El permanente shock de lo nuevo en arte descalabra todo intento de captura teórica. Un ensayo propone regresar a la interioridad y plantea nuevas paradojas.
Realidad coleidoscópica (Lisandro Ziperovich)
De todas las ramas tradicionales de la filosofía, la estética, al menos en un sentido formal, fue probablemente la última en brotar. Hasta el siglo XVIII, “estética” todavía aludía al conocimiento que se obtiene a través de los sentidos, una fuente que la tradición occidental no siempre despreció, pero en general subordinó a los más fiables resultados que se obtenían aplicando la razón. Uno de los monumentos de la filosofía moderna, la Crítica de la razón pura (1781) de Immanuel Kant, enseña que los sentidos nos facilitan nuestro primer acceso al mundo, pero por sí mismos no nos permitirían saber nada.
En esa obra, Kant emplea el término “estética” para hablar de los sentidos, aunque en su último gran tratado, la Crítica de la facultad de juzgar ( 1790), ya empieza a utilizarlo para referirse a las reacciones frente la belleza. Sólo en el siglo siguiente se volvería habitual reservar la palabra para hablar de las reflexiones filosóficas sobre el arte.
La primera gran contribución en la que se asume plenamente este significado es la estética de Hegel, un conjunto de clases publicadas entre 1835 y 1838 por sus discípulos tras la muerte del pensador. Como el libro de Rüdiger Bubner Acción, historia y orden institucional. Ensayos de filosofía práctica y una reflexión sobre estética testimonia aún sin proponérselo, Kant y Hegel, los mayores representantes del llamado idealismo alemán, siguen organizando las discusiones sobre estética dentro de la filosofía.
Es claro, sin embargo, que la estética no ocupa un lugar central en la tradición filosófica, más absorbida por las preguntas acerca del conocimiento verdadero, del razonamiento correcto, de la justificación ética de nuestras acciones y de los fundamentos de la política. También sobre estas dominancias el libro de Bubner aporta un ejemplo, pues los dos últimos temas acaparan casi toda su extensión.
Desde su origen en Grecia, la filosofía también conjetura acerca de realidades superiores a la naturaleza y al hombre o se interroga sobre la existencia del mundo, pero en la filosofía contemporánea los focos de interés parecen haberse desplazado hacia zonas menos trascendentes, si bien consideradas más urgentes: los usos del lenguaje y la esencia del poder o los desafíos que a todo nivel plantean la técnica y la ciencia. En el siglo pasado la filosofía vio multiplicarse sus preocupaciones en una enorme variedad de direcciones: la bioética, la epistemología o la teoría de la democracia, por nombrar sólo algunas.
Estos grandes problemas no son, por supuesto, los únicos con los que se compromete la filosofía, pero suelen ocupar los primeros lugares en las publicaciones y los programas de estudio. Otro asunto central para las universidades es la propia historia de la filosofía y el estudio de las obras de los grandes autores de todos los tiempos, pero las motivaciones para la exploración de ese ingente legado responden habitualmente a alguna inquietud ética o gnoseológica, metafísica o política. De modo que la estética no es sólo la hermana menor dentro de estas orientaciones convencionales, también parece la parienta pobre.
Realidad caleidoscópica
Todo esto no significa que el arte haya sido desconsiderado por los filósofos que precedieron a los del siglo XVIII, cuando el gusto y el placer comenzaron a ser investigados con decisión. Conservamos fragmentos presocráticos en los que se sienta posición sobre el origen de la creatividad literaria, y unos apuntes de Aristóteles sobre el teatro, olvidados durante un milenio, no han dejado de suscitar interrogantes desde su redescubrimiento en el Renacimiento. Platón imaginó el espacio que deberían ocupar (o desalojar) los artistas en una ciudad ideal.
Ya en el siglo XX, Heidegger entendió que la poesía abría un camino único para pensar problemas esenciales que habían sido exiliados de la filosofía. Adorno escribió el último gran tratado de estética de que disponemos – un grito de guerra modernista que enfrenta tanto las servidumbres del entretenimiento masivo como la banalización política – y ayudó a rescatar los heterodoxos escritos de Benjamin.
La posmodernidad emergió en corrientes arquitectónicas y artísticas antes de que Lyotard la proyectara a la categoría de espíritu general de una época. Los problemas del arte y la literatura han ocupado a pensadores tan distintos entre sí como Derrida y Rorty, Deleuze y Danto, Vattimo y Foucault. Este elenco, desde luego, se podría ampliar sin ningún esfuerzo. Pese a todo, la pregunta por el arte contemporáneo continúa superando muchas veces los intereses, y otras las fuerzas, de la mayor parte de los filósofos, cuyos empeños actuales son desbordados casi de inmediato por una realidad caleidoscópica.
Habermas, precavido, apenas se refiere al arte; los filósofos analíticos lo abordan de modo marginal y desde de una reductiva, aunque consistente, psicología. En el amplio capítulo final de su libro, Bubner atribuye la situación periférica de la estética desde los tiempos de Kant y Hegel a la violenta revolución artística ocurrida en el siglo XX.
“La liberación radical de la producción artística misma del recinto ontológico tradicional – escribe Bubner – y la superación de cualquier canon (…) han dejado irremediablemente atrás las posibilidades de la teoría [filosófica]”. El permanente shock de lo nuevo en el arte descalabra cualquier intento de captura teórica. Formas sucedáneas de la estética, como denomina Bubner a las que practican, por ejemplo, los propios artistas, no satisfacen los exigentes criterios de los teóricos, quienes sin embargo apenas logran ofrecer algo a cambio. La estética se hace fuerte en revisiones permanentes sobre su propia tradición conceptual. Pero se trata de un refugio seguro antes que de un desarrollo acorde con los tiempos.
Distintas tendencias del pensamiento del siglo XX han visto en el arte un ámbito privilegiado para la verdad. En consecuencia, las rígidas fronteras entre la filosofía y el arte se volvieron permeables, explica Bubner. El arte ya no queda, como ocurría en el pasado, enteramente definido en términos de belleza o placer; la propia noción de obra de arte ha sido desmantelada por las vanguardias. Hegel aún se respaldaba en las obras; Kant, pensaba en términos de placer.
Algunas de estas visiones capitales todavía son muy útiles para nosotros, pero no podemos reflexionar sobre lo que nos rodea siendo rígidamente fieles a sus huellas.
Bubner busca rescatar la experiencia estética de inspiración kantiana porque no remite a objetos precisos, sino que acontece dentro del propio sujeto.
Pero esta propuesta de un regreso a la interioridad abre nuevas paradojas y dificultades. Hegel anunció que, en su época, el arte era una cosa del pasado y había sido superado. Es posible que su dictamen haya afectado más directamente a la disciplina que pretendía refundar, la estética filosófica, que al objeto del que ésta iba a ocuparse.
Fuente: http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/filosofia/Rudiger_Bunber_0_501549856.html
ARGENTINA. 17 de junio de 2011