A la memoria de Mercedes Barquet, amiga, académica y activista.
PODER E INJUSTICIA
El deseo y la esperanza de llegar a organizar una vida colectiva justa es una constante de la vida civilizada. Para cuando se grabaron en piedra las 282 leyes del Código de Hammurabi (1760 a. C.) ya era añejo el intento de organizar la vida social alrededor de lo que en cada civilización se consideraba “lo justo”. Obviamente, esa búsqueda ha resultado en un rosario de frustraciones porque, hasta hoy, toda estructura de poder es, también, un generador de injusticias. En la raíz misma de la civilización cristiano-occidental se encuentra implantada la certeza de que la justicia es sólo una aspiración a cumplirse en otro mundo pues no es otro el sentido del Sermón de la Montaña y su promesa: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”.
Sin embargo, y pese a la deprimente evidencia histórica, sigue viva la voluntad de insistir en demandar justicia en el aquí y ahora -Don Quijote-, en que tiene sentido intentar disminuir el grado en que el ejercicio del poder viola el sentido de juego limpio, de fair play. Y es que las contravenciones de los poderosos al “deber ser” son sistemáticas, pueden llegar a ser atroces y minar o destruir el sentido de solidaridad y acabar con el propósito común.
ANTIGUOS Y MODERNOS
En La República de Platón, la justicia era una virtud pública y privada que mantenía unida a la sociedad. El sentido de la justicia en la Grecia clásica no era exactamente el mismo que hoy -en Platón consistía, básicamente, en dar a cada individuo la oportunidad de desarrollarse y vivir según su propia naturaleza y habilidades-, pero lo importante es que sostuvo que la justicia era el bien máximo tanto para el individuo como para el Estado. Veinticinco siglos más tarde y varios cambios en la definición del concepto, nos encontramos con el utilitarismo -justicia es lograr el mayor bien para el mayor número- o con el liberalismo a la John Rawls con sus dos principios primordiales: el mantenimiento de las libertades y derechos fundamentales del ciudadano y el “principio de diferencia”, según el cual, para ser justas, las decisiones tomadas por el poder político deben maximizar las expectativas de largo plazo de los miembros menos favorecidos de la comunidad. Como sea, desde hace mucho se supuso que en la buena sociedad el poder tiene como fin último la justicia.
En contraste con el razonamiento anterior, la realidad histórica demuestra que lo más frecuente es lo opuesto: que la acción efectiva del poder es el origen y la preservación de lo injusto. Y esto es así no sólo en sistemas como el nuestro sino también en esos que presumen de una fuerte vocación moral y se han propuesto de modelo mundial, como son los anglosajones.
DOS CASOS RECIENTES
Se supone que la política-eje del sexenio de Felipe Calderón fue el combate al narcotráfico. Se trató de una política concertada con, y asesorada por, el gobierno norteamericano y cuyo costo para México, además del económico, ha sido de alrededor de 100 mil víctimas mortales si se incluye la lista de 25 mil desaparecidos que el gobierno pasado elaboró pero que no divulgó y de cuya existencia nos acaba de informar un diario norteamericano (Washington Post, 29 de noviembre).
El supuesto combate armado y frontal del calderonista al narcotráfico no acabó con esa actividad pero la diversificó. Hoy en México, según datos de la PGR, operan entre 60 y 80 organizaciones que surgieron en el sexenio pasado como resultado de la fragmentación de algunos de los grandes cárteles ya existentes. De tiempo atrás se insistió que el campo de batalla idóneo para que el Estado mexicano se enfrentara a las estructuras de traficantes -de drogas o de personas- no era el de la lucha armada, sino uno menos cruento -por tanto, menos propicio para “ganar legitimidad” como intrépido líder de un esfuerzo armado- pero más efectivo: el del lavado de dinero. Sin embargo, Calderón prefirió la vía cruenta y no hizo nada para debilitar la estructura financiera del supuesto adversario.
Gracias a una investigación de las autoridades norteamericanas, hoy sabemos que mientras sicarios, soldados, marinos y policías mexicanos se enfrentaban en algo que se asemeja a una guerra civil en las calles, campos y caminos de nuestro país, segando en su fuego cruzado la vida de muchos completamente ajenos al conflicto, un gran negocio de lavado de dinero por miles de millones de dólares se estaba llevando a cabo sin problemas y en las cómodas y lujosas oficinas de entes multinacionales como el británico HSBC, el banco más grande de Europa. Como resultado de la investigación, el HSBC sólo tendrá que pagar multas por 1,920 millones de dólares (Reuters, 5 de noviembre, The New York Times, 12 de noviembre y 11 de diciembre). Sin embargo, no tendrá que pagar nada donde hizo el mayor daño: en México, pues aquí nadie osó investigarle. Finalmente, HSBC seguirá haciendo grandes negocios y ninguno de sus directivos terminará en la cárcel, como miles de peces pequeños en México y Estados Unidos, ni menos aún será torturado y muerto como esas decenas de miles que han sufrido ese destino en México.
Otro ejemplo espectacular de cómo una gran empresa transnacional puede atropellar las disposiciones legales y el interés nacional mexicano para expandirse, y sin que le pase nada, lo acaba de mostrar la investigación publicada por The New York Times sobre el modus operandi de Walmart, en México, su segundo gran mercado. Investigando a fondo cómo consiguió esa firma establecer “legalmente” una sucursal en donde estaba prohibido por razones históricas: en la simbólica zona de Teotihuacán, en 2004, el diario norteamericano ha logrado ilustrar a la perfección cómo esa gran empresa corrompió sistemáticamente a las diferentes estructuras de autoridad en México, desde la municipal y la estatal hasta llegar a la federal, para finalmente hacer que la estructura del poder formal se doblegara y al mejor estilo colonial, se prestara a ser instrumento de un gran poder fáctico transnacional de Walmart de México, en detrimento del patrimonio arqueológico mexicano. Como resultado de su investigación, el periódico neoyorquino concluye que Walmart es “un corruptor agresivo y creativo” que “echó mano del soborno para subvertir la gobernanza democrática -votos, debate abierto, procedimientos transparentes”. Sin duda que la Harvard Business School podría usar a Walmart México y su tienda en Teotihuacán como uno de sus famosos casos de estudio para educar sus alumnos en las prácticas corporativas exitosas (The New York Times, 17 de diciembre).
Como en el caso de HSBC, ninguno de los corruptores ni de los corrompidos por Walmart terminó en la cárcel, pero a la cárcel sí fue a parar Emmanuel D’Herrera, un profesor y poeta local que decidió investigar y protestar por la afrenta perpetrada por Walmart en Teotihuacán. Frustrado por la inutilidad de su esfuerzo legal, el profesor puso un petardo muy primitivo en la tienda -asegurándose antes de no dañaría a persona alguna- y fue a parar a la cárcel donde murió de hemorragia cerebral a los 62 años, aunque no sin antes dirigir una carta a su esposa, aceptando que si moría en prisión, sería por defender la causa de la cultura mexicana.
EN CONCLUSIÓN
De los eventos mencionados y de muchos otros podemos concluir, como lo hiciera Maquiavelo, que poder y justicia son por naturaleza excluyentes. Sólo un esfuerzo a contracorriente, sistemático y que movilice a la sociedad tiene la capacidad de hacer coincidir al poder con lo que es justo, aunque nunca podrá asegurar tal coincidencia de manera definitiva. Sin embargo, en ese intento está el mejor sentido de la vida política.
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Fuente: Periodico Reforma
MÉXICO. 20 de diciembre de 2012