Reconstrucción de la conferencia inaugural del XVI Congreso Astur-Galaico de Psiquiatría, pronunciada en el Colegio de Médicos de Oviedo, el viernes 9 de octubre de 2009
1
Planteamiento de la cuestión
Mi propósito es redefinir los términos que figuran en el enunciado titular desde la perspectiva de las «ciencias de la salud», que en nuestros días giran principalmente en torno a la Medicina. De un modo muy distinto, por cierto, a como esas «ciencias de la salud» se entendían en la concepción tradicional de la Universidad, cuyas Facultades se clasificaban en dos grupos, las tres Facultades que en el Antiguo Régimen se llamaban Facultades superiores, y la Facultad inferior.
Se llamaban superiores porque, a diferencia de la Facultad inferior (la Facultad de Filosofía, que comprendía también a la llamada «filosofía natural»), que no se proponía fines más allá o por encima de su propia «inmanencia», las Facultades superiores tenían objetivos que iban más allá o desbordaban el marco académico en el cual se desarrollaban. Objetivos superiores que tenían que ver precisamente con la salud.
La Facultad de Medicina se proponía como fin promover, conservar o devolver la salud a los cuerpos de los individuos humanos (pero no a los animales); la Facultad de Derecho estudiaba las normas necesarias para sostener la salud del cuerpo social; mientras que la investigación de los medios necesarios para alcanzar la salud del Alma se proponía como objetivo propio de la Facultad de Teología.
En nuestros días las Facultades universitarias se han reorganizado profundamente y de un modo muy diferente. Pero no por ello sus objetivos tradicionales se han perdido del todo. En cierto modo estos objetivos se mantienen intactos, sobre todo a través de la Facultad de Medicina. Porque a través de la Psiquiatría, al menos la considerada como una disciplina médica, esta Facultad no sólo se orienta a investigar los medios conducentes a promover la salud del cuerpo humano, sino también a investigar los medios conducentes a promover o devolver la «salud del alma», recogiendo de este modo muchos objetivos e intereses de la antigua Facultad de Teología, en nuestros días desaparecidas en la mayor parte de las universidades públicas europeas. Más aún: a través de la Bioética, que suele figurar como disciplina regular en las Facultades de Medicina, la medicina recupera hoy algunos de los objetivos propios de la antigua Facultad de Derecho, aquellos que tienen que ver con la salud del cuerpo social (salus populi suprema lex esto), tanto con la salud de la llamada sociedad civil (es decir, con la Moral) como con la salud de la sociedad política.
No tiene nada de extraño que todos los términos que van a ser objeto de nuestro análisis –Ética, Moral, Bioética, Derecho– formen parte de la terminología habitual de las personas que tienen que ver con la medicina, y en particular con la Psiquiatría o con la Bioética.
Ello me permite esperar que no parezca fuera de lugar que en esta ocasión, en la que he sido amablemente invitado por quienes profesionalmente tienen que ver con las ciencias de la salud, haya escogido, como tema de disertación, el análisis, por breve que sea, de estos términos, aún desde la perspectiva de una Facultad inferior, es decir, desde la perspectiva de la Facultad de Filosofía a la que corresponde, precisamente, referirse «en segundo grado», reflexionar (con reflexión objetiva, no meramente psicológica, sino «proyectando» unas materias objetivas sobre otras) acerca de las materias que en primer grado constituían los contenidos de las Facultades superiores.
2
Los significados ontológicos más frecuentes
del termino «Ética»
«Ética» es término que se utiliza en la vida diaria, en diferentes sentidos que, sin duda, mantienen muy diversas conexiones mutuas. Esta circunstancia –la multiplicidad de sentidos y la diversidad de sus mutuas conexiones– es la que introduce confusión y oscuridad en el significado del término «ética», hasta tal punto que no es fácil explicar qué pueda significar «ética» en la boca de un ministro de hacienda, en la de un ministro de defensa o en la boca de un hombre de negocios cuando recomiendan a sus agentes respectivos «comportarse éticamente»; ni es fácil explicar qué tienen que ver los significados que ellos sin duda atribuyen al término con el que corresponde al mismo término cuando es empleado por un juez o por un médico.
Los significados ordinarios del término «ética» suelen mantenerse más bien en un terreno ontológico (aunque de este terreno no sean conscientes quienes utilizan el término), y por ello se atienen casi siempre a las cuestiones que podríamos llamar de génesis, es decir, a las cuestiones que tienen que ver con la «fuerza de obligar» de las normas éticas. ¿En qué se diferencia una conducta ética de una conducta legal o jurídica? Se presupone que la diferencia que hay entre la fuerza de obligar de las normas éticas y la fuerza de obligar de las normas jurídicas es la siguiente: la fuerza de obligar de las normas éticas procedería «de mí mismo», de los principios de mi sindéresis, de mi conciencia autónoma, o de un imperativo categórico; la fuerza de obligar de las normas legales procedería de la presión de ciertos factores heterónomos que implican, de algún modo, la coacción, el castigo o también la esperanza de premios o el temor a los castigos.
Con todo, cabría reconocer significaciones muy laxas capaces de «cubrir» a muy diferentes usos del término «ética». Por ejemplo, cuando definimos la «conducta ética» –refiriéndonos a cualquier tipo de conducta humana, incluida la conducta del ministro de hacienda, la del ministro de defensa o la del hombre de negocios– como un tipo de «conducta orientada por la voluntad de hacer el bien y de evitar el mal». Una definición, por cierto, clásica, que apela a los principios de aquello que tradicionalmente se entendía por «sindéresis», el principio Bonum est faciendum, y el principio Malum est vitandum, principios que algunos tratadistas de bioética, desde el Informe Belmont, pretenden recuperar como «principio de beneficencia» y «principio de no maleficencia» respectivamente.
Sin embargo, los criterios que apelan a la sindéresis para definir la ética son muy vagos, y, si dicen algo preciso, es porque presuponen ya dada una definición más «objetiva» de lo bueno y de lo malo. Cuando lo bueno y lo malo está definido en una sociedad dada, los principios Bonum est faciendum y Malum est vitandum alcanzan un significado preciso: el aborto será desde luego un mal que debe ser evitado en la sociedad tradicional.
Pero, ¿qué ocurre si una sociedad, constituida como Estado democrático de derecho, considera el aborto, dentro de ciertos supuestos, como un beneficio para la mayoría, como un bien, decretado como tal por una ley aprobada por el parlamento que representa al pueblo? En este caso, el aborto no tendrá ya por qué ser evitado, podrá ser tolerado e incluso recomendado: Bonum est faciendum. Con los mismos principios de la sindéresis, la práctica del aborto será bueno, ética, para algunos, y perversa, contraética, para otros.
Otro ejemplo reciente, tomado del debate que, durante la última década ha tenido lugar en Alemania a raíz de la conferencia «Reglas para el parque humano» que Peter Sloterdijk pronunció en Baviera en junio de 1997, y que fue publicada en septiembre por el diario Die Zeit. Jürgen Habermas tomo posición ante Sloterdijk en su libro, de 2001, El futuro de la naturaleza humana, ¿hacia una eugenesia libre? El maniqueísmo ambiente clasificó a Sloterdijk como genuino representante de la ética de la derecha (acaso por las concomitancias que algunos advertían entre los programas eugenésicos del racismo nazi y su defensa de la ingeniería genética como instrumento obligado de intervención en el embrión o en el feto orientada a la extirpación de factores genéticos acreditados científicamente como responsables de malformaciones o de aberraciones de la conducta del adulto). Habermas (clasificado por el maniqueísmo como representante de la ética de la izquierda) mantuvo la tesis de la no intervención en el código genético, a fin de salvaguardar el supremo bien de la libertad individual.
Sin embargo, tanto Sloterdijk como Habermas podrían invocar los principios de beneficencia y de no maledicencia para defender respectivamente el carácter ético de la intervención en el genoma y el carácter ético de la no intervención.
No entraremos aquí sin embargo en la cuestión siguiente: ¿qué tiene que ver la «no intervención ética» propugnada por Habermas con la libertad personal de un individuo embrionario, salvo que se suponga –con la tradición más conservadora («derechista»), que defiende la doctrina de la animación instantánea– que el embrión o el feto yaes un individuo personalizado porque tiene un alma espiritual creada nominatim por Dios?
Otro significado común atribuido al término ética, y tan laxo como el anterior, es el que hace sinónimo de conducta ética a la conducta de quien obra «cumpliendo con su deber» o «obrando según su conciencia». Pues mi deber o lo que me dicta mi conciencia no tiene por sí mismo un significado ético claro, salvo que, pidiendo el principio, supongamos que mi deber o mi conciencia se mantienen ya en el terreno de la ética. «Mi deber» o «mi conciencia» son conceptos puramente formales, psicológico subjetivos, como lo era la «buena voluntad» que Kant presuponía como inspiradora de su imperativo categórico. Pero el deber, la conciencia, la buena voluntad, interpretados desde el formalismo ético, no se distinguen del deber subjetivo, es decir, de la conciencia psicológica (por ejemplo, del superego de los psicoanalistas) o de la voluntad subjetiva que pueden ser éticamente reprobables. El cumplimiento del deber, la obediencia debida, que llevó a tantos jefes nazis o soviéticos a asesinar judíos, polacos, o saboteadores en los campos de concentración, en Dachau, en el Gulag o en Katin; el «imperativo categórico» que lleva a la madre a asesinar a su hijo enfermo para evitarle los sufrimientos que le esperan en la vida.
El formalismo ético involucra el relativismo ético más radical. Si la ética se mide por la doctrina de la conciencia subjetiva, habrá tantas éticas cuantas conciencias se erijan como fuentes de las normas éticas.
Sin embargo este significado formalista de la ética es acaso el que más aceptación ha tenido en las sociedades democráticas, en las cuales se atribuye a los ciudadanos la capacidad de un «juicio autónomo» que, obviamente, se considera (sobre todo cuando los ciudadanos, a través de sus representantes en el parlamento, han aprobado la norma que el gobierno democrático sometió a las cámaras) como un juicio recto, en el sentido de la conciencia objetiva. Desde esta perspectiva, como conducta ética se sobreentenderá aquella que «me sale de dentro», aquella en la que yo actúo con absoluta «sinceridad», aquella que me ofrece como debido por mi propia conciencia, y no por imposición, coacción o presión externa de la autoridad o de intereses espurios.
En el fondo esta acepción tan común del término ética es la del formalismo, es decir, una versión de la contraposición entre el obrar autónomo y el obrar heterónomo (como lo sería, en general, el obrar debido a las normas jurídicas o fiscales que se me imponen por coacción externa, o por intereses espurios).
Según esto, obraría éticamente quien «actúa en conciencia», sin tener en cuenta las presiones, coacciones o influencias externas (heterónomas) a esa su propia conciencia.
Ahora bien, nos parece evidente, ante todo, que este sentido psicológico subjetivo o formalista de la ética autónoma no permite discriminar las conductas éticas «buenas» y las «aberrantes», y nos arroja al más completo relativismo ético. Y, sobre todo, ese sentido tan frecuente de la ética, entendida como ética autónoma, da por supuesto que efectivamente cabe hablar de una «autonomía de la conciencia», como si la conciencia psicológico subjetiva, en su formalidad de tal, pudiera considerarse como fuente ontológica efectiva de las normas éticas.
Pero esto es mucho suponer. Es suponer la realidad de una conciencia sustantiva capaz de emanar espontáneamente, y por sí misma, normas éticas de conducta; es un suponer que se enfrenta contra todos los argumentos de quienes niegan a la conciencia psicológica individual la condición de sustancia autónoma, precisamente porque «en cuanto conciencia ética» sólo puede ser entendida como formada por los valores vigentes en el grupo social que la moldea (valores que sólo son definibles frente a los contravalores vigentes en esa misma sociedad, aunque no se reduzcan a ella).
La crítica más profunda al formalismo ético kantiano fue la crítica que desde el «materialismo de los valores» ofreció Max Scheler en su célebre Ética material de los valores.
Pero, ¿acaso, se dirá, el materialismo ético nos libera del relativismo? ¿Acaso las tablas de valores vigentes en los diferentes grupos sociales son siempre concordantes? Sin duda no. Pero este reconocimiento no implica el relativismo, al menos en la medida en que nos neguemos a reconocer como ética, por ejemplo, a la conducta del asesino miembro de una secta satánica que obra «inspirado por su conciencia».
La verdadera «seña diferencial» del materialismo ético respecto del relativismo ético (o del relativismo de los valores, en general), acaso reside en la tolerancia. El materialismo axiológico, como el relativismo, reconocen que existen diferentes tablas de valores (éticos, económicos, estéticos). Pero el relativismo adopta (acaso en nombre de una armonía preestablecida, defendida en el terreno de la metafísica) la posición de tolerancia a todas las tablas de valores, al menos si estas tablas están socialmente aceptadas; mientras que el materialismo proclama, en el terreno de la dialéctica, su intolerancia hacia determinadas tablas de valores. Y esto porque desde la propia teoría de los valores, reconoce que en esas tablas pueden figurar contravalores que, por aberración, podrán ser estimados como valores por algunos individuos o grupos sociales.
Dicho de otro modo: el materialismo ético, si apela a la conciencia, lo hará en el sentido de la conciencia objetiva, la que está dispuesta a oponerse y a dar argumentos racionales en lugar de tolerar todo o de atenerse a la mera intuición ética o al sentimiento ético.
3
Significados gnoseológicos más frecuentes del término «Ética»
Llamaremos significados gnoseológicos del término «Ética» a aquellos que van referidos, antes que a las conductas (ontológicas) de los sujetos humanos, a las doctrinas que sobre tales conductas han ido estableciéndose en el curso de la historia.
Estas significaciones gnoseológicas, de hecho «doxográficas», del término Ética se utilizan sobre todo, antes como sustantivos que como adjetivos, en ámbito académicos. Sustantivos que suelen ir acompañados de algún adjetivo que los determina, tales como «ética socrática», «ética aristotélica», «ética estoica», «ética epicúrea», «ética marxista», «ética socialdemócrata». En nuestros días, a través de las «academias», han desbordado con frecuencia el ámbito académico, y han alcanzado una difusión léxica mundana prácticamente completa. Difusión que, por otro lado, tampoco constituye una novedad absoluta, como lo demuestra el hecho de que un Covarrubias, por ejemplo, en su Tesoro de la lengua española, ofrece una definición de ética que en rigor tiene un carácter gnoseológico: «Ética es una parte de la filosofía moral».
Ahora bien, la desviación de hecho del término ética hacia el libro que contiene las doctrinas éticas resulta acaso, ante todo, de una metonimia escolar, del mismo género, aunque vaya en dirección inversa, de la metonimia que conduce a hablar, por ejemplo, de la «atormentada geografía de Cuenca». Y aún más exactamente, esta metonimia incorpora la misma metonimia irónica que llevó a Eddington a definir la Física como «aquello que se contiene en el tratado de Física». Lo cierto es que, escolarmente, pero también el lenguaje de un librero, llamamos ética tanto a la Ética a Nicómaco de Aristóteles como a la Etica more geometrico demostrata de Espinosa.
Esta metonimia no tendría mayor importancia si se mantuviese dentro de sus propios límites escolares; incluso serviría aquí para alcanzar una definición denotativa de Ética al estilo de la definición que Eddington dio de Física, una definición orientada a saltar por encima de la algarabía de definiciones de Física que tenía lugar en su tiempo («Física es la ciencia de la materia» para unos, o «ciencia de la medida» para otros, o «ciencia de los fenómenos del movimiento», o «ciencia de los observables»…); algarabía que podría sugerir a muchos la impresión escéptica de que la ciencia física carece de definición rigurosa, mediante una definición denotativa y fisicalista que ofrecía materiales concretos cuya consideración servía, por lo menos, para aplazar subrogatoriamente la conclusión escéptica: «la Física trata de aquellas cosas que se contienen en el tratado de Física, cualquiera que sea el modo de definir esas cosas en su conjunto».
Asimismo, cuando definimos la Ética como «aquello de lo que tratan los libros titulados Ética», estamos al menos denotando sus contenidos gnoseológicos empíricos, aunque sea de un modo problemático, es decir, aunque no hayamos resuelto el problema de la definición intensional de referencia capaz de dar cuenta de la unidad que vincula a todos los diversos contenidos denotados.
La metonimia se agravará, sin embargo, cuando la acepción gnoseológica de Ética (como tratado de ética, como doctrina ética, como etica docens) se sustancialice, y asuma como objeto o campo propio, no ya el de la etica utens, sino el campo que designamos como moral.
Sabido es que las relaciones entre los términos ética y moral no han sido siempre uniformes. A veces se han considerado como términos sinónimos, como pudieran serlo los términos oftalmólogo y oculista; términos de etimología diferente, una griega y otra latina. Pero la sinonimia es siempre teórica, porque el uso hace que los términos considerados en principio sinónimos alcancen diferencias de matiz (es el caso de telescopio y catalejo), de suerte que los llamados sinónimos habrá que interpretarlos como conónimos.
Algunas veces se dice que el término «ética» (como el término «oftalmólogo») mantendría una connotación más científica que el término «moral» (que, como el término «oculista», sería menos académico y más popular o rural). Otras veces se ha llegado a sugerir que el término ético sería más propio de «la izquierda», mientras que el término moral sería más propio de «la derecha» (acaso por aquello de la «Asociación para la vigilancia de la moral y las buenas costumbres»).
Pero hay otro modo más expeditivo para resolver esta ambigüedad de las relaciones entre los términos ética y moral, el siguiente: «ética es el nombre (gnoseológico) de la disciplina que se ocupa del campo (ontológico, antropológico) que llamamos moral». La ética sería sencillamente el tratado de la moral.
Esta ocurrencia, aunque es totalmente gratuita desde un punto de vista etimológico, más aún, aunque envuelve la confusión entre la etica utens (includens prudentia) con la moral, ha tenido una gran fortuna, y muchos autores la han adoptado: Günther Patzig entre los alemanes, José Luis López Aranguren entre los españoles (seguido por la mayor parte de los profesores y profesoras actuales de ética, discípulos o discípulas suyos).
Sin embargo este modo de establecer la distinción entre ética y moral es, aparte de gratuito, sumamente peligroso, en cuanto envuelve una ideología que pasa inadvertida para los propios miembros de ese gremio de profesores que se autodenominan, en ocasiones, como «comunidad ética» (apropiándose del concepto de concepto de comunidad científica acuñado por Kuhn). En efecto, al entender la ética como doctrina científica o filosófica orientada a arrojar luz sobre la moral, se está a dos pasos de considerar a la «comunidad ética» como la conciencia moral de la humanidad. Una conciencia que iluminaría a la moral bruta y por así decir ciega de los hombres, a la manera como la comunidad de geógrafos arroja luz o ilumina al relieve geográfico, o acaso a la geografía popular del agricultor, del cazador o del turista.
Pero el profesor de ética, o el gremio de profesores de ética, o la «comunidad ética», no puede reivindicar ningún privilegio en lo que concierne a la «conciencia ética práctica», y no ya porque la teoría ética no implique necesariamente la ética práctica (según la obligada sentencia de Ovidio: Video meliora proboque deteriora sequor), sino porque para conducirse de modo ético no hace falta ser profesor de ética.
4
Redefinición de los términos «Ética» y «Moral» desde las coordenadas del materialismo filosófico
Comenzamos reconociendo que los términos «ética» y «moral» asumen significados a veces muy distintos y, sobre todo, que no es posible considerar a alguno de estos significados o acepciones más «legítimo» que otro; a lo sumo, cabe encontrar razones plausibles (tomadas de los usos tradicionales, de la etimología, &c.) para acompañar a las definiciones seleccionadas y basadas en el fondo en razones filosóficas de índole sistemático, es decir, relacionadas con una «conceptualización» de los términos que busca una claridad y distinción máximas (lo que implica obligadamente comprometerse con un sistema de conceptos entrelazados de un modo no arbitrario).
Desde la sistemática vinculada al materialismo filosófico la ética y la moral van referidas, desde luego, al campo antropológico (y no meramente al campo etológico, aunque éste esté muy involucrado con aquél). Pero mientras que el término ética queda circunscrito a la conducta de los sujetos humanos individuales (y a los valores y contravalores que envuelven a esa conducta), el término moral (así como los valores y contravalores morales) se reserva para los grupos humanos, y no ya considerados en abstracto, sino en la medida en la cual estos grupos están enfrentados con otros.
De este modo el término ética se mantiene como término referido a los individuos (a las conductas individuales), mientras que el término moral se mantiene como referido a los grupos; grupos que son sociales, sin duda (como también son sociales los individuos, y aún el mismo concepto de individuo), pero sin que por ello pueda considerarse que la moral es un concepto meramente sociológico, o que la ética sea un concepto con referencias puramente individuales. Ante todo, porque el componente social de la moral no se entiende sin más como referido a la «sociedad humana», en general, sino a grupos humanos determinados, es decir, a normas que tienen que ver con la estructura de estos grupos frente a otros grupos. Con lo cual recogemos la etimología latina del término mos, -oris, costumbres de un grupo, características y distintas, de algún modo, de las de otros grupos.
Tenemos en cuenta, por tanto, que no es suficiente que una norma tenga un carácter social para ser considerada como moral: las normas políticas o las normas jurídicas son también sociales, sin por ello ser propiamente morales, y ello sin perjuicio de sus involucraciones: leges mori serviunt. Asimismo, las normas éticas, no por individuales dejan de ser sociales, sobre todo si en ellas se subraya (frente al particularismo de las normas morales) su universalidad. La Declaración Universal de los Derechos Humanos por la Asamblea General de las Naciones Unidas de 10 de diciembre de 1947 puede considerarse como un código ético antes que como un código jurídico. A pesar de la denominación ideológica «derechos humanos», habría que tener en cuenta que sus treinta artículos carecen por sí mismos de fuerza de obligar, una fuerza que adquieren de los Estados que reciben la Declaración, en todo o en parte. Muchos Estados, como es sabido, no firmaron la Declaración de 1947; y cuando la asumieron se vieron obligados a acompañar su recepción de cláusulas cautelares, específicas para cada Estado.
La confusión entre los términos ética y moral procede de Cicerón, cuando escribió, en su Tratado sobre el destino: «En lo que se refiere a las costumbres [mores] que los griegos llaman ethos». La confusión de esta traducción se origina por dos vías diferentes: la primera de naturaleza ontológica, y la segunda de naturaleza filológica.
Cuanto a las razones de alcance ontológico para explicar tal confusión o ambigüedad diremos que, dada la involucración de los sujetos humanos en los grupos humanos (involucración reconocida en la definición estoica del hombre como zoom koinonikon), es decir, desde la hipótesis de la imposibilidad de hablar de algún individuo humano aislado o solitario, una hipótesis puramente metafísica (Adán antes de Eva, el Cíclope solitario pero humano, el Hombre volante de Avicena, o el Filósofo autodidacto de Abentofail), cabría concluir que es también imposible separar la ética de la moral, y que toda conducta ética está de algún modo envuelta en un contexto moral. O, si se prefiere, que las normas morales tienen en general una proyección individual (ética) casi inmediata, lo que explicaría la ambigüedad de Cicerón al poner en correspondencia los mores de los romanos con el ethos de los griegos. Porque las costumbres de los individuos pueden tener una génesis grupal («cultural», zoológica o antropológica) que implica un aprendizaje, y pueden también tener una génesis genética (de estirpe). Por ello es tan difícil, al hablar de las costumbres de los individuos de un grupo social dado, delimitar si estas costumbres afectan a los individuos por vía cultural (moral, de aprendizaje) o por vía natural (genética).
Pero la dificultad de separar la ética de la moral no implica la imposibilidad de disociarlas. Los día son inseparables de las semanas (no hay un día del calendario que pueda darse al margen de cualquier semana), las semanas de los meses y los meses de los años; pero son disociables, porque los días numerados de 1 a 31 pueden serlo de distintos meses, y los meses de diferentes años. Así también las normas éticas pueden «ir combinadas» con diferentes normas morales, y esto sería ya razón suficiente para su disociación.
En cuanto a las razones de carácter filológico para explicar la confusión entre ética y moral que hemos remontado a Cicerón: el ethos griego al que Cicerón se refiere puede interpretarse de dos modos (diferenciables prosódicamente –con e breve o epsilon, y con e larga o eta– pero sobre todo gráficamente): como εθος, -εоς, το (del verbo εθω, yo acostumbro) traducido por costumbre, hábito; y como ηθος, -εоς, το (que significa morada, habitación, guarida de animales, pero también temperamento, carácter). Es decir, ηθος parece más próximo al carácter individual, que el individuo tiene no tanto por vía moral (de costumbre del grupo) sino por vía natural o genética, por estirpe. De donde ηθος iría asociado a las virtudes aristocráticas, y así suelen interpretar muchos el célebre fragmento 119 de Heráclito: ηθος ανθρωπω δαιμων, «el carácter del hombre es su demonio». Más aún, el término «Etología» (que fue utilizado ya por Fabre en 1911, como designación de una disciplina zoológica, y por Oscar Heinroth, maestro de Lorenz, en un artículo de 1931 sobre los córvidos) se inspiró en el término griego ηθος; pero la etología no nos sirve de criterio para diferenciar ética y moral, puesto que las conductas etológicas, las que estudian los etólogos, aunque son individuales, pueden formarse por cauces genéticos (resultantes de «programas genéticos»), pero también por cauces no genéticos, sino somáticos (en el sentido de Ernst Mayr) y también por aprendizaje (lo que fue subrayado por Tinbergen). El lenguaje humano, considerado desde el punto de vista etológico humano, no deriva de programas genéticos, ni siquiera somáticos, sino del aprendizaje del in-fante; en este sentido habría que decir que el lenguaje humano es cultural y no natural (salvo en las interjecciones o exclamaciones) y, por tanto, más próximo a la «moral» que a la «ética».
Cuando se considera un grupo de aves, o de primates, o de hombres, es decir, a un grupo cuyos individuos tienen costumbres similares (en su mímica, en sus pautas para fabricar nidos o lechos de hojas), estas costumbres pueden tener su origen en programas genéticos o en programas somáticos o en el aprendizaje; en ningún caso, sin embargo, estas costumbres son morales (en el sentido de los mores humanos), aunque los mores estén involucrados en esas costumbres o hábitos zoológicos. Y esto sin perjuicio de que el término «moral» alcance algunas veces un significado mucho más próximo al etológico que al ético, como cuando se subraya el hecho de que determinados soldados de un batallón cercado, «mantienen una moral muy alta». Esta «moral alta» tiene sin duda el significado etológico de vitalidad, energía –significado aplicable a una manada de cebras o de ñus cuando, en grupo, hacen frente a un ataque de guepardos–. Y, con todo, esta «moral alta», predicada de un individuo humano, no excluye la interpretación ética, es decir, la vitalidad del individuo que mantiene alta su «firmeza».
¿Cómo trazar una línea divisoria, clara y distinta, entre la ética (entendida como algo que se refiere al individuo) y la moral (entendida como algo que se refiere al grupo, a sus mores)?
El trazado es muy difícil, por no decir imposible, cuando nos mantenemos en la perspectiva del origen, de la génesis de los hábitos o de las normas, y muy especialmente cuando nos interesamos por las fuentes de su fuerza de obligar.
Pero todo cambia si nos atenemos a la estructura o al contenido de las normas o de las costumbres.
En efecto, desde esta perspectiva material, y no formal (genética muchas veces), podríamos establecer una distinción clara y distinta. Aún contando con la involucración constante (inseparable) entre los sujetos humanos individuales y los grupos a los cuales pertenecen (y cada individuo pertenece siempre a más de un grupo), podemos distinguir y disociar entre estos dos tipos de normas:
(1) Normas orientadas a la preservación y fortalecimiento de la vida individual.
(2) Normas orientadas a la preservación y fortalecimiento de la vida del grupo.
¿Cómo no ensayar una correspondencia unívoca entre las normas (1) y (2) con las normas éticas y morales, respectivamente?
No se trata solo de una cuestión de denominaciones; podríamos llamarlas de otro modo. Por ejemplo, podríamos denominar a todas estas normas como morales, distinguiendo después la moral individual y la moral social; pero con ello confundiríamos las normas individuales dirigidas a uno mismo («moral individual») y las normas dirigidas a otros individuos (que también son, desde luego, sociales).
Se trata de redefinir conceptos en un terreno ideal o teórico, a la manera como definimos en Geometría la circunferencia como el lugar geométrico de los puntos que equidistan de uno interior llamado centro para pasar, a continuación, a utilizar esta definición geométrica («artificiosa») para redefinir admirablemente a los «redondeles», aunque estos no sean exactamente circunferencias geométricas (un redondel, por de pronto, no se reduce jamás a un conjunto de infinitos puntos alineados en una curva cerrada, porque la línea, unidimensional, es invisible, como lo son sus infinitos puntos, mientras que el redondel es visible y en muchos casos tangible; además el redondel geométrico mantiene con otras figuras geométricas, tales como elipses o esferas, relaciones proporcionales a las que el redondel mantiene con figuras ovoideas o con figuras en forma de bola).
En nuestro caso, y por de pronto, constatamos que las definiciones de ética y moral que acabamos de proponer, aún siendo teóricas o ideales, se corresponden con una gran masa de significaciones ordinarias de las palabras ética y moral. La ética, así definida, en efecto, comprende como contenidos suyos (virtudes, valores) la fortaleza de los individuos humanos; fortaleza que se bifurca según dos direcciones: la de la firmeza, cuando la fortaleza se aplica al propio sujeto, y la de la generosidad cuando se aplica a los demás sujetos. De este modo, la definición de Ética comprende propiamente las tres virtudes cardinales reconocidas en la tradición. La fortaleza es virtud ética desde Platón, y la prudencia y la templanza se ordenan muy bien a la firmeza; mientras que la justicia tiene clara correspondencia con la generosidad, en tanto que ambas implican la alteridad. Espinosa, en su Ética, simplificó las cuatro virtudes cardinales de la tradición griega (que había ya pasado a la doctrina cristiana), y las redujo a las tres de referencia: fortaleza, firmeza y generosidad.
También el término moral, en su uso ordinario («moral» como adjetivo correspondiente a los códigos morales de distintas sociedades o pueblos), se redefine muy exactamente mediante el concepto recién definido. Es cierto que, en el uso ordinario de los conceptos (no sólo de los términos), «moral» también puede aplicarse individualmente a quien posee virtudes éticas, o a quienes, como hemos dicho, «tienen alta la moral» (es decir, la firmeza); pero esta expansión del término no confunde o anula el concepto, como tampoco o anula el concepto geométrico de circunferencia su aplicación a un redondel que adolece de notables irregularidades en su periferia. En cualquier caso, la redefinición de esta expresión en el terreno del individuo, del concepto de moral, es mucho más viable que la redefinición de algún uso del término ética capaz de involucrar al término de la moral.
Sobre todo, y esta es acaso la razón principal, las relaciones teóricas entre los términos ética y moral, definidas mediante los conceptos ideales (o ideas) de referencia, se corresponde estrictamente con las relaciones empíricas entre los conceptos ordinarios de ética y de moral. En efecto, las normas éticas son universales, precisamente porque los individuos de la clase humana son iguales entre sí cuando tomamos como parámetro de la igualdad a los cuerpos necesitados de fortaleza (de firmeza y de generosidad); y cabe corroborar esta universalidad de las normas éticas, no solamente por el descubrimiento de la condición ética de los derechos humanos, por un lado, y por la idea tradicional de la medicina, como profesión ética por antonomasia. Porque no se trata de que la práctica del médico, tal como queda establecida en el juramento de Hipócrates deba «además» ajustarse a la ética, sino que es esa misma práctica –que se aplica a cualquier individuo humano enfermo (in-firme, sin firmeza), sea libre o esclavo, tracio o etiope– la que tiene por sí misma la condición ética, encauzada como generosidad objetiva (es decir, independientemente de que el médico actúe psicológicamente no por generosidad, sino simplemente por imperativo del oficio).
En cambio, las normas morales, redefinidas como normas orientadas a mantener la identidad y la unidad del grupo, ya no son universales, porque los grupos humanos, aún estando formados por individuos humanos, pierden la uniformidad que corresponde a esos individuos, e introduce una variedad de normas y sistemas de normas con frecuencia incompatibles con las de otros grupos. Unos grupos sociales se organizan de acuerdo con normas morales jerárquicas, con diferencias explícitas de edad, sexo; unos grupos sociales son monógamos, otros poliándricos, &c.
De este modo, las redefiniciones teóricas propuestas de ética y moral permiten distinguir, desde el principio, dos tipos de relaciones entre la ética y la moral, dos tipos que se corresponden ampliamente con situaciones empíricas bien conocidas:
(a) Relaciones de intersección o confluencia de las normas éticas y las normas morales.
(b) Relaciones de conflicto o incompatibilidad entre las normas éticas y las normas morales.
Lo que ya no es posible es «decretar» el primado de las normas éticas sobre las normas morales, tendiendo a derogar aquellas normas morales particulares por el hecho de estar en contradicción con las normas éticas universales.
Este «decreto» sólo podría fundarse en el supuesto de que las normas morales son, por sí mismas, contingentes, superficiales, infundadas, gratuitas o superestructurales, y que, por tanto, pueden ser en cualquier momento rectificadas. Lo que implicaría en realidad admitir el principio de la reductibilidad de las sociedades humanas a la condición de agregados de individuos, es decir, a la práctica de una holización llevada a cabo de un modo radical y rígido.
Pero esto no es posible. Cuando, por ejemplo, un grupo social, una Nación política, se ve obligada, si quiere subsistir, a entrar en guerra con otra Nación política, las normas éticas (que impiden la violencia contra terceros y prohíben el derecho a matar al enemigo) quedan desde luego puestas entre paréntesis.
Es cierto que el pacifismo ético («¡Abajo las armas!») considerará siempre condenable la guerra y la alta moral de los soldados (altura medible por su disposición a mantenerse fuertes en el combate). Pero esta condenación no alcanza siempre el peso suficiente como para renunciar a la guerra (recordamos de nuevo: Salus populi supremalex esto), incluso en casos de peligro o de ser arrasados y masacrados por el enemigo. El pacifista que escribe en sus banderas «¡No a la guerra!», el pacifista que está sinceramente (e ingenuamente) convencido de que su propuesta es mejor, con mayor bondad ética que la de quienes marchan al frente de batalla (acaso para hacer posible que los pacifistas puedan seguir enarbolando su bandera) no advierte que se mueve en plena tautología, porque su propuesta habría de ir siempre referida a la prevalencia de los valores éticos, considerados como supremos, cuando la realidad acaso demuestra su debilidad frente a los valores morales.
El pacifista radical podrá llegar a considerar como una piltrafa ética al soldado que acude al frente en una guerra necesaria o prudente (las guerras no son justas o injustas, sino prudentes o imprudentes, necesarias o superfluas); pero el soldado considerará como una piltrafa moral (o política) al pacifista que tira las armas, es decir, que las deja a disposición del enemigo.
No se trata, en resolución, de descalificar al pacifista radical, o a aquellos que marchan hacia el combate. Se trata de reconocer, en principio, los valores de cada cual. Pero, al mismo tiempo, la posibilidad del conflicto de los valores, fuera de cualquier tipo de armonismo metafísico y utópico.
Desde la perspectiva del materialismo filosófico no se trata por tanto de tener que elegir entre el pacifismo y el belicismo necesario, como si se tratase de una elección en la cual se pusiera a prueba la conciencia ética o la conciencia moral de cada cual. No cabe elección porque el conflicto entre los valores éticos y los valores morales, cuando es efectivo, funciona por sí mismo, y tan heroico puede ser el soldado que salta de su trinchera disparando contra el enemigo, como el pacifista que tira su arma, incluso cuando sabe que va a ser fusilado como traidor. No estamos, en el fondo, ante un conflicto psicológico o etológico entre valientes y cobardes, entre héroes y miserables. Nos encontramos muchas veces ante un conflicto que tiene lugar entre unos valientes y otros valientes, y aún entre unos héroes y otros héroes.
5
¿Qué es la Bioética?
Mientras que «ética» y «moral» son términos muy antiguos, con antigüedad de siglos y aún de milenios, en cambio el término «bioética» es muy reciente. Hay un cierto consenso en admitir que este término apareció por primera vez en 1971, acuñado por un oncólogo, Van Rensselaer Potter (1911-2001), en su libro Bioethics. Bridge to the Future (Prentice Hall, New Jersey 1971).
Pero no es tan fácil explicar qué quiso dar a entender Potter con este nuevo nombre, si por «entender» significamos entender globalmente, o filosóficamente, sus propuestas, y no una enumeración, en forma de rapsodia, de muy diversos proyectos (tales como controlar una demografía desmandada, proteger la biodiversidad, remediar el hambre y las enfermedades del Tercer mundo, organizar la producción de alimentos, proteger la destrucción de los bosques amazónicos, &c.).
Sin duda, la bioética, concebida como «un puente hacia el futuro», no fue una ocurrencia gratuita, sino que estuvo determinada hasta cierto punto por el sesgo que, una vez consumada la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, tomó la «historia de la vida» considerada en su conjunto como biosfera, según una idea que venía rodando desde Suess y Verdnasky hasta Teilhard de Chardin. La Bioética aparece como constatación de la necesidad de tomar posición ante la explosión de la demografía humana, ante el incremento de la pobreza de los pueblos del Tercer mundo, ante la contaminación industrial imparable, ante los agujeros de ozono, ante los efectos invernadero, &c.). Una toma de posición que aparecía como obligada y viable habida cuenta del desarrollo asombroso de la ingeniería genética (clonación, elección de sexo, trasplantes, &c.), de la industria alimentaria, así como del ascenso de muchos países al estado de bienestar, y de los precedentes, en el campo de la vida humana, representados por las grandes organizaciones mundiales, como la FAO o la OMS.
Ocurre como si del seno mismo del oleaje de las más tumultuosas corrientes de la vida hubiera surgido en algún punto la conciencia de la necesidad de una convergencia de todas las ciencias, disciplinas y tecnologías disponibles para lograr el control, de algún modo, para el futuro inmediato, de estas corrientes tumultuosas, poniendo las nuevas disciplinas biológicas y las nuevas tecnologías «al servicio de la vida», al servicio de la mejora de la «calidad de vida» global.
Pero sospechamos que este proyecto de bioética, por bien intencionada que fuese su inspiración, era, y lo sigue siendo cada vez más, un proyecto intrínsecamente oscuro y confuso.
En efecto: la «vida», y el proyecto de su promoción y defensa es, por sí mismo, un proyecto ingenuo y contradictorio. Porque la vida, globalmente considerada, es ante todo una unidad taxonómica, la biosfera, pero no es una unidad armónica. Es una unidad polémica. La biosfera se manifiesta de hecho realmente en dominios o biocenosis constituidas por plantas y animales heterótrofos, cuya supervivencia implica la necesidad de que las vidas de unos organismos sean sacrificadas para que las vidas de otros puedan sobrevivir en un conjunto en equilibrio inestable, más o menos duradero.
Desde este punto de vista la cuestión de fondo que tantos cultivadores de la bioética, llenos de armonismo humanista, prefieren, al parecer, disimular es la siguiente: ¿bioética antrópica o bioética anantrópica?
Es decir, la proposición de la vida como bien supremo (bonum es faciendum) si estamos en el terreno de la ética, ¿ha de proyectarse desde una perspectiva antrópica o desde una perspectiva anantrópica?
Los ecologistas que consideran al incremento demográfico como un proceso que tiene el mismo perfil que el de las plagas, y ven en este crecimiento un mecanismo depredador que destruye los bosques amazónicos, consume o agota las reservas oceánicas de peces, diezma las grandes especies de fieras y las reduce a los límites de un parque, predicando por tanto como ideal bioético, la liberación animal, mantienen sin duda una perspectiva anantrópica.
Pero, ¿es esta bioética la que puede ser aceptada por todos? ¿No obliga la bioética, desde un punto de vista antrópico, a destruir muchas formas de vida bacteriana, tales como los micrococos, ya estén agrupados en rosario o en grupos irregulares? Y entre los animales, ¿no hay que destruir, o mantener a raya, a tantas clases de protozoos dañinos, como puedan serlo los esporozoos del plasmodium de la malaria, y, entre los metazoos, los organismos vivientes del tipo celentéreo, como las medusas, o las plagas de insectos o de ratas que amenazan los bosques o las cosechas? ¿No es la bioética antrópica la que nos obliga a aniquilar –contra todo principio de biodiversidad– áreas muy importantes de la biosfera?
No puede por tanto definirse a la bioética como una «tendencia soteriológica» orientada a la salvación de la vida en general, sin tomar partido por el dilema antrópico/anantrópico.
Dicho de otro modo, quien no comienza por tomar partido en este dilema, no puede decir que sabe lo que significa la bioética, como sistema de normas prácticas no contradictorio.
¿Qué se quiere decir entonces cuando se habla de bioética? Literalmente, sin duda, la «ética de la vida». Pero esta expresión tan grandilocuente es vacía, porque contiene elementos contradictorios. Sólo tiene sentido si «ética» se interpreta allí en su acepción más vaga, a saber, la «disposición a tratar a la vida como un bien que ha de ser tutelado y protegido». Pero sabemos que la vida es, al mismo tiempo, un mal para otras vidas, y concretamente, para la vida humana.
Leyendo los escritos fundacionales de la bioética se recibe la impresión de que se recurrió al término de ética –en el sentido del bonum est faciendum, malum es vitandum– para designar al inmenso cúmulo de problemas que se abrían a quienes se hacían cargo, sin duda presionados por una problemática real muy aguda, de la situación de la biosfera en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Pero, ¿acaso siquiera el nombre de ética estaba bien elegido? Desde luego no, si nos atenemos al concepto de ética referido a la promoción y preservación de la vida humana individual. Y, en cualquier caso, los problemas que en el campo de la bioética han ido planteándose exceden ampliamente el horizonte de la ética. Ellos se mueven además en el horizonte de la Estética (en todo lo que concierne al bienestar, a gran parte de la higiene y a la llamada calidad de vida). Y también en el horizonte de la política (en todo cuanto concierne a los problemas que el control de la natalidad plantea desde la perspectiva de los Estados nacionales, así como también a todo lo que concierne, por ejemplo, a la determinación de criterios hospitalarios de elaboración de listas de espera, tarea que corresponde a la política, a la «justicia», antes que a la medicina).
En conclusión, la bioética, de hecho, se nos presenta hoy como bioestética y como biopolítica (la idea de una biopolítica ya ha sido utilizada ampliamente, por ejemplo, por Agnis Vlavianos. La bioética invade también en gran medida el campo de la ecología.
6
Derecho (bioderecho)
La bioética, en virtud de su constitutiva imprecisión y vaguedad, se ha ido desplegando como ecología, como bioestética, como biopolítica, incluso, en algún sentido, como biomoral o como bioétnica.
Pero, sobre todo, como «bioderecho», o como «biojurisprudencia».
En efecto, la bioética, como disciplina práctica, tiene como forma principal de elección el estilo de las propuestas normativas, adoptadas a título de recomendaciones, que buscan ser transformadas en normas jurídicas, por los congresos nacionales e internacionales de bioética. Porque estas recomendaciones sólo adquieren fuerza de obligar cuando se transforman en normas legales, promulgadas por un Estado constituido de derecho. La ley del medicamento, las leyes sobre la drogadicción, la ley de plazos del aborto, incluso la ley de matrimonios homosexuales son en realidad leyes biopolíticas, preparadas para ser utilizadas principalmente en la práctica de la medicina (o de la biomedicina). Y, por supuesto, las normativas internas (de la FAO o de la OMS), cuando son recibidas por las Naciones políticas, se transforman en leyes del Estado, es decir, ensanchan el campo del bioderecho.
7
A título de conclusión
Como conclusión, y habida cuenta de la amplitud reciente del campo designado como bioética, de la variedad de principios propuestos por las diferentes escuelas, y de las normativas adoptadas por diferentes legislaciones, cabe concluir que el campo de la bioética es cualquier cosa menos el campo armónico, o al menos no contradictorio, un campo caapz de corresponder a una disciplina científica, como tantos pretenden. El campo de la bioética es más bien un campo de batalla.
Se diría que la diversidad de dominios o áreas incluidas hoy en el campo de la bioética puede alcanzar su unidad cuando sea «tragada» por ese Leviatán que hoy se nos presenta, no ya tanto como un «monstruo ejecutivo» (al modo como se le presentó a Hobbes) sino como un «monstruo legislativo», es decir, como un Estado burocrático de derecho. Un monstruo que es capaz de transformar todas las normas en leyes, las normas éticas en normas morales, las normas bioestéticas y las normas biopolíticas en normas jurídicas. En el campo constituido por los ordenamientos jurídicos encontramos todas las contradicciones posibles; unas veces porque el derecho toma partido por las normas éticas, percibiéndolas como normas universales (como cuando un Estado de derecho prohíbe la costumbre moral de la sharía, condenando la pena de lapidación para una mujer adúltera); pero otras veces porque el Estado de derecho tomará partido por la moral, proscribiendo la ética (como ocurre con una ley de plazos del aborto, que se apoya en una costumbre generalizada en la sociedad industrial de abortar, aunque esta costumbre se oponga frontalmente a las normas más elementales de la ética).
Más aún, cuando las normas de la ética o de la moral son transformadas por el Estado de derecho en normas jurídicas, se desvirtúan en cierto modo. Quien se encuentra en la carretera con un coche volcado, con el conductor lleno de heridas sangrientas, tendrá que moderar su impulso ético espontáneo de ayudarle, porque la ley lo prohíbe. De este modo se dará la paradoja de que una conducta ética que ha sido incorporada en el ordenamiento jurídico, resulta prohibida por el propio orden jurídico. Tendrá, eso sí, que atender al herido, pero a título de obligación jurídica, es decir, por imperativo legal, y no por imperativo categórico alguno; tendrá que llamar a la policía y a los servicios médicos para que se hagan cargo del herido.
Por otro lado, incluso podrá considerar como bioéticos, además de bioestéticos, a los modelos arquitectónicos para urbanizaciones, tanto de alto como de bajo nivel, que se diseñan buscando las formas arquitectónicas más hermosas para que la vida de quien las habite sea de mayor calidad. Y sólo cuando estos modelos, proyectados como modelos bioéticos, sean incorporados a la normativa de un Estado de derecho, adquirirán fuerza de obligar.
En el Estado de derecho todo queda transformado en ley, todo queda sellado con una impronta burocrática, todo queda legalizado y judicializado. Que nadie se preocupe por los principios de la bioética, de la bioestética, de la biopolítica o de la biomedicina: todos estos problemas estarán replanteados en el ordenamiento jurídico y, lo que es más, sólo desde este ordenamiento será posible resolverlos prácticamente.
Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2009/n093p02.htm
SPAIN. 30 noviembre 2009
mucho gusto. sus clases me dejan muy asombrada por la excelente preparacion del Dr. Gustavo Bueno gracias atte. Evaluz