Filósofo, escritor, profesor emérito de la UNT. Fue distinguido como “Maestro de la Filosofía” en el Congreso Mundial de Filosofía 2007
¿Podemos justificar racionalmente la condición moral de nuestras acciones?
El filósosofo Roberto Rojo interroga si las decisiones morales están justificadas intrínsicamente en la razón o sin sólo son consecuencias de argumentos sólidos. La filósofa Cristina Bulacio plantea que educar en política es también ensañar a ponerles límites a los gobernantes injustos. TODA UNA ALEGORIA. El francés William-Adolphe Bouguereau (1825-1905) pintó en 1862 El mito de Orestes.
Quiero acotar claramente el tema de estas reflexiones, la justificación racional de las decisiones morales, pasando por alto las intrincadas cuestiones acerca de los sentidos y los alcances de los términos razón y ética. A fin de que este planteo resulte comprensible, partiré de un ejemplo de los muchos con los que el lector se topa de ordinario. Situémonos en la esfera jurídica: en un juicio, ante una consecuencia no querida -de culpabilidad, por ejemplo- se apela a una instancia superior en busca de una mejor justificación racional que asegure la consecuencia opuesta -la inocencia-.
Hay que responder a la pregunta
¿es culpable o inocente el acusado?
Ante esta disyuntiva:
¿quién dirime de manera absoluta la cuestión?
¿puede hacerlo la razón, esto es, los argumentos racionales?
¿está en lo cierto el que mejor argumenta?
Ahora bien, quiero abocarme en forma general a esta apasionante cuestión que relaciona la razón con la ética de las acciones individuales. Queda claro que sólo atenderé en este trabajo a las acciones concretas, no a los conceptos éticos abstractos, universales. Espero que ahora se entienda el tema de este trabajo:
¿están las decisiones morales justificadas intrínsecamente en la razón o son consecuencias de la solidez de las argumentaciones racionales?
En el último caso -el de las argumentaciones- ninguna de las opciones morales estaría favorecida de antemano, debido al hecho palmario de que no hay un solo modo de justificarlas. En este panorama la inocenciao la culpabilidad no pertenece esencialmente a la acción sino que depende del rigor y del fundamento de la justificación argumentativa.
A fin de que el problema se muestre con nítidos perfiles insistiré con dos ejemplos más, porque los juzgo paradigmáticos y constituyen, hasta donde se me alcanza, algunos de los primeros antecedentes históricos de este problema. Se trata de un diálogo de Platón, Eutifrón, y de una tragedia de Esquilo, Las Euménides.
Eutifrón -que da nombre al diálogo- plantea a Sócrates la cuestión de si es justo o no acusar a su propio padre por haber dado muerte a quien mató a un operario suyo. Se trata de justificar racionalmente la conducta inocente o culposa de quien comete asesinato. Pero no hay, lamentablemente, en el diálogo despliegue argumentativo, porque el discurso se desvía para examinar un problema religioso y su relación con la justicia, el de la piedad, expuesto en los siguientes términos: ¿Lo piadoso es piadoso porque Dios lo ama o Dios lo ama porque es piadoso? (Recuerdo de paso que este problema religioso se replanteó en la filosofía moderna a la luz del Dios cristiano). A la postre, no se resuelven el dilema de lo piadoso ni la vacilación de Eutifrón de acusar o no acusar de asesinato a su propio padre.
Las dos caras de la razón
Esquilo, en cambio, es muy claro. En Las Euménides -una de las tres tragedias que constituyen la Orestíada- plantea con rigor argumentativo la cuestión que importa a este trabajo. Juzgo esta obra una suerte de arquetipo de justificación de la conducta, de un manejo sin par de las destrezas racionales para resolver una opción de acusación de asesinato.
El argumento reza así: Clitemnestra, amante de Egisto, asesina astutamente a su esposo, Agamenón, el reverenciado héroe de la guerra de Troya; Orestes, apesadumbrado por la muerte de su padre y sediento de venganza, mata a Clitemnestra, su propia madre. Está declarado el juicio. Las Euménides constituyen la parte acusadora; la defensa está en manos de los dioses Apolo y Atenea. El juicio para salvar o condenar a Orestes tiene en profusión elementos de la argumentación racional y no escasean las apelaciones emocionales de una de las partes, ante la contundencia racional. El Coro, formado por las Euménides, “las hijas de la noche y las tinieblas”, considera a Orestes impío, por haber regado por el suelo la sangre de la madre, y de haber sido cruel con quien le dio la vida. Indignadas, las Euménides prometen perseguir inexorablemente y sin descanso a quien derramó la sangre de su propio linaje.
No puedo detallar las razones de que se valen Atenea y Apolo para declarar a Orestes inocente, sino sólo hacer notar el punto esencial, racional de su argumentación, decisiva para su época. Es más importante el asesinato del padre que el de la madre, porque “no es la madre la engendradora de su hijo, sino sólo la nodriza del germen sembrado en sus entrañas”. Este argumento, que hoy juzgaríamos extravagante y desatinado, sonaba para algunos griegos irrebatible y sustentado en la tradición, tradición que acoge, entre otros, Aristóteles. En la Política (I,cap.2) establece lo que podemos llamar jerarquía natural. Esta jerarquía es aplicable tanto a los animales como a los seres humanos. Así, los animales domésticos son superiores a los salvajes. “Igualmente -dice Aristóteles- entre los sexos, puesto que el varón es superior y la mujer es inferior por naturaleza, el varón es el que gobierna y la mujer es el súbdito”.
Resalto lo anterior porque abona la idea de que “lo racional” aparece supeditado a las contingencias históricas y preso de las particularidades culturales. Vimos así, en el caso de las Euménides, cuán sesgada es la argumentación debido a prejuicios o ideas de la época al establecer diferencias jerárquicas entre los partícipes del acto generacional. Tocada por creencias y costumbres históricas, no está llamada la justificación racional, tal como aquí la entiendo, a dirimir las cuestiones tocantes a la valoración positiva o negativa de los actos singulares; en cambio, en el ámbito de las abstracciones y generalidades, son fecundos los movimientos de la razón para examinar, por ejemplo, la índole de la justicia o la virtud. En síntesis, la razón, como el dios Jano, tiene dos caras: por un lado, apunta, con firmeza, a la especulación pura, abstracta, y por el otro, con inseguridad, a las complejas exigencias de la praxis y a la vida.
Esta falta de certeza de la razón es el origen de nuestra perplejidad ante opciones que tocan muy en lo hondo de nuestras vidas, opciones tales que ninguna de ella tiene la fuerza persuasiva suficiente para alentarnos a elegir una u otra alternativa. Al escribir esto pienso en el patetismo, en el tono dramático de las decisiones que rozan las situaciones límite, y en las desavenencias, discordias, malentendidos, intolerancias que a veces tiñen las conversaciones ordinarias debido a las flaquezas de la razón.
Fuente: http://www.lagaceta.com.ar/vernota.asp?id_nota=278696
LA GACETA – Tucumán.