edicions Alfons el Magnànim-IVEI, Colección Novatores, nº 2, Valencia, 1996, pp. 225-241. El texto conoció una primera edición, con el título de «Acción y culpabilidad», en la revista Quaderns de Filosofia i Ciència (Publicación editada por la Societat de Filosofia del Pais Valencià), Valencia, nº 5-6, 1984, pp. 49-65. Se trata de un trabajo, académico, y, además, «de juventud», si se me permite la expresión. Hoy ya no escribo cosas así. Mas, una absurda persuasión me anima a desempolvarlo ahora, con la loca creencia de que pueda interesar a algún lector en el momento presente. Debido la extensión del texto completo, irá apareciendo en cuatro entregas consecutivas. En esta versión electrónica del trabajo introducimos tan sólo algunas pequeñas correcciones ortográficas, gramaticales y de estilo con respecto al original.
{2} Cfr. Consta en la mitología griega, que Orfeo perdió a Eurídice por el simple hecho de mirarla.
{3} Jean Lacroix, Filosofía de la culpabilidad, Herder, Barcelona, 1980, pág. 62.
{4} Soren Kierkegaard, El concepto de la angustia, Selecciones Austral, Espasa-Calpe, Madrid 1979, pág. 126.
{5} J.-J. Rousseau, Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Alfaguara, Madrid 1979, págs. 185-186.
{6} Carlos Castilla del Pino, La culpa, Revista de Occidente, Madrid 1968, pág. 56.
{7} Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid 1970. pág. 75.
{8} Sigmund Freud, Totem y tabú, Alianza, 1980, pág. 94.
{9} Ibídem, págs. 85 y 87.
{10} Leon Grinsberg, Culpa y depresión. Estudio psicoanalítico, Alianza Universidad Textos, Madrid, 1983, pág. 27.
{11} Ibídem.
{12} Ibídem, pág. 26.
{13} Soren Kierkegaard, op.cit., pág. 131.
{14} Sigmund Freud, El malestar en la cultura, op. cit., pág. 68.
Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2011/n108p07.htm
El Catoblepas • número 108 • febrero 2011 • página 7
SPAIN. 1º de marzo de 2011