El primer existencialismo

Dos modelos de filosofía

La sabiduría de la Baja Edad Media no se reduce al primer nominalismo del siglo XII, que prepara la gran escolástica de las universidades de la centuria siguiente y mucho después la brillante crítica de los modernos. Todos estos movimientos, tan variados como contradictorios, tienen dos cosas en común. Por su contenido, lo mismo el mundo físico –sobre todo la astronomía– que el alma y cuerpo del hombre y lo que es más grave, el mismo Dios, son realidades naturales, más o menos elevadas, y el conocimiento de los filósofos y los teólogos es puramente objetivo. En este punto son los herederos de los maestros griegos, que han tomado como modelo a los seres físicos y al desarrollo de su actividad propia.
Esta condición va acompañada de otra que es su explicación y su complemento. Desde el punto de vista formal, todos estos pensadores son filósofos oficiales y profesionales, dedicados específicamente a la investigación y la enseñanza. Sucede que una historia de la filosofía sólo se preocupa de ellos y deja fuera de su consideración a toda una colectividad de cantores y de escritores, que reflejan en su literatura la forma de estar en el mundo propia de los hombres de una época y las correspondientes experiencias vitales. Esta filosofía mundana es tanto más digna de respeto cuanto que refleja la visión que sus contemporáneos tienen de la existencia, sobre todo cuando esta visión es tan rica y tan universal como la de los hombres de la última Edad Media.
Cuando todos ellos analizan la forma de ser de la vida humana –y esta es su segunda gran diferencia con relación a los filósofos oficiales– sus vivencias van más allá de esa estrecha esfera y coinciden con las de los hombres comunes. Su pensamiento, que no pretende enseñar a nadie, pues todos lo experimentan por el mero hecho de estar en acto de existir, describen el carácter fugaz de cada uno de los momentos de la vida y la llegada irremisible de la muerte, que coloca en un lugar desconocido los más ilustres destinos. Lo que es más importante, el tiempo de la existencia se escapa no sólo a todo conocimiento objetivo sino a toda ética normativa, y sitúa a los hombres en determinadas actitudes existenciales: la vivencia del presente, la desaparición del pasado, la consideración del futuro como oportunidad única.
I. La vivencia del presente
Carmina Burana. Inestabilidad
La primera actitud ante la fugacidad de la vida y de su tiempo incita a aprovechar el momento presente y gozar de él antes de que desaparezca sin remedio. El carpe diem está cantado por los goliardos, hermandades de clérici vagantes, compuesta por clérigos pobres, monjes ociosos y estudiantes de las universidades medievales. Ya en momentos en que la existencia colectiva alcanza su plenitud aparecen los primeros Carmina Burana, pero incluso a raíz de la gran peste hay testimonios escritos de una explosión de vitalismo desenfrenado, en vista de la cercanía y la seguridad de la muerte.
La poesía goliardesca nace junto a la literatura latina culta y aunque posee la misma preparación de los letrados se expresa con total libertad. Utiliza el latín rimado en consonante y los versos cortos, y sus temas preferidos son el amor sensual, el vino, el juego, la sátira del clero establecido, la inestabilidad de la fortuna y el paso del tiempo. Los compositores de los Carmina son poetas anónimos, y sus cantores una casta de intelectuales marginados, que a los ojos de la sociedad establecida forman un grupo maldito que todo lo escarnece y cuestiona. Este género de literatura, además de ser sumamente rica coincide con el movimiento cultural de los siglos XII y XIII.
La experiencia de los goliardos es de todas formas muy distinta a las vivencias individuales de los epigramistas griegos y latinos. Para empezar no utilizan el lenguaje escrito y su comunicación es oral. Sus autores, aunque crean verdaderas obras de arte, permanecen anónimos y son diferentes a sus intérpretes, lo mismo que acontece con los cantares de gesta y los romances. Por otra parte –otra condición típica de la Edad Media– se trata de cantos corales, su protagonista es por consiguiente colectivo, y sus letras son la mejor carta de identidad de sus protagonistas: son jóvenes despreocupados, que están empezando a vivir, y que y desprecian la valetudinaria sabiduría de los viejos.
Son escasos los Carmina Burana que se conservan en comparación con la que debió ser una floreciente presencia de cantares colectivos en los últimos siglos medievales, pero más que suficientes para dar a conocer la variedad de sus temas, su significado común y la manifestación de una actitud ante el inquietante paso del tiempo. La literatura popular tiene algo en común con la culta en la Baja Edad Media: sus poemas, no sólo por la forma, sino además por el contenido son variaciones de alguno de los tópicos de la época bien entendido, que esta multiplicación y repetición de puntos de vista asegura la riqueza y la exactitud de esta secreta filosofía.
Los objetos de estudio de la filosofía profesional tienen una esencia fija, que se deja atrapar en una definición segura constante e invariable. Para los escolásticos de la universidad de París o de Oxford, igual que para los antiguos, la piedra, el animal, el hombre con su cuerpo y alma, Dios, cualquier ser en todo momento de su existencia temporal o eterna, está completo y no admite ninguna variación. Precisamente esta fijeza es lo que permite a los filósofos establecer con toda seguridad las propiedades y el desarrollo de la actividad específica de cada naturaleza.
En cambio para los hombres de la última Edad Media, la vida humana es radicalmente inestable. El lugar común de la Fortuna, que todo lo invierte y trastorna con su rueda imparable se repite de forma constante y llega a poetas del cuatrocientos. Así pues, aunque cada momento no estuviera sujeto al tiempo que todo lo acaba y consume, ya desde ahora está afectado de una total inseguridad, que obliga a aprovechar el instante presente, antes de que cambie y se convierta en enemigo. El primer poema y como el prólogo de los poemas resalta este carácter fugaz a través de una composición de versos de cuatro sílabas y de frases yuxtapuestas y contradictorias, evocando un movimiento vertiginoso, que no se detiene en un punto: «O Fortuna / velut luna / statu va / riabilis / semper crescis / aut decrescis / vita detestabilis / nunc obdurat / et tunc curat / ludo mentis aciem / egestatem / potestatem / dissolvit ut glaciem.» Esta métrica trepidante se traslada a cantares que describen el modo de vida de los goliardos, y de esta forma los Carmina Burana, a pesar de los varios autores, que probablemente han intervenido en su confección, mantienen una profunda unidad.
Carpe diem
Los poemas tres al cinco cantan dos realidades paralelas: por una parte la temporalidad, representada felizmente por el paso del invierno a la primavera: «Ecce gratum / et optatum / ver reducit gaudia / purpuratum / floret pratum / Sol serenat omnia / Cedant tristia / Estas redit / nunc recedit / Hyemis sevitia / Iam liquescit / et decrescit / grando, nix et cetera / bruna fugit / et iam surgit / Ver Estatis ubera.» Pero es preciso aprovechar esta oportunidad única para entregarse al amor, pues quien la deja escapar es un miserable, que ni vive ni goza: «Illi mens est misera / qui nec vivit / nec lascivit / sub Estatis dextera / Gloriantur / el letantur / in melle dulcedinis / qui conantur / ut utantur / premio Cupidinis / simus iussu / Cipridis / gloriantes / et letantes.»
Los tres temas siguientes cambian el latín por el bajo alemán, pero conservan los versos cortos –predominan los de cuatro sílabas y los octosílabos con hemistiquio– y su tema sigue siendo el gozo de los jóvenes y las doncellas, que están en la edad del amor: «Todas ellas danzan / todas son doncellas / no han tenido un hombre / en todo el verano / Ven mi señora / te ruego ansioso / Te ruego ansioso / ven, mi señora / Dulce boca de color rosa / haz que me sienta feliz / Haz que me sienta feliz / dulce boca de color rosa.»
Los cantares reunidos bajo el título Cortes de amor festejan esta pasión bajo todas sus formas, y en primer lugar la amargura de quien no tiene compañero: «Siqua sine socio / caret omni gaudio / tenet noctis infima / sub intimo cordis / in custodia fit / res amarissima / Dies nox et omnia / mihi sunt contraria.» Después el deseo de quien está prendado de la dama que corteja «Circa mea pectora / multa sunt suspiria / de tua pulchritudine / que me ledunt misere / tui lucent oculi / sicut solis radii / sicut splendor fulguris / lucent donat tenebris / Vellet deus et dii / quod mente peoposui / ut eis virginea / reserassent vincula.» Finalmente un amor sensual desmandado: «Si puer cum puellula / moraretur in cellula / felix coniunctio / amore crescente / pariter e medio / fit ludus ineffabilis / membris, lacertis, labii,» seguido de una métrica igualmente desenfrenada, donde cada uno de los versos se descompone en tres períodos bisílabos: «Veni / veni / venias // veni / veni / venias // neme / mori / facias // hyrca / hyrca / hyrca // pulchra / tibi / facies // ocu / lorum / acies // capi / llorum / series.»
El lugar maldito, donde se reúne esta tribu de estudiantes y clérigos marginales es la taberna, y los Cármina Burana dedican uno de sus himnos centrales a esa antiiglesia y a sus dos sacramentos más venerados, el vino y el juego.
El poema catorce –in taberna quando sumus– es una obra maestra tanto por su contenido como por su forma, que se inaugura con dos hemistiquios de cuatro sílabas y poco a poco va adquiriendo un ritmo trepidante, por medio de un juego de repeticiones, de la composición yámbica –alternancia de dos acentos tónico y grave– y de pareados consonantes. El cantar no se puede detener y vuelve a resaltar con más fuerza el valor de cada instante fugitivo de la existencia ya desde la primera estrofa, que funciona como tarjeta de presentación: «Quîdam lûdunt / quîdam bîbunt / quîdam îndis / crête vîvunt… / quîdam îbi / vêsti / ûntur / quîdam sàccis / în du / ûntur / Îbi nûllus / tîmet / môrtem / sêd pro / Bàccho / mîttunt / sôrtem.»
Después de esta declaración de guerra viene un brindis en trece tiempos, y la numeración de cada libación descubre la igualdad de todos los momentos, igualmente fugaces: «Prîmo prô num / mâta vîni // êx hac bîbunt / lîbertîni // sêmel bÎbunt / prô captîvis // bîbunt pôst / pro lîberis // quâtor prô Chris / tiânis cûnctis // … duòdeciês pro / pênitêntibus / trêdeciês pro / îter agêntibus // tâm pro pâpa / quâm pro rêge / bîbunt ômnes / sîne lêge.» No sólo esto, sino que el vino es a los ojos de los goliardos el vínculo universal de convivencia de todos los hombres. En este punto el lenguaje poético se adelgaza y mantiene una estructura bisílaba, que se repite por el consonante, por la métrica yámbica y por la semejanza o la oposición del significado.
«Bibit / hera / bibit / herus // bibit / miles / bibit / clerus // bibit / ille / bibit / illa // bibit / servus / cum an / cilla // bibit / velox / bibit / piger // bibit / albus / bibit / niger // bibit / constans / bibit / vagus // bibit / rudus / bibit / magus // bibit / pauper / et e / grotus // bibit/exul / et ig / notus // bibit / puer / bibit / canus // bibit / presul / et de / canus // bibit / soror / bibit / frater // bibit / anus / bibit / mater // bibit / ista / bibit / ille // bibunt / centum / bibunt / mille.» El centro del poema es un monosílabo, que se dobla y repite: bibit, y en toda la estrofa el contenido y la forma coinciden y se potencian para expresar la subitaneidad del placer del momento, el carpe diem.
Gaudeamus Igitur
En un corto poema que recoge dos tópicos medievales –el ubi sunt y la llegada veloz de la muerte– que invitan al desprecio del mundo, los rebeldes estudiantes goliardescos dan la vuelta al sentido de la primitiva «meditatio mortis» y extraen la provocativa consecuencia de que en vista de la brevedad de la vida es preciso apurar el placer en los días de la juventud. De esta forma el «gaudeamus» ocupa en el poema un lugar central, como la conclusión imparable de dos premisas, pero además no es una creación de la Iglesia oficial, sino de los propios universitarios nómadas, que la celebran como su actitud ante la vida.
El núcleo inicial del Gaudeamus analiza la estructura ternaria del tiempo existencial de una generación. La primera dimensión de la existencia es el pasado, que tiene dos caracteres: en primer lugar desaparece cada uno de sus momentos, que ya no podremos encontrar, porque han ido no sabemos dónde (ubi sunt?). Pero esto, que es verdad de cada uno de los momentos del tiempo individual, es también verdad del horizonte colectivo de la generación a que pertenecemos. La vida es según esto una experiencia compartida, siempre por un nosotros, pero esta dimensión colectiva del tiempo sólo sirve para acentuar su fugacidad.
La segunda estrofa: Brevis vita nostra est, responde al título del escrito penitencial del siglo XIII, De Brevitate Vitae, y además ha permanecido invariable a través de ocho siglos. En este punto el poema declara que el futuro de la vida, y mas concretamente el futuro absoluto de la muerte, tiene dos caracteres; la subitaneidad (venit mors celeriter) que deja reducida la existencia a un segundo de duración, y la universalidad y forzosidad (nemini parcetur), en virtud de la cual tanto ella como la vida correspondiente pertenecen a una colectividad, representada nominalmente por un nosotros.
La tercera dimensión del tiempo, la que verdaderamente nos pertenece, es el presente, en vista de la transitoriedad de la vida, que parte de un pasado que continuamente va desapareciendo, y es devorada por un futuro que termina en la muerte. El presente tiene según esto un doble modo de ser, que lo opone a los otros dos tiempos, y se puede expresar alternativamente por los adverbios temporales ya y todavía: ya llegó, pero todavía no ha desaparecido. Pero además, dentro de esta aventura común de la vida su lugar privilegiado es la juventud. En la medida en que ya somos jóvenes –y este es el caso de los estudiantes goliardos, que han dado este giro al poema– tenemos que gozar de la existencia, cuando todavía no ha llegado la infeliz vejez, y todavía más la muerte y la tumba.
La gran aportación del Gaudeamus al tema universal del carpe diem consiste en la misma composición del cantar, donde coinciden el contenido que describe la dimensión ternaria del tiempo –futuro, pasado y presente– con la forma, también triangular del razonamiento medieval con sus dos premisas, de donde se deriva una conclusión imparable. La primera estrofa corresponde a la premisa mayor, pues el ubi sunt? establece la fugacidad de todos los tiempos que hemos conocido en el pasado. Es uno de los temas predilectos de la literatura medieval.
La segunda estrofa –la premisa menor– es un caso concreto de este enunciado general. Si la muerte ha hecho desaparecer a todos los hombres del pasado, también nuestra generación estará sometida a su imperio. Con la misma velocidad con que ha hecho desaparecer a quienes vivieron antes que nosotros y con la misma ferocidad y falta de consideración, vendrá sobre quienes ahora estamos viviendo sin hacer diferencia.. Y nuestra existencia será tan breve que, otra vez según las coplas, daremos lo no venido / por pasado.
Y llega el final del razonamiento el que da título al poema, cuyo carácter conclusivo se expresa por el igitur que acompaña al gaudeamus. Si esto es así si todo desaparece y la vida es tan breve como un soplo, entonces aprovechemos el momento presente y disfrutemos de la juventud, porque de otra forma nos encontraremos –pues tal es la común condición de todos los hombres y la nuestra– penando en la vejez y terminando en la tierra. Así se cierra esta pequeña obra maestra, antes de que lo estropease la estupidez de los tres últimos siglos.
La Celestina
La vivencia del tiempo que pasa y de la muerte que llega son los lugares comunes del primer existencialismo y de sus composiciones literarias, individuales o colectivas, que en los reinos de España prolongan la forma de vivir y de pensar de la última Edad Media, por efecto de una aceleración de la historia tan brusca como inesperada. En la Celestina esta doble urgencia que agita a los espíritus, desemboca en un culto al instante presente, que en cada uno de los personajes centrales aparece con caracteres distintos.
Estas vivencias de presente, las que desde la Edad Media y hasta la época moderna se engloban bajo el nombre común de andanzas, cubren una constelación de géneros literarios tan diversa como brillante. Pero no sólo esto, sino que además son una forma totalmente original de entender la existencia y las situaciones a que hace frente. Los protagonistas de esta época y de su literatura habitan siempre en el presente y sus pasos pretéritos o futuros se echan al olvido y se desprecian. Por eso mismo su vida no tiene argumento, ni es una aventura única, más o menos complicada, ni apunta a un objetivo o un sentido final pues se compone de una serie de circunstancias, al propio tiempo azarosas y queridas.
El primer sujeto de estas andanzas es Celestina y en menor medida los criados que la rodean y ayudan en sus tratos, formando todos ellos el primer embrión de lo que será la novela picaresca. La vieja ya no puede disfrutar de los placeres del mundo, pero vive en un continuo presente, maquinando una tras otra sus hazañas, que todavía se prolongan a lo largo de la obra. Y el motor de sus actos –que es causa de su muerte y también de la de Sempronio y Pármeno– no es el deseo carnal, pues de él sólo queda la «dentera», sino una pasión mucho más mezquina que será desde ahora como la atmósfera del mundo de los pícaros,
Las dos supervivientes de este submundo, Areusa y Elicia, viven también antes y después de la muerte de Celestina y sus amigos, en el instante presente, reaccionando inmediatamente a cada situación sin buscar ninguna justificación ni sentido a su conducta. Los engaños, los celos, la cólera seguida de una entrega incondicional, el odio hacia Melibea, la tristeza y el luto de un día, y en fin la venganza, son pasiones que se suceden a un ritmo creciente, pero que no guardan relación entre sí ni tienen ningún objetivo, que no sea la satisfacción de un deseo momentáneo.
También los dos amantes viven en el momento inmediato, de forma que las sucesivas escenas son otras tantas citas, marcadas por el badajo del reloj mecánico de hierro. El desencuentro inicial, las intervenciones de Celestina, el primer diálogo a través de las rejas del jardín y por fin la consumación desenfrenada del deseo, son las fases de un tiempo discontinuo. Cuando la trágica muerte de Calixto hace imposible la repetición constante de un instante supremo de gozo, entonces toda la acción dramática y la misma trama de la obra termina bruscamente.
Los conflictos existenciales
La Celestina todavía resalta más la vivencia del presente, a través de la comparación entre una serie de parejas contrapuestas. En primer lugar, la vida actual tiene un valor supremo frente a la muerte, que es su negación. Elicia, amante de Sempronio y aprendiz y sucesora de la vieja, llora desconsoladamente por esta doble pérdida. Pero cuando ve que ya nadie visita su casa ni pasea por su calle, que han desaparecido las músicas y las canciones, los ruidos y las cuchilladas, y sobre todo que está sola entre dos paredes, llena de asco y sin ver blanca, decide seguir el consejo de Areusa, deponer el luto, dejar la tristeza y despedir las lágrimas.
Recuerda entonces las palabras de Celestina: «nunca hermana, traigas ni muestres más pena por el mal ni muerte de otro, que él hiciera por ti», y de acuerdo con esta sentencia deja de tener dolor por quien tal vez no lo tendría si ella misma estuviese muerta. La misma cínica filosofía le ayuda a olvidar a su querido: «Sempronio holgara, yo muerta; pues, ¿por qué, loca, me peno yo por él degollado? ¿Qué sé yo si no me matara a mí, como era acelerado y loco, como hizo a aquélla vieja que tenía yo por madre?» Más radical es todavía su amiga Areusa: según ella el fin de Celestina fue bueno para las dos, porque los muertos abren los ojos de los vivos «a unos con haciendas, a otros con libertad, como a ti».
Lo mismo le pasa a Calixto cuando se entera de la muerte de Celestina y de sus dos criados. También él se lamenta, tanto más cuanto que la pública noticia del castigo de estos dos matadores y ladrones, y de los servicios de la vieja forzosamente irán contra su nombre y su honra. Pero pronto echa lo pasado a la mejor parte y se acuerda de su gozo en el jardín de Melibea, su señora y bien todo. «Y pues tu vida no tienes en nada por su servicio, no has de tener cuenta de las muertes de otros, pues ningún dolor igualará con el recibido placer.» Para esta filosofía de la vida totalmente medieval, la muerte de los demás, como todo aquello que pertenece al pasado, carece de toda entidad, ha de ser dada al olvido, y en último término sólo puede ser para quien todavía vive, una llamada a no desaprovechar la felicidad actual.
La muerte de Melibea, precedida del impresionante encuentro cara a cara con su padre, subraya todavía más el valor del tiempo presente y en este sentido es el complemento perfecto de la actitud de su pareja. Esta vez no se trata de anular el pasado, sino al revés, de suprimir de golpe cualquier posible proyecto de vida, y privar al futuro de toda realidad. Es difícil para quienes no han sido testigos y protagonistas de la última Edad Media y de su prolongación en el siglo XV, imaginar esta forma de vivir al día, sin punto de partida ni objetivo final. En todo caso, Melibea sigue siendo fiel y exaltando su presente, incluso en estos últimos momentos trágicos que preceden a su «forzada y alegre partida», a su «agradable fin», cuando debe contentar a Calixto en la muerte, ya que «no tuvo tiempo en la vida».
Frente a los dos viejos padres de Melba, el resto de los personajes y sobre todo las dos muchachas, radicalmente individualistas y en consecuencia independientes de todo vínculo y atadura, son el contrapunto a toda preocupación por el tiempo futuro y por el buen nombre y posición en la sociedad. Durante la cena en casa de Celestina, Areusa recita un largo parlamento libertario: «Ja más me precié de llamarme de otra, sino mía; mayormente destas señoras que ahora se usan. Gástase con ellas lo mejor del tiempo… Así que esperan galardón, sacan baldón; esperan salir casadas, salen amenguadas; esperan vestidos y joyas de boda, salen desnudas y denostadas… Ni gozan deleite, ni conocen los dulces premios del amor.»
Un poco antes, Celestina da parecidos consejos a Pármeno, el fiel servidor de Calixto: «Goza tu mocedad el buen día, la buena noche, el buen comer y beber. Cuando pudieres hacerlo, no lo dejes. Piérdase lo que se perdiere. No llores tú la hacienda que tu amo heredó, que esto te llevarás deste mundo, pues no le tenemos más de por nuestra vida.» Y un poco antes, Elicia la otra muchacha, predica esa misma filosofía: «Mientras hoy tuviéremos de comer no pensemos en mañana. Tan bien se muere el que mucho allega como el que pobremente vive, y el doctor como el pastor, y el papa como el sacristán y el señor como el siervo… no habemos de vivir para siempre. Gocemos y holguemos, que la vejez pocos la ven, y de los que la ven ninguno murió de hambre.»
La tercera actitud existencial es mucho más interesante, porque aparecefile:///L:/00www/nodulo/ec/2010/img/n100p08.png precisamente en la Edad Media con la primera revolución feminista del siglo XII, y tiene su más ilustre representante literaria en la tragicomedia de Calixto y Melibea. Los dos términos contrapuestos son por un lado la forma social del matrimonio, con su pretensión de una fidelidad en un futuro interminable, y por el otro la vivencia individual, presente y continuamente renovada del amor. El acto dieciséis enfrenta violentamente a estos modos de entender la relación entre una pareja, y recuerda los cantares de los trovadores y las manifestaciones del amor cortés.
Sorprende la miopía y hasta la ingenuidad con que el racionalismo y el espíritu pragmático de los tiempos actuales enfocan este choque entre el amor incondicional y doble de la pareja y las conveniencias de una institución bendecida por la sociedad y por la moral laica y religiosa de una época. Al parecer es perfectamente posible, según esta mentalidad «moderna», poner de acuerdo la pasión de Calixto y Melibea con un estado civil de casados, que conviene a los dos, puesto que pertenecen a un linaje igualmente ilustre. Este cálculo interesado es más propio de los futuros siglos ilustrados que del ejemplo real o literario de los grandes amantes de la Edad Media.
El argumento central de la Celestina no es primero y principalmente el conflicto entre un amor tempestuoso y un matrimonio de conveniencia, sino la elección entre dos formas de vida totalmente distintas y hasta incompatibles, de una parte el gozo individual, presente y continuamente renovado, y de la otra la previsión de un futuro cuyo objetivo final es el prestigio social de su estirpe. En este sentido los dos padres de Melibea, Pleberio y Alisa, ante la cercanía de su muerte, piensan en su única heredera y proyectan un matrimonio que le defienda su honra, y a ellos les asegure la continuidad de su nombre y de su hacienda. Según sus cálculos todos en la ciudad estarán felices de tomar tal joya, llena de honestidad y virginidad, hermosa, de alto linaje y además rica.
Frente a estas razones de los viejos, Melibea introduce un largo parlamento, que se inspira en una forma de pensar y de vivir, típicamente medieval. El fondo de su pensamiento es el mismo de los trovadores y del amor cortés, el mismo también sobre el que Eloisa escribió sus cartas. «No piensen en estas vanidades ni en estos casamientos: que más vale ser buena amiga que mala casada… No quiero marido, no quiero ensuciar los nudos del matrimonio, ni las maritales pisadas de ajeno hombre repisar.» Para ella sólo valen los placeres y la gloria que le da Calixto para los que no hay compensación: «Pues él me ama, ¿con qué otra cosa le puedo pagar?… el amor no admite sino sólo el amor por paga… haga y ordene de mí a su voluntad.»
Melibea quiere disfrutar del presente de la forma más intensa, y expone este deseo con más sinceridad que el resto de los personajes de la tragicomedia. «Déjenme gozar mi mocedad alegre si quieren gozar de su vejez cansada; si no, presto podrán aparejar mi perdición y su sepultura. No tengo otra lástima sino por el tiempo que perdí de no gozarlo, de no conocerlo, después que a mí me sé conocer.» Y cuando Alisa presume de que su hija no sabe lo que son los hombres ni que del ayuntamiento de marido y mujer se procreen hijos, y en fin que su virginidad le impide desear lo que no conoce ni entendió nunca, Melibea amenaza entrar dando voces como loca, «según estoy de enojada del concepto engañoso que tienen de mi ignorancia».
II. La desaparición del pasado
La danza de la muerte
Los siglos XIV y XV son los creadores de un género literario que no tiene precedentes en la antigüedad ni se repetirá después, que refleja la fugacidad de la vida y que ante este fenómeno existencial mantiene una tercera actitud. La Danza de la Muerte es un poema dramático de una estructura sencilla, por los recursos poéticos que utiliza, los personajes que intervienen y la repetición de una misma secuencia. El guión que marca el paso de la danza se compone de solemnes octavas de arte mayor.
En la introducción de todas las escenas, se abordan los lugares comunes de la meditatio mortis medieval y se adopta una actitud crítica –el comptentus mundi– en vista de la condición transitoria del tiempo de los hombres. Un predicador enuncia en un breve sermón inicial esa actitud y la exigencia moral que de ella se deriva. Después aparece el personaje central del drama con su perfil amenazador: la muerte, avisa de la brevedad de la vida y es además cierta y universal, pues tanto los recién nacidos como los jóvenes o los viejos tienen un mismo destino y también la edad suficiente para morir.
La continuación del poema es también sumamente esquemática: la muerte va llamando a todos los estamentos que componen la sociedad de la Edad Media, que en un primer lugar se resisten a bailar con un acompañante tan indeseable. Entonces la muerte se convierte en protagonista e inicia con cada uno y contra su voluntad un baile macabro, una mezcla de musical, poesía y drama. Estos dos momentos están representados por sendas octavas y la estructura se va repitiendo de forma igual y monótona a medida que se presenta un nuevo personaje.
Las Danzas tienen algo en común con la tragedia, porque la muerte sustituye al destino fatal del héroe, pero lo grave es que no se trata de una situación inventada, pues es cierta e irremisible y además se traslada a toda la colectividad. Tienen también elementos comunes a los Autos, porque cada personaje representa de forma abstracta a un estamento social. Pero a la vez mantienen un perfil típico, reflejando la forma de ver el tiempo de quienes viven en la época.
En las Danzas, la Muerte, aprovechando la condición universal e igualatoria de este destino común va llamando a todas las jerarquías de su tiempo, y sometiéndolas a una crítica implacable. En una lenta procesión desfilan todos los oficios eclesiales, el Papa, que ya no podrá conceder beneficios ni obispados ni organizar cruzadas, el cardenal, el patriarca que ha de renunciar a sus dignidades y a su cruz dorada, el arzobispo, amante del mundo y sus placeres, el obispo, que dejará sus palacios, su plata y su oro, el abad gordo, folgado, vicioso, que ya no podrá catar manjares sabrosos, el deán, el arcediano, que dejará su cargo con mucha afrenta y el canónigo, desnudo de su sobrepelliz y su dignidad en el coro.
La Danza General continúa en esa procesión, profundamente anticlerical llamando al cura, al que sus parroquianos ya no darán diezmos, ni regalarán con pollos y lechones, al diácono, al subdiácono, que ya no rezará el salterio, ni cantará con grandes gritos en las procesiones, al sacristán y al santero, y finalmente al rabí y al alfaquí, tratados con sorprendente benevolencia. Sólo se libran de esta escabechina el monje y el fraile menor, a condición de seguir rígidamente sus reglas, y el ermitaño, por haber despreciado el mundo y todos sus deleites. El carácter fugaz del tiempo y la inseparable presencia de la muerte tienen el efecto, anárquico pero real, de criticar y anular todas las jerarquías. A la inversa la morosa presentación de todos los personajes es una ilustración indirecta del carácter transitorio del tiempo existencial.
La danza y su procesión civil, mantiene esa misma organización jerárquica, que viene a ser un duplicado de la eclesial. El emperador perderá la plata y el oro y abandonará su tiranía y sus incesantes batallas, el duque no disfrutará de los placeres, las justas y los torneos, el condestable renunciará a las doncellas, el caballero verá desaparecer sus armas, sus mercedes, sus tierras y dineros y el escudero abandonará los amores sabrosos de las dueñas.
Los diversos oficios y sus ganancias van a seguir el mismo camino. El mercader ve cómo desaparece el comercio y las riquezas que obtiene, el abogado prevaricador ya no puede echar mano de su habilidad y de los libelos y fueros y Digestos, y tampoco de la paga que recibe de los pleiteantes, el médico debe desistir de tratar enfermos y ganar tantos dineros con su arte, el usurero verá cómo se esfuman las riquezas ganadas a costa de sus víctimas y el mismo camino siguen el contador y el recaudador. Incluso el labrador sentirá que se desvanecen los frutos de su duro trabajo.
La intervención de la muerte reactúa hacia atrás sobre el tiempo de los hombres y está presente en cada uno de los momentos de la existencia. Esta vez no se trata de disfrutar del presente huidizo, ni de convertir la vida en una empresa. Es la colectividad la que participa de un horizonte común y de una indiferencia ante gozos y tristezas fugaces. No se trata de un futuro dudoso o inventado por la imaginación, ni de un consuelo de los oprimidos: al revés, la muerte es una realidad cierta, y afecta tanto al papa y al emperador como al labrador y al mendigo y a todos los estados intermedios, que prácticamente sin excepción, le tienen verdadero pavor. Es, además de cierta, irremisible. Ni el rey la puede evitar, llamando en su ayuda a sus caballeros, ni el condestable consigue huir de ella con su mejor caballo, ni sirven de nada las súplicas de los poderosos o los pobres para aplacar la. Nadie puede librarse de su danza, y la reiteración del mismo esquema poético y dramático sirve para anunciar este destino común a todos.
Dentro de la sociedad cerrada y rígidamente jerárquica de la Edad Media la muerte es además un juez, que iguala a todos los hombres, cualquiera que sea su condición. En este sentido su juicio es absoluto, pero no porque consuele a unos y castigue a los otros, según haya sido su conducta y su prosperidad en la vida, sino por su función igualatoria, ya que anula todas las diferencias, establecidas por una injusta repartición del destino. Pero además su acción demoledora subraya todavía más la nueva forma de sentir el tiempo.
Las Coplas
Los escritores y poetas castellanos del siglo XV tienen una situación privilegiada. Por una parte el lenguaje y la literatura están todavía en su juventud, en esa edad que se acerca a la madurez, pero no pierde su gloriosa vitalidad. Pero además la última Edad Media les proporciona los temas a través de los cuales los hombres viven el amor la vida y la muerte. No sólo Manrique, también Mena o Juan del Encina, meditan sobre los hallazgos del primer existencialismo, pero de todos ellos es el compositor de las coplas –la catedral de la poesía– quien consigue inmortalizar esa forma de entender el mundo y la vida. Las ideas que atraviesan la primera parte del poema son típicamente medievales y avisan de la brevedad de la vida y de la desaparición de cuantos estuvieron en el mundo. Únicamente la segunda parte dedicada a su padre sustituye la vivencia del presente y el carpe diem por la búsqueda de la fama, la «tercera vida» que anuncia el Renacimiento.
Las estrofas iniciales responden al tópico de la brevedad de la vida y lo desarrollan en tres sentidos. En primer lugar el tiempo del hombre no es estable y se va comprimiendo hasta llegar a su final. Y esto de tal manera que cualquier pasado es para una reflexión atenta mejor que el presente, pues entonces quedaba infinita más vida por delante. La segunda estrofa es decisiva y representa una inversión del tiempo. La categoría que se impone a todas las demás no es el presente, que se va y se acaba en un instante, ni el futuro, sometido también a un tránsito seguro y fugaz, sino el pasado en el que necesariamente se convertirá la existencia humana: «Porque todo ha de pasar, por tal manera.»
Manrique completa esta descripción con una metáfora, la de los ríos, que resume el tema de las Danzas, señalando el carácter irremisible e igualitario de la muerte. Los ríos siguen una corriente que no se detiene y avanza en un solo sentido, y todos se confunden en el mar, que es su destino común. Allí terminan y quedan iguales, tanto los grandes señores –los ríos caudales– como los medianos y pequeños. Las coplas resume en una estrofa el mismo tema que las danzas han desarrollado despaciosa y lentamente, llamando a su baile a todos, desde el emperador y el papa, al labrador «que vive por sus manos». La muerte acaba y consume a todos los hombres, cualquiera sea su Estado y condición, y en este sentido es un juicio inapelable y definitivo que iguala a todos.
Ubi sunt?
La primera parte de las coplas es la más brillante y la más original, y responde a la pregunta del «gaudeamus» que avisa de la desaparición de las figuras históricas que el poeta tuvo ocasión de conocer y que sin embargo no están ya en el mundo por más que los busque. El ubi sunt? del cantar y el ¿qué se fizo? de las coplas denuncian esta anulación de lo que ha sido por efecto del paso implacable del tiempo.
La repetición de esa fórmula sirve para subrayar con más fuerza la desaparición del pasado. ¿Qué se fizo el rey Don Juan? ¿Qué se ficieron los infantes de Aragón? ¿Qué fue de tanta invención que trajeron? ¿Fueron sino devaneos, las justas e los torneos? ¿Qué se ficieron las damas? ¿Qué se fizo aquel trovar? ¿Qué se fizo aquel danzar, y aquellas ropas chapadas? Casi toda esta parte de las coplas es una continua interrogación que sirve de base a una meditatio mortis.
Manrique es un cortesano que ha tenido ocasión de conocer todos los reyes y príncipes y grandes del siglo XV. Por las coplas van pasando sucesivamente Juan II y los infantes de Aragón, Enrique IV su heredero, el malogrado infante Don Alfonso, el Condestable Álvaro de Luna y los dos hermanos, maestres de las órdenes de Santiago y Calatrava, enemigos de los Manrique. A todos estos reyes del pasado ha hecho desaparecer la muerte, pero al mismo tiempo también a las brillantes cortes de Don Juan con sus damas y trovadores, a las desmedidas dádivas y tesoros de Don Enrique, a los señores que siguieron a Don Alfonso, a las infinitas riquezas y villas y lugares de Álvaro de Luna, a la prepotencia de los dos maestres.
Poco a poco se van preparando dos últimas estrofas magistrales que cierran el tema del ubisunt, primero a través de una interrogación «Tantos duques excelentes / tantos marqueses y condes / y barones / como vimos tan potentes / dí muerte ¿Do los escondes / y trapones?» Y a partir de aquí una conclusión imparable: «las huestes innumerables / los pendones, estandartes / y banderas / los castillos impunables / los muros e baluartes / y barreras / la cava honda chapada / o cualquier otro reparo / ¿Qué aprovecha? Qué si tu vienes airada / todo lo pasas de claro / con tu flecha.»
La poesía del barroco
La obra poética de Quevedo, y especialmente sus sonetos que avisan de la finitud de la vida y la presencia inexorable de la muerte tienen la misma brillantez y aproximadamente la misma extensión de las Coplas, y como ellas meditan en la desaparición del pasado por efecto de la acción del tiempo. Pero mientras que Manrique asiste a la juventud de la historia y la literatura española y encuentra en la fama la justificación de toda una existencia gloriosa, Quevedo es testigo de la decadencia y la falta de sentido de la vida individual y colectiva cerrada por la muerte.
Esta presencia destructora del tiempo se extiende al mundo de todos los seres vivientes. En su espléndido soneto a Flora, la ostentación lozana de la rosa, el nevado almendro están sometidas a la caducidad, y son una llamada de atención a la hermosura y la soberbia humana. El último terceto es intocable: Tu edad se pasará mientras lo dudas / de ayer te habrás de arrepentir mañana / y tarde y con dolor serás discreta. Así que las flores perecederas son una figura de la transitividad de la vida humana.
Los poemas dedicados a las ruinas –otro lugar común del Barroco– avisan también de la precariedad de una existencia colectiva y de la desaparición del pasado. Este segundo símbolo de la caducidad se cierra con el soneto probablemente más conocido de Quevedo: «Miré los muros de la patria mía / si un tiempo fuertes ya desmoronados», y con su final, que anuncia la decadencia de unos tiempos gloriosos, y de una primavera y una juventud perdida: «Y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese la imagen de la muerte.»
El camino hacia la muerte
Los poemas a la flor y a las ruinas son la preparación de una serie de sonetos, que describen la fugacidad de la vida humana y su fin inevitable. La vida es una total frustración, que anula cualquier pretensión de riqueza o de honra. Porque el tiempo devana el hilo de sus horas fugitivas, y además no vuelve atrás, ni siquiera se detiene. Así que la misma vida está afectada por una muerte que llega silenciosa y distraídamente.
El tiempo, más duro que el acero y el mármol, arrastra consigo en un año breve a la vida mortal, y es un turbio río que acaba en negro mar. Y es tan implacable que camina a la muerte, antes que los pies aprendan a andar, y lo mismo si se está durmiendo o parado. En esta jornada todo corto momento es un paso largo, que necesariamente se ha de dar, de grado o por fuerza. Un tercer soneto toca el mismo tema, describiendo las paradojas del tiempo, completamente distinto de cualquier otra entidad física. Mi edad no tiene una realidad sólida y resbala y se desliza entre las manos sin que pueda atraparla. Y la muerte llega de una forma silenciosa y con el mismo silencio iguala a todos. Así que cualquier instante de ese tiempo de la vida humana es un nuevo paso que advierte de su fragilidad y de su vaciedad.
La estructura de la vida
La hazaña de describir el tiempo con toda precisión en un breve poema, se prolonga en otros tres sonetos dedicados a la vida humana. Quevedo se pregunta dónde está la vida y su pregunta no encuentra respuesta: «¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?» Lo único que descubre esta interrogación es que sin saber cómo ni dónde la juventud se ha ido. Por eso cada vez el pasado aumenta, el presente más estrecho y el futuro aparece amenazador. La continuación es un análisis de la existencia que desafía todas las categorías del mundo físico y que sitúa a la filosofía española del barroco en un nivel totalmente distinto al de la europea. El terceto es, una vez más, intocable: «Ayer se fue, mañana no ha llegado; / hoy se está yendo sin parar un punto / soy un fue y un será y un es cansado.»
El soneto a Lico insiste en este mismo carácter transitorio de la vida humana: es igual que un brevísimo viaje, o una navegación, donde volamos distraídamente y llegamos sin darnos cuenta de que estamos ya en nuestro destino. En cada uno de sus instantes amanece en el frágil cuerpo y allí mismo queda sepultada. El comienzo del segundo cuarteto resume la vida en once sílabas, donde las categorías del ser y la nada juegan en un nihilismo impresionante: «Nada que, siendo, es poco y será nada.» De un pasado que ya no es nada, nace un presente que sólo dura un brevísimo instante e inmediatamente deja de ser para siempre de una forma irremisible.
Todavía describe esta estructura existencial, significando la propia brevedad del tiempo: «¡fue sueño ayer: mañana será tierra! ¡Poco antes, nada y poco después humo!.» O dicho en términos más precisos: «Ya no es ayer, mañana no ha llegado.» Pero el mismo presente es fugaz y camina imparable hacia su momento final, como después dice el soneto de dos modos y maneras. «Hoy pasa, y es, y fue, con movimiento / que a la muerte me lleva despeñado.» De esta forma la hora y el momento actual son azadas, que a cambio de mis trabajos, están cavando mi sepulcro a lo largo de la vida. La preterición de la existencia, tal como apareció en la última Edad Media, vuelven a encontrar en el barroco y más concretamente en Quevedo una nueva y genial formulación.
III. La posibilidad del futuro
La Divina Comedia
No se me ocurre otra palabra castellana que traduzca con más propiedad el francés chance. Se trata de una oportunidad, pero una oportunidad que sólo es posible una vez, y que a cambio de marginar y hacer imposibles todas las demás define para siempre la forma de ser de quien está en acto de existir. En este sentido la aventura del futuro es el contrapunto de la vivencia del presente y de la desaparición del pasado y completa los tres momentos de la vida humana, y el análisis del primer existencialismo.
El documento medieval donde el futuro aparece con este carácter definitivo y definitorio es desde luego la Divina Comedia. Lo decisivo de la gran obra del Dante no es la doble destinación del hombre, feliz o desgraciada, sino la fijación de la esencia que cada uno ha ido construyendo a lo largo de su vida. El gigantesco retablo de la historia, donde se presentan las figuras más ilustres del pasado y los acontecimientos contemporáneos, es la mejor muestra de las infinitas posibilidades de la libertad humana, que la muerte no ha conseguido igualar.
En la antesala del infierno hay suspiros en vez de quejas y allí descubre el visitante a todos los grandes poetas, gobernantes y filósofos de la antigüedad al encuentro de Virgilio, príncipe del sublime cántico acuden Homero, Lucano, Ovisio y el satírico Horacio. Y en un prado de fresca verdura estaba Aristóteles, el maestro de los que saben en medio de su filosófica familia: Sócrates y Platón, Demócrito que entrega el mundo al azar, Diógenes y Anaxágoras, Tales y Empédocles, Heráclito y Zenón. A su lado Cicerón y Livio y el moralista Séneca, los científicos Euclides y Tolomeo, los médicos Hipócrates, Galeno y Avicena y Averroes, que hizo el gran comentario.
En el segundo círculo del infierno, entre una multitud de figuras de la mitología, Dante descubre a Paolo y Francesca, que vagan sin cesar llevados por el viento sin poder separarse; aparecen después los glotones como el bufón florentino Ciacco, lo pródigos y los avaros, condenados a chocar uno con otro eternamente, y los violentos, hundidos en el fango. Los cuatro últimos círculos del infierno encierran a personajes cuya malicia tiene cada vez más graves consecuencias históricas: primero los herejes, como Epicuro y su secta que pretenden que el alma muere con el cuerpo, el emperador Federico, el papa Anastasio, seguidor de Fotino. Después quienes atentan contra sí mismos y se suicidan después de disipar toda su fortuna, o terminan en sodomitas, como Bruneto Latini, maestro del Dante, desterrado de Florencia por su condición de güelfo.
En los dos últimos círculos más estrechos del cono invertido que es el infiernos están quienes cometen fraudes, entre ellos los simoníacos que compran las cosas sagradas, y se hunden cabeza abajo en un hoyo, mientras las llamas les queman los pies. Allí penan todos los papas seguidores de Simón Mago, el último Nicolás III, que espera la llegada de Bonifacio y después de Clemente V. En otra fosa concéntrica los autores de escándalos, de cismas y herejías, acuchillados sin cesar, por la espada de un demonio: son Mahoma y Alí, y con ellos Pedro de Medicina y Mosca que encendieron la discordia en sus ciudades, y Curión, que con sus consejos a César dio origen a la guerra civil en Roma.
El vértice del como y el círculo más estrecho esta ocupado por una sorprendente muestra del pensamiento político–religioso de Dante. El príncipe de los demonios Lucifer, tritura con los dientes de sus tres bocas a otros tantos varones que sufren el tormento más duro y afrentoso. El primero de los traidores es Judas cuyos oficios dieron muerte a Jesús, los otros dos son Bruto y Casio, causa de la conspiración que termina con César y con la gloria de la vieja Roma, cuyo gobierno está representado en la Edad Media por el partido de los gibelinos. Todas estas figuras son una pálida muestra de la innumerable procesión de destinos que llenan las nueve estancias circulares del infierno.
El segundo canto describe el purgatorio, una especie de cono truncado que asciende en espiral y en círculos cada vez más estrechos hasta la montaña donde está el paraíso terrenal. Esas gradas son siete, el número de los pecados capitales y en cada una de ellas están purgando sus malas inclinaciones, primero los soberbios, envidiosos y violentos, más arriba los perezosos y avaros, y en los dos últimos circuitos, los más estrechos los glotones y los lujuriosos.
Después de este libro Dante despliega la teatral astronomía del siglo XIII, los brillantes símbolos de la mitología y la aparición de las más relevantes figuras históricas, y en este escenario perfecto presenta en treinta y tres poemas los nueve cielos –la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter, Saturno, las estrellas fijas, el primer móvil cristalino y el trono de Dios– a los que ascenderá en compañía de Beatriz, al propio tiempo su gran amor de juventud y la representación de la teología, tal como la han pensado los escolásticos.
En cada uno de los cielos a los que llegan Dante y Beatriz aparecen hombres y mujeres cuya vida está de acuerdo con la estrella que gobierna ese círculo. El poeta encuentra en la Luna el alma de quienes no pudieron cumplir enteramente los votos hechos a Dios, entre ellos su contemporánea Constanza, que fue sacada a la fuerza del monasterio donde profesaba, y entregada en matrimonio a Enrique, el hijo de Federico Barbarroja. En el cielo de Mercurio, habitan los espíritus que han sido elocuentes y activos para el bien, y el más ilustre de ellos, Justiniano, que suprimió de las leyes todo lo superfluo y lo inútil, expone toda la historia de Roma de la que él ha sido heredero. Un poco más arriba, en la esfera de Venus, viven quienes fueron inclinados al amor, como Carlos Martel, rey de Pulla, amigo y contemporáneo de Dante, y su mujer Constanza; también Cunizza, hija de Ezzelino II, que no puede gozar de mayor gloria por sus amores mundanos, y la cortesana Rahab, que ayudó a los hebreos en la conquista de Jericó.
Al llegar al círculo del Sol. Dante descubre a los doctores de la Iglesia, lo mismo filósofos que teólogos, y su exposición es tan generosa como la que en las puertas del infierno había dedicado a los pensadores antiguos. Una primera corona de doce espíritus está formada por Alberto de Colonia, Tomás de Aquino Graciano, Pedro Lombardo, el rey Salomón, Dionisio, Orosio, Boecio, Isidoro, Beda Ricardo de San Víctor y Sigerio, «que excitó la envidia por sus verdaderos silogismos». En otra rueda concéntrica, que gira en sentido inverso a la primera, aparecen Buenaventura, y con él Iluminato y Agustín, dos pobres de San Francisco, Hugo de San Víctor, pedro Mangiadore y Pedro Hispano, el profeta Nathan, Juan Crisóstomo, Anselmo, Donato, Rabano Mauro y Joaquín, «abad de Calabria, que estuvo dotado de espíritu profético». Un lugar de honor ocupan los dos grandes creadores de órdenes mendicantes, Domingo de Guzmán y Francisco de Asís.
En el cielo de Marte el poeta encuentra las almas de quienes han combatido por la fe, que brillan en forma de cruz, signo del martirio y de la victoria. Uno de ellos, antepasado de Dante y muerto en guerra con los turcos descubre la genealogía de los Alighieri y la historia de Florencia y da cuenta de los destinos de los caballeros de la fe: además de los héroes del Antiguo Testamento, Josué y el más ilustre de los Macabeos, pasan Orlando y Carlomagno, Godofredo de Bouillon y Roberto, duque de Normandía y conquistador de Sicilia. Cuando el Dante y Beatriz suben a la esfera de Júpiter se presentan los reyes que hicieron justicia, David «el cantor del Espíritu Santo» y Ezequías, Constantino y Guillermo el bueno de Sicilia, y por una especial gracia de Dios, el emperador Trajano. y Rifeo, que vivió muchos años antes de Cristo. Antes de llegar a la apoteosis final en la zona del planeta Saturno encuentra el poeta a quienes han dedicado su existencia a la vida contemplativa, Pedro Damián y los compañeros de Benito.
La Divina Comedia tiene tres caras, presentadas con tal arte que ninguna de ellas impide o estorba la lectura de las otras dos. Es un completo resumen de la teología del siglo XIII, un manifiesto político a favor de los gibelinos de Florencia, y además de todo esto un mosaico de las vidas que llenan la historia. La inmensa variedad y contradicción de destinos avisa de que los hombres no tienen una naturaleza común, y la figura de cada uno es producto de su libertad, pero como queda fija para siempre, lo que primero era una posibilidad de futuro se convierte en una esencia definitiva.
Aquél, de buenos abrigo
La primera parte de las coplas de Jorge Manrique, como buena parte de la historia y la literatura de Castilla, se mantiene dentro de la tradición medieval, y los dos temas –la desaparición del pasado y la subitaneidad de la muerte– repiten las ideas de los dos últimos siglos. La segunda parte, centrada en la presentación de la figura histórica de Don Rodrigo su padre, todavía pertenece al primer existencialismo, y está a caballo entre la formulación de la Edad Media y las nuevas ideas traídas por el Renacimiento. Al lado de la vida «eternal y verdadera», la misma de que había hablado Dante, aparece un nuevo concepto, la fama.
En rigor las dos versiones de la vida humana no se diferencian demasiado por su contenido: la misma Divina Comedia es un memorial de todas las existencias del pasado o del presente, que a través de sus actos han dibujado su figura humana. Lo que varía es la forma en que alcanzan una esencia definitiva, pues ya no se trata ahora sólo del juicio de Dios, sino de la memoria que cada uno puede dejar en quienes vengan después de él. Es verdad que esta existencia no tiene verdadera realidad, pero a pesar de ello es preferible a la vida caduca, porque la fama, precisamente por su carácter final, no es mortal ni perecedera. Es la versión del latino «non omnis moriar», trasformada en vivencia colectiva del humanismo renacentista.
Las dos partes del poema mantienen una unidad formal, gracias precisamente a su oposición. Al hablar de los reyes y señores afectados por el «ubi sunt», Manrique se refiere a sus riquezas, sus tesoros y sus villas, las dadivas desmedidas, los «paramentos, bordaduras y cimeras», las llamas de los amadores, el trovar y las músicas acordadas, todo ello sometido a la inestabilidad de la fortuna, y a la llegada segura de la muerte. Por el contrario lo que define a su padre Don Rodrigo y lo que le va a dar fama duradera son sus «hechos grandes y claros», sus combates contra moros, su fortaleza en momentos difíciles, sus antiguas historias de joven renovadas por sus victorias de senectud, sus guerras contra tiranos y el servicio a su rey natural.
Por eso ha de consolarse al término de sus hechos, porque su muerte le promete un destino terrenal inalterable:

«No se os haga tan amarga
la batalla temeosa que esperáis
pues otra vida más larga
de la fama gloriosa acá dejáis
aunque esta vida de honor
tampoco no es eternal
ni verdadera
más con todo es muy mejor
que la otra temporal
perecedera.»

Los buenos caballeros trasforman sus posibilidades en actos y con sus actos «dejan harto consuelo su memoria».
Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2010/n100p08.htm

SPAIN. Julio de 2010

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