Discurso del Quijote. Libro fundamental
Con el Quijote dio España a la humanidad uno de sus libros fundamentales. En cada hombre hay algo de Quijote, no importa cuál sea su raza; pero en el español se acentúan sus rasgos, y en todo aquel cuya alma se ha forjado en el lenguaje de Castilla.
Por eso puede afirmarse que el Quijote es tan hispanoamericano como es español. Y tanto España como nosotros, por la común posesión del idioma cervantesco —así no hubiese ligas de sangre—, tenemos en el Quijote un tesoro que crea linaje de espíritu. Pocos pueblos cuentan con ventaja parecida. El Dante hace sonreír de complacencia a cada italiano y también a cada hombre, lo hace crecer y sentirse más fuerte. De Shakespeare también se ha dicho que pondría en aprietos a cualquier inglés a quien se preguntase qué preferiría, obligado a escoger para gloria de su nación, a Shakespeare o al Imperio del Indostán. Y es que los tres, cada uno en su categoría, representa valores universales. Dante es el poeta de lo sobrenatural y lo eterno; Cervantes despierta en cada hombre el amor de lo imposible y el dolor del fracaso noble; Shakespeare enseña la dicha y el terror de las pasiones entregadas a su propio desconcierto.
El español tiene motivos de sobra para ufanarse, por igual, del Quijote y de la epopeya de América, en un sentido profundo son ambos acontecimientos el fruto de un mismo afán de universalidad, dirigido a lo maravilloso y lo eterno. A veces ocurre en la historia que se hermanan la capacidad literaria y el don del Imperio. El genio literario es ya un invasor en el terreno de las conciencias. Invasor perdurable, porque emplea el arma de la persuasión, de efectos más hondos que la coerción de los conquistadores guerreros.
En lafirme voluntad de Cortés y de Pizarro, de Alvarado y de Almagro o Benalcázar y Jiménez de Quezada, hay el mismo espíritu despreocupado, desdeñoso del imposible, que lleva al Quijote a dejar tierra y hogar para su lucha contra los fantasmas de la injusticia. Y aunque toda la obra colonial de España se perdió para la metrópoli en lo material, el Quijote que guió la conquista, el Quijote que después, durante la Colonia, expidió las leyes de Indias, el monumento jurídico más piadoso que vieron los siglos; el Quijote que más tarde hizo la independencia política, subsiste en nuestra historia, y en este Centenario habla por veinte repúblicas, para decir que prefiere la locura insensata pero sublime del héroe de Cervantes a la prudente cautela de Hamlet cuyos vástagos lograron dominar la tierra. Nos quedó a nosotros, ha de quedarnos, la locura gloriosa que exige para el hombre mucho más que la tierra.
Significación del Quijote
«Ministros de Dios en la tierra, brazos por los que se ejecuta en ella su justicia». Así define Cervantes el ideal caballeresco, y ¿qué espíritu noble no ha soñado arriesgar la comodidad y la vida misma, con tal de contribuir a la realización del reino de la justicia en una tierra plagada de iniquidades? Todo el que acepta la pelea por una causa justa, sin preguntarse si puede o no vencer, todo el que es capaz de aceptar de antemano la derrota, si cree que el honor impone librar la batalla, es un héroe y es también un Quijote. Propio es de épocas decadentes y de individuos menguados hacer eco a los que sonríen con desdén ante el que quiere y no puede. Lo importante es querer apasionadamente y saber ser joven a su tiempo y viejo cuando llega la edad; pero siempre dispuesto a perder cuanto puede perderse si así es necesario, para que siga adelante el afán de la fe, la exigencia del bien. El propósito mejor del corazón es lo que falla en el Quijote y no porque su nación se haya hecho incompetente, sino porque, sigue siendo desigual en el hombre, la capacidad y la ambición y se sigue padeciendo el contraste de un poderío mezquino ante el anhelo enorme. Capacidad de hombre, ambición de ángel; tal es el fondo de la tragedia humana. Y el Quijote pone en acción lo que en nosotros hay de arcángel. Sancho, por sensato, resulta nada más humano. Y por más que se ha querido hacer del Quijote un símbolo de decadencia, es más bien su época, no su obra, lo que revela apatía. Los grandes intérpretes y admiradores del Quijote, un Dostoyewsky, un Gogol, un Turgueneff, no han hallado en el libro genial, motivo de depresión, sino estímulo para entender el espíritu humano en todo su valer mísero y sublime.
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Han llegado a constituir lugar común los paralelos entre Hamlet y don Quijote. Yo ni comparo siquiera al indeciso trágico de Shakespeare, con el generoso atrevido que hace de cada fracaso una gloria de la conciencia; sólo recojo de Shakespeare mismo, este pensamiento, aplicable al elogio del Quijote, que tal vez no llegó a conocer y que aparece en Hamlet: «A veces la impaciencia da más fruto que los más profundos cálculos». En nuestra historia hispanoamericana, donde abunda el mal, como en tantas otras historias, todos amamos a los que proceden a lo don Quijote, perdiendo y sufriendo por lo problemático y aun por lo que no ha de triunfar jamás, con plenitud, en la tierra. En este sentido cada cristiano es un Quijote: el siervo de una ética que contradice a la naturaleza y se le impone y la supera. Esfuerzo que sólo se logra a través de la lucha desgarradora de la santidad. En la más ruin de las almas hay un grano de admiración para todos aquellos que lograron desentenderse del consejo de la sobrina: «¿No sería mejor estarse pacífico en su casa, no irse por el mundo a buscar pan de trasiego, sin considerar que muchos van por lana y salen trasquilados?». Esta prudencia no la conocen las almas heroicas, y ¡ay! de aquel que siquiera en su juventud, no cerró los oídos a tanta sobrina prudente que nos acosa, para lanzarse a la pelea del bien, cueste lo que cueste, la dicha o la muerte, por aquello, también castizo, de que «vale más honra que vida». Los Hamlets de todas las variedades suelen quedarse sin vida, igual que los Quijotes, pero después de haber perdido, asimismo, la honra.
El desdén, esa emoción peligrosa que suele volverse contra el desdeñoso es, a la postre, el refugio de los Hamlets: y si de ellos no se ríe el lector, tampoco los ama. No es posible el paralelo entre la duda y la fe, entre el egoísmo cauto y la bondad en despilfarro. El hombre sublime que es el Quijote se levanta por encima de la risa y el llanto para proclamar el deber de todo varón, que consiste en: «Matar en los gigantes a la soberbia; a la avaricia y envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo buscando las ocasiones que nos pueden hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros». Cuando escuchamos esta proclama, todo lo que hay de heroico en la conciencia se endereza y dice, a lo poco que hay de Quijote en cada humana voluntad: ¡adelante! Adelante, hasta el sacrificio, si es necesario para desenmascarar a los viles; para dejar sin poder a los ineptos. Quienes frente a la aventura quijotesca ríen, pero sin un poco de llanto en los ojos, son de la familia cuerda, semisabia y odiosa del Bachiller Sansón Carrasco a quien con razón señala Papini como el verdadero antiquijote y no el pobre, simpático Sancho.
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Se ha repetido que el Quijote es un símbolo de la decadencia española, después de su esfuerzo mundial. Con decadencia o sin ella, lo que salva a España ante la historia y no sólo a Cervantes, es la inmensidad y la nobleza sin par del propósito imperial que con ella fracasó. Primero la reconquista que salvó a Europa de la barbarie mahometana; luego las conquistas de América que duplicaron, multiplicaron el territorio de la civilización y lo salvaron de caer en manos islámicas, con lo que aseguraron el triunfo definitivo de las culturas occidentales; en seguida, frente al caos de la Reforma protestante y su maldad, la Contrarreforma que salva el orden del espíritu. Para evitar el derrumbe de empresa de tal suerte magna, habría hecho falta llegar a la Monarquía Universal. Ello se malogró, quizás no tanto por la ineptitud de los contemporáneos de Cervantes, sino porque se adelantó en el desarrollo técnico Inglaterra. Basta recordar el «Trafalgar» de Pérez Galdós, para convencerse de que nada tenían de decadentes aquellos marinos guerreros. Lo que pasó es que les tocó pertenecer a una etapa en que su propia cultura se desplazaba: en vez del trigo que fue el sostén económico de Grecia y de Roma, en vez del oro que alimentó el poder guerrero de España, un nuevo elemento de progreso, el carbón como combustible, hacía su aparición en la industria. Entonces la historia, siempre brutal en sus zigzags y sus saltos, otorga el triunfo, no a la mayor virtud ni a la mejor calidad humana, sino al pueblo que, junto con virtudes esenciales, posee los recursos necesarios para la etapa económica nueva. Sin perjuicio de que, según ocurrió con la caída de España, el mejor ideal padezca temporal claudicación. Verse derrotado ambicionando lo más alto es ya quijotesco, pero resulta trágico, cuando no son precisamente los vientos que dispersaron la «Invencible» los culpables, sino la carencia de hulla que evitó la creación de un poderío industrial capaz de defender contra el inglés las tierras americanas.
Pero el Quijote está más allá de la economía y la industria, y es asunto de almas. En todas las edades milita el ejército sublime de los Quijotes, ¿qué importa que su gloria se vea empañada por la sonrisa piadosa de los impotentes? Es don divino la sonrisa; convertirla en risa que castiga la buena intención si fracasa, es corromperla. En ocasiones el escarnio cree vencer porque mata ilusiones, pero a la postre, puede más la inocencia que la astucia. En el desfile quijotesco se juntan héroes de diversa prosapia: los que tuvieron la ambición de crear patrias nobles y grandes y se vieron traicionados por los viles; los que engañados una vez, tornaron a confiar; los que padecieron traición y vuelven a entregar su amor; los fracasados, porque su arrojo excedió a sus medios; los que pusieron en el empeño todo su ímpetu y cayeron, sin embargo, sin culpa propia o con culpa; todos habrán de escuchar en un instante de espléndida justicia, la voz de Aquel que sonríe y bendice, aunque apostrofe: creíste poder redimir sin redimirte antes tú mismo; no mediste tu fuerza, pero la usaste; lo malo es tener algo y reservárselo, dejar de emplearlo en la causa del Bien; jugaste a Dios, creyéndote llamado a enderezar entuertos y causaste daños, risibles unos, ciertos otros; pero el fin puro de tu afán te salva y queda de lección para que otros actúen con más prudencia.
Gloria singular cobija a los Quijotes auténticos, joyel de la especie. La amargura y el desaliento suelen ser los compañeros de toda su vida, pero sus derrotas valen más que todas las victorias de los cautelosos y los falaces. Como el meteoro al caer, esplende cada acción quijotesca y si Dios mismo no interviene para dar a los Quijotes el triunfo que merecen, es porque el libre arbitrio en cierto modo nos desampara, nos obliga a preceder de astucia el arranque generoso. Ya que en la lucha contra la perfidia y el rencor, suele no bastar con el arma desnuda de la inocencia y es necesario acompañarla de la sabiduría de la serpiente.
Significación local del Quijote
Cervantes, el hombre más genial de su tiempo, padeció la tragedia de contemplar el desastre de su nación y su tiempo, sin poder remediado.
El autor del Quijote no es un escéptico. Al contrario, gran político, gran vidente social, señala los males del tiempo; condena el mal idealismo, la inepcia de emprender tareas sin la preparación adecuada, pero no por desengaño del bien ni por pesimismo. Tanto amó el ideal y con tanta claridad vio sus dificultades que para vencerlo le dio de ayudante a la locura. Es tan menguada la voluntad que jamás alcanza todas sus metas sin un poco de locura.
Cervantes no engaña, por eso no satisface a los mediocres que hubieran querido verlo escribir una obra de esperanza y de ilusión. No conozco mayor necedad que imaginarlo escribiendo un libro diferente, si llega a disfrutar las burguesas comodidades de un personaje acomodado. El genio, porque penetra los secretos de la vida y es sincero, no se pone a entonar aleluyas. La masa de los lectores, pese a los críticos, se solaza y se consuela con los libros que revelan el abismo subyacente, aunque dejen a salvo un pedazo de locura para el logro de la esperanza. En Cervantes, la esperanza se cumple en la regla de la caballería que es la regla cristiana: la fuerza al servicio del bien, aunque fracase una vez y ciento, con tal de que rehúse darse por vencida cuando sólo está derrotada.
Los manifiestos del optimismo barato seducen a los ingenuos y a los ambiciosos, pero el engaño dura un instante.Las obras del dolor y la profundidad suelen ser eternas. La humanidad no se conforma con la dicha pequeña que puede dar la Tierra. Cervantes nos enseña la imposibilidad del bien con sólo los recursos del mundo. Al mismo tiempo, nos deja viva la promesa de una posibilidad que trasciende lo común: la ilusión y la esperanza de una justicia y de una bondad que se realizan fuera de la patria que ve Sancho (en el mundo de sueño del quijotismo). Una locura cuerda se ha dicho; pero es cuerda hasta en tanto es necesario, para salvar lo loco que suele ser lo excelso.
Cervantes en América
Cervantes era viajero; después de Italia y tras el destierro del África, alguna vez, nos cuentan sus biógrafos, intentó trasladarse a México. Nuestras plazas, nuestras catedrales, nuestras poblaciones hubieran adquirido rango si Cervantes llega a mirarlas. La atmósfera de una ciudad se entona y refina cuando ha sido habitada por grandes conciencias. Sus casas se pueblan de memorias excelsas, sus plazas retienen algo del estremecimiento emotivo que en horas de profundidad imprimen a las cosas los ingenios singulares. Así se comprueba en Florencia, patria del Dante y de tantas universales mentalidades y en sitios como Ávila, tierra de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa.
Obstáculos burocráticos nos privaron de poseer el influjo invisible que tan ilustre visitante habría dejado en nuestro ambiente, y a él le causaron el quebranto que es fácil imaginar ya que el viaje por el planeta es necesidad de las almas despiertas. Supone vitalidad generosa el afán, que quijotescamente, impulsa al viajante y le embriaga con la ilusión de amores nuevos, patrias distantes, prójimo amable por dondequiera que el viento dirija los pasos. El ser mismo crece y se expande, se multiplica en los cuerpos, en las almas de los extraños, penetrando, por el afecto, más allá del cognoscere de la mente. Regocijo dionisíaco de poder decir en cada lugar: aquí me quedaría por el espacio de una vida, por la que vimos pasar por la calle y no llegó a miramos; por la plaza bien dispuesta, por las torres y las cúpulas o por los rascacielos o las pirámides, que en todo alienta, soplo divino que pasó por la conciencia del hombre. Dulzura de tantos viejos o nuevos rincones del mundo a donde quisiéramos volver; dicha negada de tantos otros que el alma no llegó a contemplar. Pero el Quijote estaba ya en América, pese a que no llegó a visitarnos Cervantes: vino aquí como adelantado de la raza y fue misionero y capitán; vino en la esforzada voluntad de Hernán Cortés, un Quijote al que le salió bien la osada aventura; fue precursor en los que padecieron el miraje de la Cíbola y sus cúpulas de oro que nunca existieron, pero que impuso tributo de muerte a los héroes que abrieron por el Norte los caminos de la civilización. Quijote fue también Diego de Ordaz lanzado a la estéril, peligrosa aventura de escalar el Popocatépetl, más allá de la región de las águilas.
Y me imagino que Cervantes se habría entristecido frente al espectáculo de nuestras serranías, que no dejan sitio para que la obra del hombre se asiente y se ensanche. Son ellas en su espléndida belleza un engaño, para el afán, dificultan las comunicaciones, impiden el cultivo y si, a veces, rinden metales valiosos, su producción aleatoria, daña el carácter en el vaivén de la bonanza que trae derroche y el desaliento de la veta que se extingue, el esfuerzo que se defrauda. Cuando el epílogo de una empresa ardua es la ruina, Prometeo mismo se cubre el rostro. Y don Quijote huye, pero en busca de aventuras del espíritu que nunca acarrean desengaño. Por lo que colijo que aquí ha estado, está en su tierra don Quijote, bregando siempre, así sospeche como le ocurrió a Bolívar, que «ara en el mar». No pudo venir Cervantes, pero nos legó a don Quijote y con él, la virtud teologal de la Esperanza.
La ironía del Quijote
La ironía es elemento imprescindible en la composición del Quijote. Pero es menester advertir que el propio Quijote no es humorista. Para que ría de sus invenciones, Cervantes ha contado con el coro interminable que constituyen sus lectores, de cada época. La ironía, pues, se expresa en nosotros, el coro de la tragedia, así como la sensatez se refugia en Sancho Panza y la mediocridad prudente en el Bachiller Carrasco. La sensatez de Sancho Panza es sabia como el sentir popular, pero ennoblecida por la fe que le hace continuar, pese a los yerros que palpa. Se ha observado cómo, pese a cada experiencia contraria, Sancho se lamenta, pero torna a probar ventura. Don Quijote sólo mira su sueño; desprecia la realidad, junto con el buen sentido ilustrado del Bachiller Carrasco. Son éstos, los bachilleres, lo que hay de bachiller en cada uno de nosotros, los causantes de una risa que resulta menguada si no va acompañada de tristeza profunda. Cada lector ríe, pero como para defenderse de tener que confesar la íntima ruindad del acontecer. Y subterráneamente simpatiza con el héroe, que es el Quijote. No se atreve, sin embargo, a aplaudir, menos a colaborar, por miedo de caer en el mismo ridículo que para don Quijote es indiferente, pero causa, espanto al mediocre.
La ironía del Quijote no está hecha para burlarse del bien, sino de la condición humana que otorga la victoria al cauteloso y terco, más bien que al generoso exaltado. Bien visto, ¿cuál de nuestros éxitos es de tal modo cabal, que pueda escapar, ya no digo a la burla, que al fin es inocente, sino a cierto reproche de la conciencia? Con todo y su impecable cordura, la técnica científica nos ha conducido a los terrores de la Era Atómica. Ante este fracaso sin honor, no cabe la risa de gloria que inspira el Quijote. Se impone el horror. De donde se deduce la actualidad del Quijote, que contra el oportunismo y la materialidad de la época, enseña lealtad al fin más alto, por encima de las conveniencias sociales.
El temor del ridículo, ese freno de los mediocres se desvanece ante el ejemplo quijotesco de una valentía que sale intacta de la prueba y pone sonrojo en la frente del que no es capaz de arrostrar el ridículo, como uno de tantos riesgos del que intenta la posibilidad, una entre cien, si vale la pena el objeto de la apuesta y la apuesta es de sacrificio, no de codicia.
Cervantes es un caricaturista que nos ha hecho entrañable la caricatura; ridiculiza el caballero sin seso, por lo mismo que cree en el caballero auténtico. Es Cervantes un varón de fe, no un escéptico; su crítica se ensaña en los vanidosos, los insinceros, los incompetentes, precisamente porque cree en la posibilidad de la acción recta e ilustre.
El humanismo de Cervantes es indulgente, nunca lastima la convicción humana, ni desespera de ella; al contrario, la transfigura. Para ello se vale de la locura del Quijote que desdeña la realidad, la corrige, la embellece, haciéndola aparecer tal cual es para la mirada de la conciencia que está segura de una realidad más alta.
* (*) José Vasconcelos, Discursos 1920-1950, Ediciones Botas, México, 1950.
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Fuente: http://cvc.cervantes.es/literatura/quijote_america/mexico/vasconcelos.htm
SPAIN. 23 de diciembre de 2009