Muchas veces me he sentido extraño cuando leo a algún filósofo y experimento un dejá vu, la impresión de que estoy viviendo algo ya vivido o soñado. Luego comprendí que eso se debía a que todos esos pensadores están de alguna manera diluidos en la sabiduría colectiva, el sentido común y hasta en algunos dichos populares. Porque, por ejemplo: ¿a quién se le ocurre que todo ocurre por alguna razón, que no hay nada casual, que todo está previsto en el pensamiento de Dios o en algún plan trascedente, sin haber leído a Leibnitz? ¿Quién va a creer que está citando a Platón cuando dice que un carro, una universidad, un gobierno o un país sí son verdaderos, en comparación con su simulacro o reflejo en la oscuridad de una caverna que son esta universidad, este gobierno o este país?
Lo mismo ocurre con el culto a los “legados”. Por supuesto, hay un residuo de creencias propias de una sociedad aristocrática o simplemente de clase, en donde las propiedades privadas son heredadas por la descendencia, junto a los títulos nobiliarios. Esto me ha sorprendido hasta en reuniones de gente “revolucionaria”, que invertía casi una hora, para reivindicar su pedigrí revolucionario transmitido por la herencia de algún abuelo que fue guerrillero o jefe de no sé qué operación revolucionaria.
Pero más interesante de identificar en este culto a los legados, es la marca proveniente de Gadamer y, por tanto de Heidegger. Insisto en que la gente que reivindica una tradición no tiene por qué haber leído a ninguno de los dos sabios alemanes, que escribieron sendas guarataras filosóficas de difícil digestión. Me explico. Gadamer, por ejemplo, el desarrollador de la hermenéutica o arte de la interpretación en el siglo XX, decía que vivimos en medio de tradiciones. Estas se manifiestan en nuestros prejuicios o pensamientos que anticipamos ante los objetos, sin haberlos confrontado con la experiencia o la crítica.
Es decir, toda cultura viene siendo el conjunto de muchas tradiciones, pues ellas son el acumulado de los mensajes de las anteriores generaciones en forma de significaciones, costumbres, manías incluso. Como somos seres que nacemos (somos expelidos, eyectados, lanzados a la existencia, como se diría siguiendo a Heidegger) sin escoger ni nuestra familia ni el contexto histórico que nos marca, ya venimos con una comprensión de las cosas hecha antes de comprenderlas nosotros mismos. Eso son los preconceptos o prejuicios.
Claro, Gadamer critica que la Ilustración tiene un “prejuicio contra los prejuicios”, y resalta únicamente que consisten en conclusiones demasiado apresuradas y adelantadas al estudio crítico de las cosas. Pero, argumenta el autor que comentamos, hay razón en tener prejuicios y reconocer a sus portadores como autoridades. Esta, por supuesto, es la opinión de Gadamer. Marx por ejemplo, llegó a decir que el peso de los muertos aplasta nuestros cerebros y, cuando precisamente se trata de inventar algo nuevo en situaciones como las revoluciones, los seres humanos recurren a figuras del pasado, cuyos atuendos tratamos de vestir a juro. Algo de eso está en el culto de Bolívar, por ejemplo, figura de nuestra tradición que ha servido a todos los gobiernos venezolanos desde el siglo XIX.
Hablar de los “legados”, desde la muerte de Chávez, se ha hecho oportuno cuando el personaje en cuestión ha fallecido. De ahí, por ejemplo, que se hicieron muchas charlas y conferencias sobre “el legado de Chávez” entre 2013 y 2014. Ahora en las redes sociales algunos mencionan “el legado de Carlos Lanz”. Incluso el amigo Roberto López ha escrito un interesante artículo titulado así, precisamente.
Me parece interesante el texto de Roberto, no tanto por el homenaje a la reciente víctima de un grupo de enchufados vinculados con el crimen organizado que incluía a su propia familia, y en primer lugar, a quien él escogió como pareja. Nada menos. El escrito del amigo López es relevante, decía, porque aporta un trazo de la historia de esa izquierda de los ochenta y noventa que se distinguió de la izquierda parlamentaria y “reformista”, surgida en los 70, a raíz del juicio acertado acerca de la terrible equivocación que significó la lucha armada y su separación del marxismo-leninismo, sobre todo en su versión soviética y china. Esa izquierda que hacía “trabajo de masas” legal, de corte cultural y gremial, con una parte de su corazón involucrado en un aparato clandestino, admirando a los legendarios comandantes que, a falta de una guerrilla rural siguiendo el modelo guevarista, optaron por núcleos que realizaban asaltos de banco, secuestros, escapes espectaculares de prisiones y demás acciones de mucho impacto mediático. Y eso hasta finales de los setenta. Después quedó esa mala costumbre de alimentar la autoestima con una suerte de paranoia prestigiosa, como Stepan Stepanovich, el personaje de Dostoyevski de la novela “Los endemoniados”.
Roberto destaca el planteamiento de “democracia de calle” como central del aporte teórico de Carlos Lanz, en medio de las discusiones que adelantaron los del grupo “Desobediencia Popular” que incluía muchos grupos culturales y deportivos en algunos barrios populares, y hasta dirigentes gremiales universitarios, como el caso de la recordada Roraima Quiñonez en la Universidad de Carabobo. Esta noción se vincula, ciertamente, con las propuestas de democracia participativa que se concretaron en varias disposiciones de la actual constitución, como los referendo, las iniciativas populares de leyes y la atención hacia formas de delegación en organizaciones locales de competencias municipales. Todo eso también provino de fuentes tan heterogéneas como podrían ser la Iglesia católica (la UCAB), intelectuales como Margarita López Maya o hasta la Comisión Presidencial de Reforma del Estado, designada por Lusinchi, sobre todo cuando Matos Azocar tenía cierta influencia, denunciada como “socialista” por los adecos romuleros. Cabe mencionar que CL también promovió la metodología de la Investigación Acción Participativa, inventada por el sociólogo colombiano Orlando Fals Borda, en el medio académico.
Pero en las elaboraciones de CL y sus “desobedientes” había también un feroz antipartidismo (especialmente contra los partidos reformistas: MAS, MIR, PCV, etc) y una actitud de permanente conflicto, de enfrentamiento con la policía en las afueras de las universidades, que construyó toda una cultura del encapuchado en los ochenta y los noventa, la cual exploré en aquel libro de cuentos titulado “I love K-pucha” (¿lo recuerda, Luís Britto?).
Por supuesto, esas nociones de “democracia de calle” y de antileninismo resistente a cualquier organización política-partidista (excepto la propia), están en las antípodas de lo que significa ese aparato vertical y autoritario, mezcla de burocracia estatal con militares ambiciosos, que es el PSUV. Pero el hecho fue que Carlos Lanz se convirtió, no solo en colaborador del sistema, sino en uno de sus ideólogos más destacados. Adelantó iniciativas para estimular la vuelta al campo con su programa “Todas las manos a la siembra” y hasta promovió la cogestión obrera en ALCASA. No conocemos un balance realista de esas gestiones, aunque la situación general de las empresas básicas de Guayana nos da una idea de en qué pararon. Por otra parte, CL devino especialista en guerra de tercera y cuarta generación y, en general, de contraespionaje militar, experticias que lo convirtieron en uno de los asesores más recurridos entre los militares.
Quiso el destino (¡oh, se me salió el resto de Teología de la Providencia que queda en mis tradiciones asimiladas!) que se cumpliera aquel sabio dicho popular “en casa de herrero, cuchillo de palo” (la conocida “ironía de la Historia” de Hegel) y CL terminara de alimento de cochinos o, más bien, de hienas o jabalíes, que sí son animales capaces de comerse completo un femur o un cráneo humano. La confesión de la autora intelectual nos choca, un poco porque Hollywood siempre presentó a las “mujeres fatales” con la facha de una actriz bellísima y despampanante (como Rebeca Romijin, en el film de Brian de Palma), otro poco porque nos recordó amargamente la serenidad y la desconcertante abyección de las confesiones de los acusados de Stalin, que elogiaban perrunamente a sus propios verdugos.
Pero, bueno, dicen que las investigaciones siguen. Supongo que ahora los imputados serán los de la trama completa de corrupción en el INCE y demás instituciones. Hay que buscar las cotufas, pero, por favor, no nos decepcionen.
Notas
Jesús Puerta ha publicado 296 artículos en Aporrea.org desde 24/06/03
Fuente: https://www.aporrea.org/ideologia/a313913.html
13 de julio de 2022