Estulticia y terror o sobre el ejercicio metódico de la desvergüenza

¿Qué nos queda por hacer con la existencia?, se pregunta Blanco Regueira.
Y en su reflexión advierte que es mejor morir teniendo una respuesta que
vivir sin haber planteado tal pregunta. Porque si la filosofía ha
sobrevivido durante tanto tiempo, lo ha hecho precisamente a sabiendas de
que su vigencia para el hombre no es otra cosa que la probabilidad, aún
despierta, de morir aferrado a una significación posible.
Decir mucho en pocas palabras, afirmaba Georg Christoph Lichtengber,
significa, en realidad, dar a entender con poco que se ha pensado mucho. Y
no podría decir nada mejor respecto al texto Estulticia y terror, la
última obra que viera publicada José Blanco Regueira y que reúne
magistralmente estas dos condiciones: una breve extensión y lo mejor de una
reflexión profunda.

El autor parte de una afirmación contundente: el hombre “representa un
estado de insignificancia imbécil”; mas pudo decir lo contrario: el hombre
representa un estado de imbecilidad insignificante y la situación, en
esencia, no cambia, poca significación y mucha imbecilidad. Pero tal parece
que la primera mueve a la segunda; la escasa significación orilla al hombre
a saciar su necesidad de hallar un sentido, fruto cuya posesión le
permitiría resarcir –aunque sólo sea como un recurso paliativo– lo que
Husserl llamara, en su momento, nuestro “sentimiento de indigencia vital”.
Pero es en esta necesidad de sentido donde reposa nuestra idiotez. Necesidad
que se vuelve necedad; consternación que se convierte en alarido.

El también traductor de El estoicismo, da cuenta, en este texto, de una de
sus ideas más trabajadas: la construcción de la realidad parte de una
Razón Oficial que al afirmarse como auténtica, “insta a cualquier ser
raciocinante a someterse a ella y a creer en la verdad”. “Razón, Verdad y
Realidad pasan a ser tres nombres distintos para un solo espartajo. Se trata
de los seudónimos oficiales del Terror”. En otras palabras, es la Razón
Oficial la que al asignarse la verdad se atribuye también la noción
legítima de lo Real, y se instituye como un ser monstruoso que propicia en
el hombre una condición de abatimiento.

Pero al ser la realidad “una ocurrencia instituida, fruto venenoso de alguna
oscura institución”, se muda también en el establecimiento de un principio
fundante. Principio que el hombre busca evadir mediante la terquedad de un
pensamiento ilusoriamente auténtico. El hombre se opone al Terror que sobre
él se ejerce haciendo de su capacidad de juzgar un ruego y una
conspiración. Un ruego porque busca, seducido por una victoria conjeturada
que reposa en la proliferación de su pensamiento, violentar de otra forma
el Terror mismo, traspasarlo. Conspiración, porque mediante el parloteo que
de él emana anhela mitigar su angustia; haciendo de la súplica y del
amotinamiento, un recurso en el que ambos concurren finalmente para asumir
una sofocación voluntaria, un agobio espontáneo.

Ya en otra oportunidad, el autor de La odisea del liberto había escrito que
el pensamiento tiene una semejanza con la desangración, y que la impotencia
humana, manifiesta en sus alaridos, es la característica más propia de
nuestra condición de mortales. Ahora nos recuerda que el origen de las
ideas está en el dolor; que del sufrimiento mismo, que de la agonía misma
de los cerdos, como él lo llama, brotan las ideas como cuerpos informes,
como masa sin forma y posiblemente sin fortuna. Antes que nuestro autor,
Sócrates, mejor que nadie, había anunciado con su mayéutica la necesidad
de alumbrar la verdad, la posibilidad latente de parir ideas; pero nunca
abordó con suficiencia lo referente a los trabajos de parto, ni nos
advirtió sobre la probabilidad de un aborto. No vislumbró la ocasión de
un nacimiento prematuro, ni la expulsión consciente de una idea y su
abandono en pos de otra igualmente volátil e inútil. Tampoco pensó en la
ruptura del lazo paternal que nos emparenta con lo que de nosotros nace, ni
concibió el parricidio como la acción de una criatura perversa que rompe
violentamente cualquier relación de afinidad, volviéndose en contra
nuestra.

José Blanco afirma que es en la propia asfixia donde es posible engendrar y
en el grito lastimero del agonizante donde se puede hallar un poco de
consuelo. El hombre vocifera porque se siente asfixiado; pero no es la
asfixia ni la sangre que provoca la misma en lo que centra su vociferación
sino en su impotencia, en la escasa capacidad que posee de darse cuenta, de
justificarse, de asirse de sentido.

¿Qué nos queda por hacer con la existencia?, se pregunta Blanco Regueira.
Y en su reflexión advierte que es mejor morir teniendo una respuesta que
vivir sin haber planteado tal pregunta. Porque si la filosofía ha
sobrevivido durante tanto tiempo, lo ha hecho precisamente a sabiendas de
que su vigencia para el hombre no es otra cosa que la probabilidad, aún
despierta, de morir aferrado a una significación posible. Y es que si el
idealismo es, como sostiene, “la filosofía de los comedores de morcillas”,
debemos reconocer entonces que la filosofía toda representa una fuente de
envenenamiento que se ha perpetuado por siglos y que dicha perpetuación
obedece, en parte, al Estado de estulticia en que nos hallamos, y al
habitual Terror que ejercemos para aligerar la carga que llevamos a cuestas,
para librarnos del soberano idiota que nos gobierna.

Para lograr este propósito, se subraya, nos valemos de la religión o de la
democracia. De la primera, por ser “el modo más eficaz de soportar un
estado de estupidez colectiva”; de la segunda, porque mediante “el
predominio de unos esclavos escogidos sobre otros”, maliciosamente
entronizamos una razón malsana. Ahí radica nuestra desvergüenza, en la
divinización de la propia insolencia. También aquí pueden distinguirse
dos tipos de estulticia: una pasiva, donde el Terror se padece y soporta; la
otra, activa, que fuerza al hombre a ejercer, con método, una locura
sempiterna. De ambas es característico el stare, el estar como un modo,
como una forma peculiar de asentarse en un mundo ajeno e irreconocible. De
esta forma, el hombre so-porta y porta la violencia que lo altera, la
molestia que lo perturba, pudiéndose transformar entonces de víctima en
victimario, de siervo en señor.

Blanco Regueira afirma que en el mundo moderno, los que se yerguen como sus
amos y señores, han edificado sobre escombros un palacio luminoso y
resplandeciente; morada divina en la cual, no obstante, pareciera que sólo
ellos tienen cabida. Mientras tanto los desafortunados, ven disipada la
fortuna que creyeron tener mediante un acto aparente de libramiento de la
condición de cautivo que nos es propia. Los amos han engañado a los
esclavos y les han ofrecido su libertad. En realidad, lo único que han
hecho es desplegar la cárcel volviéndola aún más insoportable.

Mediante este artificio el hombre se entrega a una despreocupación y un
contentamiento de vivir que son, en esencia, falsos. Porque, y esto nos lo
enseñó Kierkegaard al referirse a la desesperación, la no conciencia o
inaceptación de nuestra enfermedad, no equivale a la ausencia del terrible
mal que nos afecta. Incluso su reconocimiento no es más que una
abdicación, la renuncia a la errada pretensión de mirar de frente una vida
que se pasa de largo.

El hombre moderno, apocado, heredero de Urano y su circunstancia, aspira a
situarse en un momento futuro y le apuesta a esa aspiración. En este
esfuerzo impropio centra José Blanco su tiro: el hombre ha sufrido un
transtorno primigenio del que es imposible desembarazarse. Por eso “sólo a
los necios compete la transformación de la espera en esperanza, esa
perversión del sentido animal del acto de aguardar. Mientras el animal
aguarda, el necio guarda: quiere salvar del tiempo algún proyecto de vida”.
Para ello inventa el trabajo como un medio de apropiación de algo, que de
por sí, nos está negado desde siempre: el sentido mismo de la vida. Pero,
¿qué sentido tiene buscar sentido? La respuesta a esta pregunta o tan
sólo su intento, es producto ya de una mente porfiada, de una conciencia
obstinada por alcanzar una solidez que apenas sospecha.

Visto de esta forma, el filosofar es tarea de buitres porque ¿qué otra
cosa hacen los filósofos sino alimentarse de ideas muertas, de fetos
abortados que fueron producto de un desconcierto, es decir, de una
alteración del orden y una situación de exterminio? Pero así como los
buitres morirían sin la carne putrefacta que comen, los filósofos serían
historia si no lograran masticar los engendros que otros, como ellos, se han
visto en la necesidad de escupir, es decir, de pensar. Es en este gargajeo y
en la digestión de productos malogrados, donde podemos ubicar una
sabiduría hoy añorada: aprender a embutir, como lo hicieran algunos
antiguos, lo que parece intragable, nuestra ruina.

Hoy todo conocimiento claro, evidente y seguro, no es mas que una muestra de
la astucia de la que nos hemos valido para dejar, aunque sólo sea
momentáneamente, de estremecernos. Ha sido la institución misma de la
sinrazón lo que nos ha llevado a la jadeante condición de la mentira, al
divorcio ineludible de la inteligencia y la creencia.

Ahora bien, si el pensar es por una parte una condena, también es un
atrevimiento, dice Blanco. Atreverse a pensar es lo mismo que arrojarse al
mar sabiendo de antemano que no se sabe nadar; es decir, someterse a las
consecuencias del naufragio, condenarse al ahogo. De ahí que de todo
creyente sea propio bendecir la boca que lo vomita, creyéndose amado por
Dios, “por la bota sin pie que nos aplasta”. De ahí también que este
benedicere, que este bien decir, se convierta a la postre en una maldición,
en una imprecación propia de todo desencanto.

Es la decadencia del pensar lo que conlleva al hombre a “creer que es algo”
y, lo que es peor, a creer que es algo a partir de algo distinto de sí
mismo. El asentimiento y la fe que se tiene en él, se fincan en la ficción
de que el ser humano es el jugador de ajedrez cuando no pasa de ser un
simple peón; elemento ligado, por su naturaleza desmañada, a la expiación
siempre necesaria, a la purga, al sacrificio. Es este subterfugio, el de
asentar que estamos en una situación privilegiada, el que le permite al
hombre evadir el luto riguroso que habría de portar.

Debiéramos aprender a soportar y callar; sin embargo, es propio de la
naturaleza humana el insurgirse hasta llegar a la habladuría. Esta última
palabra, dicha en el sentido más despectivo, nunca en el que le atribuyera
Heidegger en El ser y el tiempo. A través de su insurrección y de su
expresión inoportuna e impertinente, el necio busca sobrevivir; si
entendemos la sobrevivencia no sólo como un medio de subsistencia dentro de
condiciones adversas, sino como la búsqueda pertinaz por transgredir las
barreras mismas de la muerte. Para sobrevivir, afirma Blanco Regueira, el
imbécil debe “aparearse en su propio interior con un listillo”. Imbecilidad
y listeza coexisten siendo distintas y condicionan la sobrevivencia misma. A
la listeza se atribuye la velocidad y el ingenio; a la imbecilidad, la
torpeza y la escasez racional. Pero la primera prorrumpede la segunda: “los
listos tienen que apoyarse en una estupidez de fondo para dar rienda suelta
a la espectacularidad de sus juicios”. De esta forma, la exacerbación
cerebral del listo y la atrofia mental del imbécil son los dos lados de una
misma moneda, las otras caras del rostro. Ambas se fusionan en un Estado de
estulticia, en una condición rastrera en la que el hombre, siempre
postrado, se sigue escandalizando por la estrechez que le singulariza.

Pero volviendo al punto, entre la contienda que se da entre el listo y el
imbécil figura un tercero que designa al vencedor de la disputa. Un tercero
que, buscando situarse por encima de los competidores como un observador
neutral, justifica su incumbencia y se atribuye, con una estupidez mayor a
la primera y con una seudolisteza pasmosa, una legitimidad impropia. En este
sentido, lo que dentro de la modernidad se conoce como objetividad, dice el
autor, responde a la necesidad de contar con un árbitro; componedor
fallido, pesquisidor y carcelario de una realidad entrevista.

Pero es de una “cobardía atávica”, se sostiene, de donde se deriva la
imposición de una Autoridad. Es nuestro propio desvarío el que nos orilla
a “fundar la posibilidad de que alguien tenga la razón”. Es este absurdo el
que le hace ver al hombre la manifestación misma del espanto, el reflejo
mismo del miedo, que se desprende de la conciencia que adquiere al advertir
que la carne corrompida que come, es la de su propio cuerpo decaído. Es
precisamente la toma de conciencia de nuestra cobardía y nuestra flaqueza,
la que nos transporta, desalentados, de la cuna a la tumba. Es este mismo
reconocimiento el que nos reitera, una y otra vez, que la única diferencia
entre el niño que comienza a gatear y el moribundo que se arrastra, es una
inocencia extraviada que no ha de tener lugar jamás.

Estulticia y terror,
José Blanco Regueira,
Toluca, Estado de México,
Instituto Mexiquense de Cultura,
Col. “El corazón y los confines”,
2002,
128 pp.
Fuente: Germán Iván Martínez

MEXICO. 4 de julio de 2010

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